La comunidad sefaradí de Nueva Ámsterdam

altLa comunidad sefaradí de Nueva Ámsterdam, formada a mediados del siglo XVIII, albergó el primer núcleo hispano hablante de Norteamérica. La lengua española se desarrolló a mediado del siglo XVII de la mano de un pequeño grupo de colonos hispano hablantes, descendientes de los expulsados por la diáspora que marcharon de Sefarad y Portugal hacia Holanda en busca de refugio. El primer grupo judío-español llegó a Nueva Ámsterdam en 1654, oriundo de Brasil (Recife). Los judíos comenzaron a establecerse en Recife a partir de 1500. En esos tiempos la ciudad era la capital del estado de Pernambuco, en la colonia portuguesa de Brasil. Los recién llegados no tardaron en constituir la primera comunidad de judíos que existió en Norteamérica aun dominada por los holandeses.

El 7 de septiembre de 1654 atracó en el puerto de Nueva Ámsterdam el buque francés “Saint Charles”, llevando entre su pasaje a veintitrés judíos. Tras una penosa y larga travesía, tanto los pasajeros como la tripulación llegaron en un estado exhausto. Se ha debatido largamente, sin llegarse a un acuerdo, sobre la singladura seguida por la embarcación, pero no cabe duda de que los judíos que llevaba a bordo eran sefaradíes, y entre ellos, varios refugiados huidos de Recife. Los nuevos habitantes hallaron en la pequeña villa a otro correligionario, Jacob Barsimson, que había tocado tierra dos semanas antes en otra nave. Éste les transmitió las novedades sobre el talante hostil que manifestaba el gobernador local con los judíos de la colonia, informacion que no tardarían en comprobar por ellos mismos.

Este holandés, calvinista radical con cosechada popularidad antijudía, se había ganado esa reputación por haber obstaculizado con anterioridad el desembarque de un grupo de judíos de Curaçâo en Nueva Ámsterdam y otro, en un punto distinto en la isla de Manhattan. Al no alcanzar su objetivo, dispuso el encarcelamiento del grupo en tanto llegaban instrucciones de la superioridad, a la que había instruido de la arribada de aquel pelotón de “enemigos de Cristo”, gente indeseable por suponerles usureros en potencia, y perfectamente inútiles para la colonia por estar privado de dinero y otros bienes.

Pero la pujante y prestigiosa Kehila israelita de Ámsterdam fue del mismo modo  puntualmente informada del hostil acogimiento dispensado a sus correligionarios en aquellas remotas tierras del hemisferio occidental, movilizándose al efecto, hasta conseguir que la compañía tramitara taxativas instrucciones a su representante en Nueva Ámsterdam, dictaminando que accediera a la voluntad de permitir la residencia a los judíos desembarcados, y que proporcionara las comodidades para su asentamiento. Aunque estas instrucciones le fueron repetidas al tener conocimiento sobre la discriminación existente, incluso en el plano puramente religioso, a los recién llegados, el gobernador local Stuyvesant se las arregló para hostigarles cuanto pudo y hacerles tan ingrata la estancia que algunos de ellos prefirieron abandonar el lugar para trasladarse a Barbados y Jamaica.

Estos primeros inmigrantes eran gentes con recursos limitados o solemnemente ausentes. Los llegados de Brasil habían huido de los portugueses poco menos que con lo que llevaban puesto, en tanto los demás, llegaban de los Países Bajos o Provincias Unidas de Holanda, donde los judíos ricos, a su vez sefaradíes, pagaban pasaje hasta América a los indigentes de sus comunidades, en parte para socorrerles y en parte para desentenderse de ellos. No debería sorprender que la recepción en los puntos de destino frecuentemente distara de ser cordial. Los colonos ya instaurados consideraban que tendrían que asumir el sostén de aquellos inmigrantes necesitados mientras que estos lograban abrirse camino, viendo los mercaderes locales en ellos unos potenciales competidores, cuando la realidad era bastante distinta, ya que se trataba de individuos con recursos escasos para efectuar la apertura de una tienda o casa de comercio, o simplemente por prejuicios religiosos, alentados en ocasiones por clérigos calvinistas impertinentes con la presencia de los que consideraban elementos inasimilables.

