Recorriendo la AMIA

Es iz shver tsu zain a Id

¡Qué difícil ser judío! (proverbio idish)

Contemplar el edificio de la AMIA es experimentar de manera patente el efecto del pasado sobre la arquitectura presente. Un predio que con sus homenajes y memoriales se esfuerza de manera sostenida por impedir el olvido del horror, debe prestar su materialidad al desarrollo de las rutinas propias de la institución. Increíblemente los cambios más notorios que dejó el atentado del año 1994 en el paisaje de la calle Pasteur son árboles y bloques de cemento. Elementos de naturaleza muy distinta. Para llegar a la AMIA recorro las hileras de árboles que recuerdan a las víctimas, a sus pies las placas de mármol en donde se tallan los nombres, desplegados desde Córdoba hasta Corrientes. Es imposible no leer en el follaje la metáfora inevitable de la persistencia, la constancia insuperable de la vida. De repente, las filas arbóreas son interrumpidas por los pilotes antiexplosivos. Bloques rígidos, inertes e incoloros, a cuya visión, más propia de un emplazamiento militar que de un sitio dedicado entre otras cosas a la cultura, nos han acostumbrado demasiado fácil los dos atentados.

Los pilotes se han esparcido por la mayoría de las instituciones judías (escuelas, sinagogas, clubes etc.), haciendo que todas ellas participen de una referencia no disimulada a este punto central, la AMIA, dotando de una imagen homogénea a la noción bastante más abstracta de “comunidad”. A nivel funcional, la tranquilidad que brindan los bloques es tanta como la amenaza que presagian. En la dimensión comunicacional, los pilotes me anticipan, en mi carácter de visitante, los restantes dispositivos de seguridad que deberé atravesar para ingresar a la entidad. Primero me enfrento a un bitajon (seguridad en hebreo) apostado del lado de afuera, y en compañía tiempo completo de un oficial de la Federal. Me interroga si he estado antes en la AMIA. Le contesto que sí y quiere saber los motivos. Vine a recitales de klezmer, a ver películas, a conferencias (como ese mismo día), y mi respuesta lo contenta. Los bitajon interpelan con una expresión solemne y grávida que parece un homenaje lejano a los jaialim, los soldados israelíes, adolescentes tardíos que viven su destino militar con melancólica resignación.

Entonces atravieso la primera de tres puertas metálicas y pesadas, la que me conduce a una cámara cerrada con un fondo de vidrio opaco. Tras la opacidad un segundo bitajon podría estar observándome (el efecto panóptico impide mi certeza). En la cámara se alzan dos detectores de metales, flanqueados por otro custodio. “¿Qué hago? ¿Paso por los detectores?” – pregunto yo manifestando la típica compulsión, cada vez que enfrento dispositivos de seguridad, a mostrar colaboración y sentirme ligeramente culpable sin poder precisar por qué. “No, pasá directo” – dice el joven a mi lado, “¿Seguro?” – dudo yo, “Pasá Andrés”, y esta última voz está distorsionada electrónicamente, como por un micrófono, y entiendo que viene del otro lado del vidrio oscuro. ¿Cómo sabe mi nombre? Debe tratarse de alguien que me vio en la tele. Se enciende una luz verde para que una puerta de acero se abra hacia un pasillo. Compruebo que en el corredor el centinela antes guarecido tras el vidrio opaco me espera para elogiarme y sacarse una foto conmigo. El acontecimiento motiva al otro bitajon a aproximarse y matar la curiosidad. “Es Andrés, el nuevo notero de CQC. ¿Nunca lo viste?” – lo espeta el primero, sutilmente indignado por el desconocimiento de su compañero. Y lo insta a sumarse y posar. Mientras entrego mi mejor sonrisa para el lente del celular especulo si también el soldado israelí se hubiera conducido de ese modo o si se trata de una manifestación inequívoca de argentinidad.

