“Tov Lehodot”

“Tov Lehodot”: es bueno agradecer. Es un privilegio poder volcar algunas de nuestras inquietudes y nuestros ideales en un entorno como éste.

Nadie duda de la centralidad de estos días que han comenzado anoche. La pregunta es: en qué se fundamenta esta centralidad; en qué radica; qué es lo medular de estos días. La respuesta está en el nombre: días de Teshuvá.
Teshuvá es un concepto difícil de aprehender. En un uso más frecuente significa respuesta, responder a una pregunta. En la teología judía significa arrepentimiento. En un sentido sociológico judío es volver al seno de los preceptos, cuando decimos de que alguien “jazar beteshuva”. Inversamente, de quien abandona una vida de observancia estricta se dice que “jazar besheila”, “volvió a las preguntas”. La raíz de la palabra hebrea tiene que ver con regreso, retorno, con asentarse, con ocupar un lugar. La idea de retorno en términos judíos es una idea-fuerza; una de las leyes fundacionales del Estado de Israel es la Ley del Retorno, “Jok Hashvut”, por la cual todo judío puede, por el mero hecho de emigrar a Israel, convertirse en ciudadano del país. Siempre estamos volviendo.

La Teshuvá que se nos propone en estos días puede tener diversos sentidos para cada individuo. Me gustaría sugerir un significado personal distinto al significado de respuestas o arrepentimiento. Si en estos días nuestro judaísmo ocupa un lugar tan central en nuestras vidas, vale la pena explorar un poco más en un intento de renovar el compromiso y la relevancia con y hacia nuestro ser judíos. Estos diez días, Iamim Noraim, cuya traducción al español raramente pronunciamos – días terribles o tremendos – quedan cargados de temor y parálisis, pero son en realidad una oportunidad única, anual, de “volver”; no ya sólo “teshuva”, sino “lashuv”, regresar. Demos un paso más allá de lo literal o apenas connotativo. Arriesguemos lecturas alternativas, juguemos con familias de ideas. Pensemos en “teshuvá” como retorno sí, como reparación también, pero sumemos la opción de teshuvá como reconciliación. Retorno a nuestro judaísmo; reparación de las grietas que han aparecido en nuestro ser judío; reconciliación con nosotros mismos como judíos.

Para pensar en términos de reconciliación inevitablemente hay que pensar en términos de  dilema o conflicto. Pensar en nuestro judaísmo como conflicto puede sonar, valga la redundancia, conflictivo. Puede sonar chocante, provocador, incómodo, incluso agresivo, o como se dice ahora en círculos intelectuales, subversivo.

Pero si no aprovechamos estos días de nuestro calendario para hacerlo, probablemente nunca nos planteemos el tema. Un conflicto puede resolverse con un tratado de paz, pero ello no implica reconciliación. (Cualquier connotación política NO es casualidad). Hacer la paz con nosotros mismos es un nivel, no menor, de recomponer heridas y frustraciones. Reconciliarnos implica otro peldaño: es no sólo aceptar sino incorporar y actuar. La reconciliación supone una actitud profunda. Algo así como la teshuvá tal como la explica Maimónides en su “Mishne Torá”: la palabra seguida de la acción. Podemos hacer la paz con nosotros mismos, pero la reconciliación exige otros esfuerzos.
Este término, “reconciliación”, lo tomo prestado de Amos Oz: lo leí en una entrevista y lo escuché en un documental. Por eso este año propusimos estudiar no sólo Torá en la NCI, sino también Amos Oz. Con un grupo activamente interesado llevamos a cabo un taller de lectura de su novela mayor, “Historia de Amor y Oscuridad”. La novela es su intento de reconciliación consigo mismo, con su tragedia y su destino personal; dicho por él en decenas de entrevistas. Pero como toda buena literatura los niveles de lectura son múltiples y van desde lo individual a lo colectivo; como el judaísmo.

