El oficio de vivir

alt"Ci sono alcuni uomini invisibili
anche ci sono alcune ragioni invisibili..."
Italo Calvino

"Lavorare stanca, vivere fra due ombre..."
Cesare Pavese    


Cuando Cesare Pavese (1908-1950) arrendó una habitación en un modesto "albergo" de Turín, en el norte de Italia, en un discreto lugar cercano a la estación, como un forastero, como un recién  llegado  al planeta,  en el mes más caluroso del verano peninsular, en agosto de 1950, la ciudad estaba desierta, inmensa y abúlica  como un monstruo sin dientes.
Según Natalia Ginzburg en su "Ritratto d'un amico": "eligió para morir un tórrido agosto". El calor y la muerte helada.
Se encerrró en la habitación dispuesto a quitarse la vida como quien se quita la ropa sin ansia. Se liberó de las  pesadas vestimentas de existir  y entró desnudo en la noche que nadie cuenta.

Dispuesto a morir, convencido de que debía abandonar la realidad (al menos esta forma de realidad) el mismo autor de "El oficio de vivir" bajó las cortinas de la pequeña estancia monoambiente, se recostó en la cama un momento, sin decidirse a destenderla, sin descorrer por completo el cobertor  ni la piel melliza y paralela de las sábanas frescas.
    Parpadeó, miró un instante el techo alto y fúlgido junto a  la lámpara  que colgaba y cerró los ojos.
Los volvió a abrir.
Los cerró otra vez.

Había trabajado mucho en la vida. Pero en la vida el oficio que más cuesta, el más duro de aprender - y  bien lo sabía-, el que en verdad nunca se aprende del todo o cuando acaba de  aprenderse llega, inesperado, el telegrama de despido, es el oficio de vivir.
En estos tiempos en que Jeremy Rifkin (asesor directo del Presidente de los Estados Unidos)  y muchos otros, en su mayoría tecnócratas, animalillos, hurones de escritorio o buró,  teóricos o académicos de la gleba,  hablan y pergeñan conceptos como el del "fin del trabajo", en estos días en que por muchos lados se escucha el eco de la consigna, el grito de guerra blanda, "flexibilización laboral" (que en muchos casos es un eufemismo que torna "flexibilidad" en sinónimo operacional de "doblar el lomo", pase lo que pase, sin quejarse), en este nuevo milenio donde parece entrarse de lleno a la "Galaxia Bit",  el lejano suicidio de un poeta italiano puede parecer poco más que una sombría anécdota sin mayores efectos.
No lo es.

Pavese hoy está en el centro del mundo: trabajar cansa, lavorare stanca, como antes, como siempre, como mañana.

HE VISTO UN MONTE

Todo, hasta la más insignificante actividad humana, es trabajo. Todo da trabajo. Todo, a su manera, aun el amor, el acto físico, transpirado de amar, requiere esfuerzo.
Onetti, el viejo Onetti, en sus postreros años madrileños eligió la cama como forma y sitio constante de vida. Fue una elección. Desde un punto de vista psicoanalítico llano, algo primitivo, puede interpretarse ese lecho prolongado y final, esa estadía tibia y constante entre las cobijas, como un retorno al extraviado útero materno, como una tardía recuperación de la comodidad en  flotación y equilibrio agradable dentro de la placenta. Pero el Viejo, hasta sus últimos días, no dejó de trabajar. Tenía un callo en el codo por escribir a mano limpia,  apoyado en la cama.
Sucede que existen oficios invisibles, tareas que no se ven, cosas que se hacen y no se dicen. Además del yuppie está el hurgador, que también hace su trabajo a conciencia, y en ocasiones mejor, o con más buena fe que un gerente. El bichicome, el mendigo, el orate, el sacamuelas, el turco y el cubano o uruguayo de profesión también hacen su trabajo. Cumplen su oficio, sujeto o no a horario y tarjeta, con o sin sueldo.
Montevideo es feliz. ¿A qué negarlo?

