Medianoche en París

¿Qué hay de nuevo en Woody Allen? A esta altura de su vida, trayectoria, y obra, probablemente muy poco. Sin embargo, cada nueva película genera una enorme expectativa, resulta un éxito de taquilla, y asegura buen – conocido y esperado – cine. Para quienes nos gusta, en mayor o menor grado, es un viejo conocido que esperamos año a año. Como sucede con las películas de James Bond para los fanáticos: conocemos todos los mecanismos, todos los giros, sabemos qué esperar, pero no podemos resistir un nuevo estreno. Supongo que algo similar sucede con la saga de Harry Potter en el mundo de los niños, adolescentes, y jóvenes.

Por lo tanto es muy fácil enumerar todo aquello que se repite en el cine de Woody Allen, su concisa pero no menor lista de recursos cinematográficos y artísticos en general que despliega obra a obra; pero no caeremos en esa fácil tentación. Sucede que hay películas buenas, otras muy buenas, y otras mediocres. Casi con los mismos argumentos, los mismos dramas humanos, personajes similares, paisajes paralelos, a veces Allen consigue un resultado y otras veces, otro. ¿Qué hace que “Medianoche en París” funcione y nos deleite, que perdonemos y hasta aplaudamos la repetición de recursos de la que abusa el director, mientras que “You’ll meet a tall, dark stranger” resultó aburrida, repetida, e intrascendente? Si entonces sentimos la necesidad de compartir esa sensación de tedio y falta de magia, hoy, nobleza obliga, la idea es compartir la magia que desprende su “París”.

La película se desarrolla en dos ejes: el diacrónico, vale decir, el desarrollo en el correr del tiempo, y el sincrónico, el corte en un momento dado. En este último eje tenemos a los personajes, sus relaciones y conflictos, todos los condimentos clásicos del cine de Woody Allen. En el eje diacrónico, jugando a su vez sobre el tiempo real que avanza (única opción en los “tiempos reales”) se contrapone el tiempo imaginario que retrocede. También el juego con los tiempos,  las realidades, y lo sobrenatural es un viejo recurso de Allen desde “Zelig” en adelante. Otra vez: nada nuevo bajo el sol. Sin embargo, lo que funciona son los recursos que incorpora esta película.

Por un lado, la forma de conectar los tiempos: simple, verosímil, natural. Por otro lado, los personajes “invitados”: si no simples, por cierto verosímiles y naturales. La forma de conectar la realidad con lo percibido, lo objetivo con los subjetivo, el progreso del tiempo real en contraste con el tiempo interno del protagonista, es sencillamente perfecto, de una sutileza incomparable. La descripción de los personajes “invitados”, reales en un sentido histórico por cierto pero “fantásticos” a los efectos de la película, es, en algunos de los casos, de una riqueza extraordinaria. Hay que señalar sin duda dos que sobresalen: Hemingway y Dalí. No sólo la composición de los actores es magistral, sino el uso de la obra de estos artistas en función de la película y el guión es sorprendente. Lo conciso, simple, y “honesto” de la literatura de Hemingway hace de la película una obra concisa, simple, y honesta, aun en su delirio. El delirio de Dalí da a la película su tono delirante y surrealista, pero que todos validamos, como la obra misma del pintor. Del mismo modo, la obra de Monet, en especial en el soberbio encuadre en el museo, pauta la estética de la película y París como objeto. Hasta el detalle de la frase en boca de Gil (Owen Wilson) sobre la muerte de Zelda, esposa de Scot Fitzgerald, “tomó su vida en cucharadas de cocaína”, parafraseando a “Prufrock” de T.S. Eliot, funciona brillante e inadvertidamente en función del guión.

Lo que en definitiva funciona en “Medianoche en París” es la intertextualidad, o las alusiones, o cómo se lo quiera llamar. Sobre el mismo esqueleto alleniano de siempre se monta una escenografía y un vestuario, una galería de personajes, digna de una producción de ópera. Pero no es ópera; es Woody Allen. Corto, repetido, sobrio, ingenioso, estéticamente impecable, contándonos sobre los mismos conflictos de siempre, aquellos que lo habitan a él en forma obsesiva, y a nosotros, su público, en forma inconsciente. No hay nada nuevo bajo el sol, por cierto; las pasiones, expectativas, y miserias humanas son y han sido siempre las mismas. La cuestión siempre ha sido cómo se cuentan.

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