Recordemos que en 1630 la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales ocupó la colonia portuguesa de Recife quedando los judíos residentes rescatados y con libertad de profesar su fe conservando sus hábitos. Esto originó un florecimiento de la comunidad que en 1642 recibió a dos rabinos enviados por la comunidad judía de Ámsterdam: Isaac Aboba da Fonseca y Moses Rafael de Aguilar. En 1645 contaba la ciudad con una ampliada comunidad judía de 1.500 personas. Nueve años más tarde perdieron los holandeses tras una larga lucha contra los portugueses la colonia. Los judíos volvieron a convertirse forzosamente en marranos, profesando su fe con el mayor secretismo. El tratado de capitulación fue firmado en Taborda el 26 de enero de 1654, y poco a poco fueron los sefaradíes asimilando cultura cristiana, manteniendo sus descendientes sólo los nombres sefaradíes.

En Nueva Ámsterdam fueron recibidos los ingleses en 1644, por parte de los judíos como auténticos libertadores, ya que la población sefaradí se encontraba hastiada del estricto control que ejercían los clérigos sobre sus vidas y sobre todo de las arbitrariedades y abusos del odiado gobernador Stuyvesant. Fue a partir de esta fecha que se empezara a llamar la ciudad tal como la conocemos en la actualidad, Nueva York. En el último tercio del siglo XVII llegaron muy pocos judíos a las colonias británicas en Norteamérica. En 1700 el número total de la colonia judía no superaba, al parecer, de 250 personas (Avni, 1992, pp.76). Este número bajo y de lento crecimiento se mantuvo durante el siglo XVIII.

Pese a las trabas y dificultades señaladas, en la última década de la dominación holandesa había funcionado allí una formal comunidad sefaradí, cuyos miembros hacían uso de una mezcla de portugués y castellano como vehículo de expresión entre ellos. La sinagoga se ubicaba en una sala acondicionada para dicho fin, y la escuela rabínica existente no era atendida por un rabino propiamente dicho sino por miembros de la comunidad facultados para dirigir el culto y que además actuaban como profesores de religión y maestros de primeras letras. Por lo demás, la inmigración judía perduró en años posteriores en la ya por entonces colonia inglesa, como también en las de Rhode Island, Pennsylvania, ambas Carolinas y Georgia.

Llegaban desde Europa y de Hispanoamérica, en ocasiones procedían directamente desde España y Portugal, para escapar de la represión inquisitorial que les perseguía. Luis Moisés Gómez fue uno de ellos, nacido en España en 1660, saldría muy pronto para Francia con su padre, huyendo de la Inquisición. Más tarde partiría para Nueva York donde se convertiría no sólo en un próspero comerciante sino además en el fundador de la principal familia de judíos sefaradíes de esa ciudad, y uno de los principales financiadores de la primera sinagoga propiamente dicha. Dicha sinagoga se construyó en 1729, setenta y cinco años después de la llegada de los primeros judíos. Con anterioridad habían sido habilitados diversos inmuebles privados para que, mal que bien, ampliaran esa finalidad. La congregación sefaradí neoyorquina conservó su denominación inicial de la época holandesa, aunque ahora formulada en inglés “The Spanish and Portuguese Congregation Sheharit Israel”, siendo la única existente en Nueva York hasta que a mediados del siglo XIX surgiera otra paralela de rito ashkenazí al tomar cuerpo la inmigración judeo germano-eslava.

Hasta la Guerra de la Independencia de los Estados Unidos se fundaron cuatro comunidades más: Newport, por segunda vez, Philadelphia, Charleston y Savannah, esta última sí constituyo un asentamiento estable. En Savannah, como en las demás comunidades americanas, era evidente la presencia del elemento no sefaradí, pues empezaron a asentarse judíos alemanes desde la década de los cuarenta del siglo XVIIII. Estos eran askenazíes, que hablaban yiddish, y sus costumbres, el orden de sus plegarias y su pronunciación en hebreo, eran distintos a los de los sefaradíes. Eran normalmente más pobres y de menos cultura general, y los sefaradíes, que se consideraban superiores a ellos, los emplearon en servicios comunitarios o privados, y les asistieron con obras de caridad, incluso para trasladarse a América, pero no los aceptaron como miembros de la congregación sefaradí, y mucho menos como candidatos deseables para establecer con ellos relaciones matrimoniales. El periodo colonial en la historia del hemisferio occidental fue, por lo tanto, en la historia judía, una época hegemonía sefaradí, en todo el continente americano (Avni, 1992, pp. 78).

