Los eucaliptos blancos

Las noticias que ocupan los medios de comunicación montevideanos en los últimos días (del verano) son básicamente dos, además de la habitual crónica policial: el acuerdo entre el gobierno y la oposición acerca de cambios en la educación por un lado, y la tala de los eucaliptus blancos en el barrio de Carrasco como consecuencia de la muerte de una persona por la caída de una de estas criaturas. Cabría preguntarse qué tienen en común estas dos noticias. O mejor aún: si la primera por cierto es noticia, qué hace que la segunda lo sea; accidentes donde muere gente son noticia casi diaria también. Sin embargo, ahora todos los uruguayos sabemos que hay una especie llamada eucaliptus blanco plantada frondosamente en el barrio de Carrasco, que es atacada por un hongo que la mata y vacía por dentro desde las raíces, provocando su caída, eventualmente. Es que cuando algo está enfermo, eventualmente morirá y caerá. En especial si no se procura curarlo.

Lo común a ambas noticias es que nos ocupamos de las patologías cuando ya se convierten en fatales. En el caso de los árboles, cuando matan a una persona que esperaba un ómnibus. En el caso de la enseñanza, cuando se ha convertido en un fenómeno social enfermo y, por qué no, muerto. Si no produce los frutos que debería, si no cumple los propósitos para los que fue instituida, del mismo modo que un árbol plantado en la vía pública, la enseñanza también está muy enferma, en un proceso de deterioro difícil de detener, como el hongo en las raíces del eucaliptus blanco. ¿Caerá la enseñanza como cayó el árbol? ¿Sobre qué cabezas?

Hace varios años ya un 23 de agosto sacudió la costa uruguaya una tormenta de viento y lluvia de proporciones mayúsculas que destrozó árboles, bosques enteros, y de hecho en muchos lugares cambió el paisaje tal como lo conocíamos. Uruguay no tiene grandes sobresaltos naturales, pero éste lo fue. A partir de allí, cada mañana escuchamos las “alertas meteorológicas” del servicio de meteorología nacional, que se cubre de tal manera que todo puede suceder en un momento determinado. Porque la falta de información y previsión en aquel momento fue tan flagrante que hoy cualquier responsable de un área se cubre en salud, informando y previendo por exceso, no con exactitud. De igual modo, nadie evalúa el estado de los viejos árboles de Montevideo, cuando en su mayoría, a ojos vista, están todos enfermos. Uno cayó y mató a una persona. En la puerta de mi casa cayó uno-sin viento, por propia inercia de la fuerza de gravedad-sin mayores consecuencias que disparar la alarma de mi casa por el impacto, destrozar mi muro, atravesarse en la vereda, y dejar un cráter donde ya crecen nuevas especies y se acumula basura. Nadie se ocupa del cráter tampoco.

La enseñanza pública en este país es tal que todo aquel que tiene los medios mínimos busca opciones privadas para sus hijos. Todos conocemos la patología de la enseñanza pública: su politización, su corporativismo, su falta de evaluaciones y controles, su supuesta autonomía que desemboca en una burocracia perversa. Desde las paupérrimas instalaciones a los escasos contenidos, el panorama es desalentador. Sin embargo, todos sabemos, y lo decían anoche los propios parlamentarios y políticos que signaron el acuerdo, que el tema no es acordar, sino instrumentar. Como con los árboles, acaso sea demasiado tarde. Pero no se puede extirpar la educación como se extirpan los árboles enfermos. Hay que curarla; de raíz.
La pregunta es por qué tenemos esa tendencia a dejar que todo se deteriore a tal punto que cuando vamos a ocuparnos ya esta putrefacto. Por qué árboles tan hermosos que han hecho de nuestra ciudad lo que es se han enfermado al punto de morir, caer, y matar. Por qué la enseñanza que fue orgullo de un país pequeño y culto necesita soluciones de emergencia y “de estado”. Qué nos hace no prever, no ocuparnos, no atender aquello por lo que somos responsables. Tal vez la respuesta, tentativa, sea que todo aquello que creamos y floreció obedece a tiempos de bonanza, mientras que el deterioro obedece a (largos) tiempos de crisis. El consuelo tal vez sea que en esta nueva bonanza que vive el país (ya hemos pasado holgadamente los “siete años de vacas gordas”, literalmente) hemos aprendido que hay que ocuparse de los temas.

En otros países la desidia se paga políticamente, a veces en forma inmediata. En otras coyunturas, los errores desembocan en verdaderas tragedias. Como escribía Mario Benedetti en su prólogo-también ficción-de “Gracias por el fuego”, en Uruguay no podemos siquiera tener tragedias de magnitud. En ese sentido, somos bendecidos por una tierra benigna. Pero como Estado somos custodios de la tierra y de nosotros mismos y no podemos permitirnos el deterioro. Desde la construcción de un puente sobre una laguna (progreso vs ecología) hasta la decisión de prohibir la venta de alimentos adictivos en las escuelas, todos son asuntos de responsabilidad colectiva. Prever la obesidad infantil es una acción positiva. Prohibir el humo del cigarrillo en lugares cerrados también. Unificar las patentes de rodados, los mismo. Evidentemente, sólo se precisa que alguien se ocupe. Como ahora nos ocupamos de los eucaliptus blancos. Era hora.

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