Pensemos en las lecturas que nuestros sabios, de bendita memoria, eligieron para estos días: entre ellas, el sacrificio de Isaac;  el elemento de conflicto está claro: el dilema ante el cual es expuesto Abraham es tal que resulta difícil de conceptualizar en nuestro tiempo; sin embargo, esta puesto allí, al inicio mismo de nuestra narrativa como pueblo.  Nuestro padre Abraham es de hecho una figura paradigmática de lo conflictivo; vayamos un paso más atrás en su historia: “Lej lejá”; ¿acaso hay algo más conflictivo que dejar el hogar paterno, la tierra de uno, para emigrar en pos de una promesa, de lo incierto? La voz hebrea “lej-lejá” implica claramente un proceso interior, la transición por un conflicto. Parecería que allí está escrito, condensado para todas las generaciones, nuestro destino, nuestra misma esencia como judíos: seguir andando. La Torá toda puede leerse como conflictos y soluciones; toda la literatura rabínica como una forma de resolver los conflictos, las contradicciones, las opciones, omisiones y alternativas. Tal vez hemos perdido la capacidad de asumir nuestros conflictos porque últimamente hemos escuchado tanto discurso dogmático y fundamentalista; tal vez la obsesión por definir qué se puede y qué no se puede hacer, por una halajá – ley judía - meramente prescriptiva, nos haya hecho perder de vista lo esencial: el por qué. Sólo si tenemos preguntas podemos encontrar “teshuvá”: respuestas, tal vez; pero sobre todo, reconciliación.
Reconciliación no implica necesariamente una respuesta, sino, como bien nos muestra Amos Oz en su novela, comprensión, misericordia, empatía, amor.

Cuando decimos “es difícil ser judío” estamos reconociendo el conflicto. Difícil porque las demandas son altísimas, los estándares “divinos”. Difícil porque vivimos en conflicto con el entorno, porque somos minoría; difícil porque nos sentimos en algún lugar distintos y cuando no es así, nos lo recuerdan los otros. El concepto de “pueblo elegido” nos genera conflicto y nos resulta difícil conjugarlo con los conceptos de pluralidad, igualdad, y diversidad. Es difícil ser judío porque implica un largo proceso de integración, de recomposición de partes fragmentadas que tratamos de conciliar: nuestro ser-humano, nuestro ser-nacional, nuestro ser-racional, nuestro ser-social, nuestro ser-afectivo; nuestro ser-judío. ¿Cómo reconciliamos todo nuestro “ser”?

El abanico de opciones es enorme, de ciento ochenta grados: desde la adhesión total y absoluta a los preceptos y una abstención casi total del entorno y el marco histórico, hasta el límite de la otredad, caminar por la delgada línea entre ser o no ser. Si ser judío es sentirse parte de una narrativa, este último extremo implica dejar de contarla. Si elegimos no circuncidar un hijo varón, estamos quedando fuera de la narrativa. Entre medio hay tantas formas de reconciliación como judíos somos. Estén acá hoy o no estén acá hoy; estar acá, en un bet hakneset, es una  de las formas de reconciliarnos. El verdadero pluralismo supone la aceptación de todas y cada una de las formas de reconciliación.
Como judíos también nos debemos una reconciliación con nosotros mismos, nuestra historia, nuestras carencias, nuestros errores, nuestras debilidades, nuestra soberbia: como pueblo y como individuos; como seres humanos y como seres judíos. Ambos van de la mano; separar uno de otro supone caer en los extremos del abanico. El ejercicio de “teshuva”, reconciliación, es permanente, constante, el trabajo de una vida.

Una vez por año tenemos diez días para ejercitarnos en esta propuesta. El Shofar que escucharemos en unos minutos nos convoca, nos viene convocando hace ya un mes, hace milenios. Es un sonido único, no precisamente armónico ni conciliador, es profundo e inquietante, ejecutado por un instrumento con forma retorcida. Sin embargo, nos convoca y nos embriaga de sentido y propósito. El Shofar es un llamado a la “teshuvá” de la forma que cada uno de nosotros quiera entenderla. Por suerte somos tantos y somos tan diversos en nuestro entendimiento. No debiéramos sólo nombrar el concepto de diversidad como muletilla ideológica; el verdadero ejercicio es ejercerla. No es fácil. Pensarnos y escucharnos es un buen principio.

“Tov Lehodot”, es bueno agradecer: por habernos hecho judíos y darnos la oportunidad de volver, regresar, pensar, reparar, y reconciliarnos, cada año.

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