En 1729 se consolida definitivamente la comunidad israelita neoyorquina en torno a la sinagoga sefaradí y a sus rabinos y líderes seculares, en sus filas formaban ya parte judíos askenazíes inmigrados, aunque el grueso de la colectividad era sefardita. Así se prolongaría durante los cuarenta años siguientes, hasta que las trece colonias inglesas de Norteamérica se segregaron de Gran Bretaña, surgiendo los Estados Unidos. Un evento que el colectivo judío abrazó mayoritariamente a causa de la libertad y la independencia, figurando por tanto entre los fundadores de la nación norteamericana. Su número, por entonces, no era superior al millar y medio, dado que el censo judío en su conjunto se cifraba en apenas 2.500 personas (Herscovici, pp. 29, 1984). De la multitud de asentamientos que existieron, decena de colectivos sefaradíes estuvieron dispersos por el frente atlántico de la América septentrional, ninguno de los cuales alcanzó el rango de comunidad formalmente establecida (Hershkowitz, 1971, pp.101-115; Marcus, 1986, pp. 6-11),  excepto la de Montreal (Canadá), conocida por el mismo nombre que la neoyorkina, siendo fundada en 1777 y durante 78 años la única comunidad judía canadiense existente, hasta que en 1846 se procedió a la apertura, también en Montreal de otra congregación judía, pero de rito askenazí (Sack, 1945, I. pp. 23-64; Rosenberg, 1970, I. pp. 20ss, Avni, 1922, pp. 112-118; Bel Bravo, 1992 pp. 77-84).

En cuanto a la de Nueva York, su nivel de hispanismo, importante en el momento de la transferencia de la colonia a los ingleses, se había diluido considerablemente  aunque el castellano continuaba siendo de uso común entre no pocas familias sefaradíes, y en mayor medida el portugués, por ser el porcentaje de judíos de origen lusitano existente a raíz de la importante inmigración. También de ascendencia portuguesa fueron sus líderes más destacados, comenzando por el rabino Henry Pereira Mendes, el más notorio de todos.

En el ámbito educativo, en 1757 la comunidad de Nueva York notificó a Londres la necesidad de un maestro cualificado para enseñar hebreo, inglés y español a sus hijos, así como para gestionar debidamente los servicios de la sinagoga. Según Eli Faber (1992, pp. 34), en 1731 los judíos edificaron un inmueble de madera de dos plantas cuya funcionalidad era tanto de escuela, como de lugar de congregación y culto, y ocasionalmente como residencia del hazan. Según el mismo autor (1992, pp. 71), en 1755 la comunidad aumentó el salario de aquél para que conservase la enseñanza en su propia casa de lunes a viernes en invierno y verano, aparte de ampliar el currículo académico impartiendo clases de español moderno, inglés, escritura y aritmética. En cualquier caso el funcionamiento de estas escuelas se podría definir de irregular, hasta el punto de desaparecer durante la Guerra de Independencia.

En el período subsiguiente a la Revolución americana la congregación de Nueva York estableció su escuela en 1792, aunque ahora su instructor enseñaba sólo hebreo, traducción al inglés y algunos fundamentos de religión (1992, pp.120). El modelo educativo neoyorquino fue seguido por las restantes comunidades judías de Norteamérica (2008, pp. 295).

Como conclusión decir, que los dialectos hispanos vernáculos, introducidos o formados en el seno de las comunidades judías sefaradíes establecidas en Norteamérica, aunque terminaron desapareciendo, esto no ocurrió hasta pasados doscientos cincuenta años y no sin dejar huellas perdurables. El castellano frente al portugués corrió mejor suerte  aunque circunscrito a un plano propiamente cultural, e incluso litúrgico, compartiendo con el hebreo tal rango por hallarse escritos en ambas lenguas algunos de los libros más emblemáticos de uso en sinagogas y escuelas, y vincularse a las mismas las manifestaciones más relevantes de la cultura sefaradí.




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