Al final del corredor me encuentro con la última de las tres puertas antes de pasar a la plaza seca que distingue a la nueva edificación. La puerta es extremadamente pesada y mientras lidio con ella me pregunto cómo hacen para dominarla las personas mayores, el público más numeroso en los eventos de la entidad. Estos señores de edad avanzada, quienes suelen acompañarme en los convites culturales de la AMIA, vivieron en su juventud una preocupación por la integridad de los judíos de naturaleza muy distinta a la actual. No podría decir si mejor o peor; por lo menos distinta. Recuerdo entonces lo que alguna vez estudié: a comienzos de la década del ’60, y motivada por la captura en territorio argentino del criminal de guerra Adolf Eichmann, una oleada de antisemitismo sacudía la vida de la colectividad. La amenaza era interna y faltaba tiempo para que terminara de delinearse aquél fenómeno luego identificado como terrorismo. En ese entonces el miedo era infundido por grupos vandálicos de jóvenes nacionalistas católicos (los más destacados: Tacuara y Guardia Restauradora Nacionalista), que contando con la anuencia de las fuerzas de seguridad, arrojaban su violencia contra edificios y estudiantes judíos a quienes consideraban extranjeros habitando en suelo patrio. En ese entonces la decisión de la comunidad judía fue la organización de equipos de auto-defensa, integrados por jóvenes convencidos y militantes (¿algún mayor que asiste hoy a la AMIA habrá protegido su honra a las trompadas contra los nacionalistas, a la salida del colegio Sarmiento?). La transformación de la amenaza percibida y el cambio de paradigma en materia de seguridad (formalizándose como un tema de atención prioritaria) no son ajenos al observador que se acerca a la entidad. La influencia del Estado de Israel modelando ciertas miradas y conductas es tan visible en la AMIA como en las restantes organizaciones del judaísmo argentino.


Afortunadamente luego de dejar atrás pilotes, breves interrogatorios, detectores de metales, vidrios opacos y pesadas puertas de acero, llego a un espacio abierto y al aire libre que me permite respirar. Creo que el propósito con el que se confeccionó la plaza seca fue contrarrestar la sensación de asfixia supuesta en el diseño tipo bunker. Los requerimientos de seguridad probablemente contemplen la alternancia de espacios concretos (el de la fachada), con espacios vacíos (la plaza seca), y nuevos espacios concretos (el cuerpo central del edificio). Esta continuidad se encuentra modulada por la medianera derecha, todo lo que quedó de la construcción antigua tras el atentado.


He escuchado a varias personas denominar guetización al proceso por el cual las organizaciones judías se aíslan del medio tras el espesor de dispositivos de seguridad. No obstante, debe recordarse que el fenómeno medieval del gueto (y su actualización moderna) consiste en la concentración física de la población judía en áreas especiales de la urbanización por efecto de la presión o la amenaza del entorno. Mi opinión es que, por muy molestas que puedan resultar las precauciones, en nada modifican la relativamente armónica convivencia entre judíos y no-judíos en el seno de la sociedad argentina. En cambio, debe ser remarcado el hecho de que las medidas de seguridad de la AMIA, tal como nos informa la prensa, son reforzadas cada vez que Medio Oriente es sacudido por hechos de violencia, o cuando en el plano internacional una noticia luctuosa involucra a movimientos islamistas. ¿Se justifica el celo en materia de seguridad? Sabemos que las organizaciones del integrismo islámico no se limitan a combatir la injusta ocupación de Cisjordania por el Estado de Israel, el cerco sobre Gaza o la mentalidad colonialista en el ejercicio del poder (presunción ingenua que integra el sentido común de izquierda). Como queda de manifiesto en la retórica de los líderes de Hamas y Hezbollá, el enemigo a atacar son los judíos y sus aliados, en cualquier lugar del mundo donde estos se encuentren. Hoy como ayer, la vida judía está expuesta a riesgos que atañen de manera específica al ser judío. La amenaza percibida, sin embargo, se ha transformado. También la manera de conjurarla, aunque ésta sólo sea un inocuo placebo para la tranquilidad del espíritu.

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