Ha sido una ciudad sumergida, pero desde las profundidades del continente desplomado en el lecho abisal del estuario, sobre el limo, en el río ancho como mar emerge y esplende su cerro, el "Cerro y la Fortaleza" como dice la canción proverbial. La linterna mágica de la ciudad que ahora y desde hace bastante  tiempo relumbra en algunas calles por las noches, el fanal que esparce su haz por las aguas impuras de la otrora prístina bahía. El Cerro.
Algunos dicen que es un volcán apagado, tímido y mesocrático  como la mayor parte de los habitantes de este bendito y a veces cruel país.
El Cerro: si es un volcán, está dormido. De vacaciones hace tiempo. Cerrado por balance.
El Cerro.
Sus callecitas de barrio empinado, empecinado, sus callecitas y callejas con nombres inmigrantes diversos, provenientes de innúmeras regiones de la Tierra, evocan movimiento, agitación de brazos e ideas, idas y vueltas, cierto espíritu anárquico, actividad, en todo caso, sin concesiones.
En sus calles, por lo general, mora gente trabajadora. Gente  de todo los pelos, de todos los partidos políticos, de todos los colores.
El Cerro es lo primero que vio el vigía encaramado en su mastil de palo de cedro o de alguna otra clase de madera dura y antigua, por encima del velamen.
Dicen que gritó, en una especie de dialecto luso español:
                "Monte vi eu"
"He visto un monte". Ese vigía bautizó la ciudad.
Ese vigía, con la mirada puesta en el horizonte, laboraba. Ponía nombre sin quererlo a la geografía.
Poseía un oficio invisible, diferente del de la marinería.

Otros dicen que la ciudad debe su nombre a un viejo y perdido mapa en donde figura la señal de un monte, de una discreta elevación en sexto lugar a partir de algo:
                "Monte VI"
El cartógrafo que puso número a nuestro Cerro también estaba trabajando. En un momento, el buque donde viajaba dio un bandazo a babor y se le corrió la tinta. Era tinta china, negra  y  espesa. Se deslizó desde la punta de la pluma  de ganso cortada en bisel que empleaba a modo de tiralíneas, cayó un instante sobre el compás de navegación que yacía  sobre la mesa con las piernas abiertas en dilatado ángulo, como una mujer excitada y dispuesta. La gota de tinta del cartógrafo que cumplía con aquel antiguo y loable oficio que ahora hacen con menos gracia pero más eficiencia los aviones espías, los radares y los satélites  de última  generación munidos de circuitos informáticos, terminó por  vibrar un momento en el aire, abrirse como una lágrima extraña  y estamparse finalmente  sobre la superficie misma del mapa, dejando el dibujo de un cráter o de una elevación en el lugar exacto donde se ubicaba el Cerro.
Casualidades.Gajes del oficio.
Desde ese momento se dice:
"borrón y cuenta nueva"
pero nunca es del todo cierto.
La memoria persiste.

CESARE PAVESE SE TIENDE A DESCANSAR

Trabajar cansa, dijo Pavese antes de decidir abandonarnos.
Sin embargo, es el trabajo el que liga al hombre con su realidad, el que le permite sudar la gota gorda cotidiana o hacer sebo sin prisa, el que le da oportunidad de  vincularse activamente con el ejercicio de la vida,  entrar en contacto periódico y regular con   los demás y, al fin, reposar, a imagen y semejanza de Dios, el séptimo día.
La domenica, el domingo, le dimanche, der sonntag.
Pero hay  trabajos y trabajos:
Tareas para réprobos, oficios de tinieblas.
Cela, el Nobel ibérico, escribió un libro titulado "Oficio de Tinieblas", explicando con morosidad en el prólogo que ya existían decenas de libros titulados así.
Existen manualidades infames, ministerios de oprobio, ocupaciones culposas, cargos de conciencia, sicarios y suripantas, tareas sucias, como las del inolvidable personaje que engendra Harvey Keitel ("El Limpiador") en "Pulp Fiction", el film de Quentin Tarantino.
Existen, en definitiva, tareas que manchan, salpican, enlodan

Y también, claro, profesiones celestes, angélicas, melífluas.
Piensen en los juglares. En quienes venden naranjas. La silueta encorvada de los fabricantes de plumeros  recuerda por las tardes la sombra pedestre de los ángeles.
Aquel tórrido agosto en Torino, el cuartucho de Hotel donde Pavese se quitó la vida estaba en silencio.
    Había pasado cierto tiempo desde que comenzó a escribir las páginas de lo que se llamaría “El oficio de vivir”. El autor había sufrido algunas decepciones amorosas  y de las otras (al fin y al cabo toda decepción es amorosa y casi todo se hace o se deja de hacer en la vida a causa de un acto de amor).
    Hacía calor, mucho calor. Las matas, a ambos lados del camino que conduce de Torino a un poblado vecino llamado por sus  habitantes "Santo Antonio" estaban dobladas, resecas por el peso del sol. La poesía no cansa. Pero de poesía no se come. En todo caso, y con suerte, se vive. Cesare estaba cansado, muy cansado ese día, agotado de no dejar ni por un momento de ejercer tantos y tantos oficios invisibles, de ver a otros hombres y mujeres sudar y de sudar él mismo, de empapar la camisa con un gusto interior, como de rocío secreto que aparece, hasta no dar más, hasta decir basta.
    A último momento, recordó una mujer. Se levantó y corrió las cortinas. Luego se volvió a tender definitivamente.
Lavorare stanca.

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