“El Barrio de los Judíos”

| Escrito por Ianai Silberstein
altEn el marco de la primera sesión del Taller de Lectura sobre la novela de Amos Oz “Historia de Amor y Oscuridad” en la NCI  de Montevideo, la semana pasada nos ocupó el tema del género literario de la misma. Una de las aproximaciones al asunto fue si el libro es una autobiografía o una novela autobiográfica, o más aun: una novela. Para quien esto escribe sin duda es lo último, donde lo autobiográfico es el material de la obra, pero no constituye su naturaleza. Al encuadrarla como novela, adquieren relevancia los aspectos y recursos artísticos y estéticos por sobre el contenido, lo narrado; esto último sin duda es autobiografía. Toda esta conversación condujo al tema del texto artístico a diferencia de un texto que no lo es, o no pretende serlo. Lo artístico entonces no está en el material en sí mismo, sino en su tratamiento.

El documental “El Barrio de los Judíos” ofrece un buen ejemplo opuesto a lo que representa la novela de Oz. Por definición, un documental no es una obra de ficción, sino un retrato de una realidad, un análisis, una historia de un hecho o un fenómeno. Sin embargo, hay documentales que adquieren dimensión artística por la forma en que organizan el material, los recursos estéticos que usan, los aportes que hacen los protagonistas. Cualquier texto sobre cualquier material, realizado con cierto criterio y creatividad, puede adquirir un sesgo artístico o puede convertirse en una obra de arte. El cine de Leni Riefenstahl al servicio del régimen nazi es un claro ejemplo de esta situación, a veces un tanto paradójica. De un material muy terrible o muy banal se puede construir una obra de arte.

El documental de Rodriguez Fabregas es correcto, prolijo, lineal. Cuenta una historia, la entendemos, nos vamos con un panorama completo de un barrio, su historia, y sus gentes. Hay testimonios emotivos, otros pintorescos, algunos inconclusos. Hay intentos de dotar de mayor profundidad a la narración, pero son escasos y naufragan de inmediato; así como darle mayor emotividad, pero tienen igual suerte: escasos y mínimos. Coincidentemente, están puestos en el mismo testimonio, el del violinista Lasca, que trata de dar mayor profundidad al asunto. Pero indefectiblemente el asunto naufraga en lo costumbrista, lo meramente anecdótico.

Un par de veces en el transcurso del documental se dice la palabra “guetto”. Está claro el traslado de los guettos de Europa a este improvisado guetto en Montevideo, donde los judíos se concentraban en Villa Muñoz o en el Centro. Está claro que la pérdida de familias enteras a manos del régimen nazi en Europa fue un momento triste y traumático. De modo similar, aunque con sentimientos opuestos, la creación del Estado de Israel en 1948 es un momento crítico; todo lo cual está dicho en el documental. Sin embargo, todo queda en el plano de lo meramente dicho. Ni la organización del material, ni los recursos cinematográficos, ni el discurso de los “protagonistas” arrojan significados más profundos, reflexiones más movilizantes, o propuestas más provocativas.

Todos saben que los judíos comemos guefilte fish en las fiestas. Incluso una receta puede ser un recurso artístico. Pero como siempre hemos dicho: si nuestro judaísmo es sólo comer guefilte fish, será un judaísmo muy pobre. Seremos sólo un estereotipo del ser judío. Y si bien la obra en cuestión muestra un tipo de judíos, el universo que ese grupo abarca es tan amplio y diverso que sólo con esa diversidad daba para enriquecer el material. Religiosos, comunistas y laicos (como se explica claramente) son sólo una división para empezar a hablar; de allí en más las opciones son muchas.

Para un esfuerzo encomiable, investigado, prolijo y profesional, es una pena que no se haya encontrado una veta más personal, más artística, más profunda. Nadie pretende una obra monumental del tipo que acometió Amos Oz. Pero hubiera sido interesante una perspectiva un poco más desplazada de lo tradicional, de las historias largamente escuchadas. O al menos, haberlas escuchado de otra manera.

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