Retrato del antisemita actual

Extracto del artículo "Retrato del antisemita actual" publicado por el diario La Nación en el 2009.

Mucho se ha escrito -y certeramente- sobre las raíces del antisemitismo. El fenómeno cuenta en su haber con una abultada vigencia: 2600 años por lo menos, a lo largo de los cuales sus estrategias discursivas han variado sin perder por ello clientela ni intensidad. Lo prueban, además de otros previos, los episodios recientes que han tenido lugar en la Argentina.

Un país como el nuestro, donde el ejercicio de la política es, con demasiada frecuencia, un despliegue impúdico de intolerancia y esquematismo, donde no existen adversarios sino enemigos y que prefiere las consignas a las ideas, debería entender como un síntoma de su propia pobreza moral, cultural y psíquica las conductas discriminatorias y reduccionistas de su tropa judeofóbica. La responsabilidad primera de un gobierno que se pretende democrático es condenar sus exteriorizaciones públicas. Si no lo hace, concede, por omisión, legitimidad al racismo y fuerza operativa a la irracionalidad de sus planteos. De hecho, los ex funcionarios del oficialismo que operan como antisemitas confesos no encontraron ninguna barrera legal al desarrollo de sus festines judeofóbicos. La impunidad que los protege es, al unísono, la que los ceba y les garantiza condiciones propicias para que puedan cumplir, sin acotamiento policial, con su propósito delictivo.

Partiendo de las premisas siniestras que distinguen su concepción del judaísmo y los judíos, atentados criminales como el sufrido por la AMIA, hace tres lustros, pueden entonces ser caracterizados, por los abanderados del antisemitismo local no como acciones terroristas consumadas contra el país, sino contra una comunidad extranjera enquistada en él y por cuya desgraciada presencia entre nosotros ha pagado nuestra patria con vidas "inocentes" (es decir, no judías). Así, los judíos proyectan sobre el escenario nacional conflictos que no le atañen, pero que terminan afectando hondamente la tranquilidad y la seguridad de la nación. El triunfo fundamental logrado por el antisemitismo iraní en el caso de lo ocurrido en la AMIA -y del cual, desde hace años, es vocero entusiasta el presidente Mahmoud Ahmadinejad- no sólo consistió en haber logrado convertir en escombros esa institución emblemática. A ese triunfo criminal hay que sumarle otro no menos grave: el político e ideológico, que consiste en haber conseguido que buena parte de la sociedad argentina, aun en sus sectores mejor formados e informados, creyera en ese momento, y siga creyéndolo quince años después, que ese emprendimiento miserable no fue ejecutado contra la República Argentina, sino contra la comunidad judía.

Es imprescindible advertir que los atentados contra las comunidades judías concebidas como cuerpos extraños a las sociedades que integran podrían multiplicarse en un futuro próximo, estimulados por el curso que ha tomado el conflicto de Medio Oriente. No se trata de una conjetura personal, sino de una amenaza explícita formulada por representantes de varios grupos fundamentalistas y terroristas. Ante las dificultades que encuentran para doblegar militarmente a Israel, optarían, como en el pasado reciente al que acabo de referirme, por otros escenarios mundiales en los que, gracias a la labor preparatoria que en ellos realiza el antisemitismo, se encuentra afianzada la homologación entre judíos e israelíes. En el afán de volcar la opinión pública internacional a favor de su causa y en contra de Israel, el extremismo islámico puede contar, casi con seguridad, con que la lectura que muchos harán de esos atentados venideros encontrará respaldo, en muy buena medida, en esa homologación tan cara al antisemitismo actual.


El esfuerzo por superar ese prejuicio atroz y sus efectos no puede sino estar inscripto en el marco de la lucha que, desde la educación y la ley, debe emprenderse contra las discriminaciones de toda índole.

Ciertamente, el judío es, desde hace mucho, blanco constante de la intolerancia. Pero, junto con la suya, hay otras figuras igualmente condenadas por el desprecio: la de la mujer, la del negro, la del creyente que ejerce su fe de un modo distinto del nuestro. Súmese a ellas la figura del homosexual, la del trabajador explotado, la del excluido social, la del indígena. Y a éstas, la de pueblos como el palestino, cuyo derecho a contar con un Estado propio no sólo se ve trabado por su interminable conflicto con Israel, sino también por la hipocresía de muchos dirigentes árabes y por la instrumentación perversa que de su aflicción y de su causa hace el terrorismo islámico, dispuesto a seguir utilizándolo como rehén y carne de cañón en su ciego afán de terminar con la existencia de Israel. 

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