Marcha por la vida. Tercera entrega

Resistencia y rebelión 1

Las preguntas son inevitables y se repiten una y otra vez: al encontrarse con sobrevivientes, al recorrer lo que fue el gueto o en medio de las explicaciones del guía: ¿cómo y por qué? ¿cómo no lo vieron venir? ¿por qué no se opusieron? ¿cómo se pudo matar a millones de personas sin que hubiera más que unos pocos actos de rebelión activa?
La pregunta no se enuncia desde la soberbia sino desde la angustia y la frustración. Uno no puede pretender compararse con las víctimas, uno es incapaz de imaginarse en esas situaciones extremas, uno no puede suponer que hubiese sido capaz de mejores respuestas. Y sin embargo, es inevitable el el deseo de reescribir mentalmente y contrafácticamente la historia, de convencerse de que otro final era posible.

¿Es legítimo hacerlo?
Las primeras décadas post-Shoá estuvieron signadas por la frase con  que Abba Kovner había llamado a los judíos de Vilna a la lucha: “no vayamos como ovejas al matadero”. A la hora de enfrentarse con el horror pasado, sobrevenía la vergüenza, y –de alguna forma- la culpabilización de las víctimas, la repulsa ante un modo de ser judío presuntamente cobarde, timorato, pasivo.
Con el tiempo hemos cambiado de perspectiva. Ahora podemos reconocer el valor de quienes fueron capaces de sostener actividades culturales y educativas en los guetos, de quienes aceptaron enfrentarse a situaciones dilemáticas teniendo que elegir entre alternativas igualmente intolerables, de los que en medio de la deshumanización de los campos encontraban los medios para dejar su testimonio o para escribir un poema. Esas y otras respuestas adquieren la dignidad de formas de Resistencia.
Pero la angustia persiste.  ¿Cómo acomodar el hecho de que Treblinka, que “procesaba” a miles de víctimas por día, haya sido administrada por unas pocas decenas de SS? ¿o que su efectividad reposara en el hecho de que eran capaces de usar a los propios condenados para hacer funcionar la maquinaria de la muerte? ¿Cómo escapar a la imagen de policías judíos sobreviviendo mientras fueran útiles para aceitar el mecanismo que, finalmente, daría cuenta también de ellos? ¿Cómo conformarse con los actos de resistencia que no evitaban la muerte? ¿Cómo compararlos con la contundente evidencia de que la Alemania que empezaba a perder la guerra contra los aliados fuera capaz de los niveles de “éxito” alcanzados en exterminar primero y borrar huellas después?

Las víctimas no son culpables, qué duda cabe. Tampoco se trata de sus defectos individuales. Pero, como colectivo, los judíos no fuimos capaces de articular una respuesta eficaz.
El término “Resistencia” genera ambivalencias. Se puede resistir una tormenta esperando a que amaine. Pero, ¿qué hacer si el clima ha cambiado y el viento huracanado no va a dejar de soplar? ¿demorar lo inevitable?  ¿o construir un refugio? La estrategia de la resistencia fue efectiva para los judíos durante siglos: cada generación pagó su precio en sometimiento y sacrificio cada vez que la ola de la violencia la cubría, conteniendo la respiración, esperando a que pasase de largo. Esta vez duró más de lo que los pulmones podían soportar; del “olmo viejo hendido por el rayo” volvieron a brotar hojas verdes, pero eso no disminuye la dolorosa constatación de que perdimos varias batallas que no llegamos a librar.
La pregunta no debería ser ¿por qué no hubo más héroes? sino ¿por qué millones de judíos no tenían una organización que les permitiera construir respuestas colectivas?

Una mirada a nuestra propia realidad local no hace más que reforzar la desazón: ¡cuánto nos cuesta responder coherentemente ante desafíos mucho menores!
La construcción de una sociedad soberana en Israel es una planta exótica en la historia judía de los últimos veinte siglos, pero se trata de una innovación –costosa, difícil, conflictiva- que propone un modelo diferente. Conviene no olvidarlo
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Resistencia y rebelión 2

Hace 2040 años, los judíos creyeron que sería posible enfrentar a los romanos. Tras indecibles penurias y violencias, tanto internas como externas, Jerusalem cayó y el Templo fue destruido.
Sesenta años después, Rabi Akiva creyó ver en Bar Kojvá al mesías que reinstauraría el reino de David y apoyó una revuelta que terminaría aún peor que la anterior, con la conversión de Jerusalem en ciudad pagana prohibida a los judíos, y el fin de todo vestigio de vida independiente.
El pueblo judío se organizó para una forma de supervivencia distinta, y se juramentó a “lo laalot bajomá veló limrod beumot haolam”: a no rebelarse contra otros pueblos ni encarar la lucha armada. El judaísmo rabínico otorgó, así, valor de precepto a la estrategia no combativa con que encararía el futuro.

Casi veinte siglos después, los judíos padecieron la peor destrucción de su historia. Los actos de rebelión activa fueron aislados, en comparación con la magnitud del genocidio. Sea por convicción consciente –como en el caso de la ortodoxia antisionista-, por razones culturales y estructurales, por falta de conducción, por divisiones internas o por dificultades de otra índole, el colectivo de las víctimas pareció cumplir con el precepto. Y mayoritariamente, pereció.

¿Es que no hay respuesta posible? ¿Es que tanto la espera paciente como la revuelta están condenadas al fracaso?
La Historia no es pródiga en dar lecciones sencillas: apenas está ahí para que pensemos, nos preguntemos y tratemos de ser un poco menos ignorantes a la hora de encarar el futuro, que siempre es una aventura. Hay muchas formas de leer los hechos en un esfuerzo por hacerlos encajar, por encontrar un mensaje. Por lo pronto, parece ser que nos hemos equivocado seguido. Nos equivocamos cuando creímos que el “pueblo de Dios” tendría el apoyo divino para enfrentar al opresor y nos equivocamos cuando creímos que tendría la protección divina si se apartaba de la lucha. Quizás el error común fuera, justamente, creer que es Dios el que tiene que librar nuestras batallas, sea a través de nuestro brazo armado o de nuestra resistencia paciente. Quizás se trate de la contracara del sueño de redención mesiánica.

Iehoshafat Harkavi, un estudioso del conflicto árabe-israelí de las primeras épocas del Estado, escribía en 1986 (“Hajraot Goraliot”, ed Am Oved) que en Israel convivían dos culturas políticas y éticas: la que denominaba “ethos laborista” y la de la derecha. La distinción entre ambas no pasaría por la justicia (con mayúsculas o minúsculas) de sus postulados, sino por su enfoque, actitud y programa. El ethos laborista que constituyó al Estado de Israel correspondería a visiones pragmáticas, que creen en los procesos más que en los actos espectaculares, en la construcción social y económica por sobre los hechos heroicos, en la razón por sobre la pasión. Por eso habría invertido esfuerzos en crear las instituciones que harían viable al Estado mucho antes de que se constituyese, y habría aceptado construir la nueva vida judía soberana en donde fuera posible: en la costa “filistea” de Tel Aviv, en la Galilea israelita y sólo en menor medida en la Judea histórica. Si la recreación de Israel es un milagro moderno, no se produjo con espasmos mesiánicos –ni guerreros ni pacifistas- sino con una búsqueda tenaz de las respuestas que los hombres pueden producir, esforzadamente, cuando se hacen cargo de su destino.

Deberíamos andar con cuidado cuando nos ofrezcan al mesías, sea el religioso o el laico, el del belicismo o el del pacifismo ingenuo, el religioso o el laico, el de derecha o el “progre”.
 


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