Un ángel con nombre Jolanta

“La razón por la cual rescaté a los niños tiene su origen en mi hogar, en mi infancia. Fui educada en la creencia de que una persona necesitada debe ser ayudada de corazón, sin mirar su religión o su nacionalidad”. (Irena Sendler)
 
 
Deseo rendirle mi particular homenaje a esta mujer, que en plena II Guerra Mundial, durante la ocupación de Polonia, le plantó cara a los nazis y logró salvar a 2.500 niños judíos. Ni la Gestapo, ni sus torturas lograron que Irena Sendler (Sendlerowa) revelara el paradero de los pequeños. Esta enfermera nació en Otwock, Varsovia, el 15 de febrero de 1910, falleciendo en Varsovia a la edad de 98 años. Aunque no consiguiera el Premio Nobel de la Paz en 2007, siempre será recordada por su heroica postura ante los enemigos más tajantes. Su educación la recibió en el seno de unos padres católicos, inculcándole valores como el respeto y amar a las personas independientemente de su origen étnico o condición social. Su padre, un médico, murió de tifus que contrajo durante una epidemia en 1917. Él era el único médico en su ciudad, cerca de Varsovia, que trataba a las pobres víctimas, en su mayoría judíos, de esta trágica enfermedad. Cuando se estaba muriendo, le dijo a los 7 años de edad: “Irena, si ves a alguien ahogarse debes de tratar de rescatarle, incluso si no sabes nadar."

     Todo comenzó cuando los alemanes construyeron el gueto durante el otoño del 1940. Su mejor amiga, Eva, era judía y de repente se vio en el lado “equivocado” del muro. “Todo comenzó a causa de Eva” relataba Irena. “La tenía que salvar, no la podía dejar ahí abandonada. Le expliqué que se refugiara conmigo, pero ella se negó. Me explicó que seguramente sería mucho más útil dentro del gueto. Solo acepto mi ofrecimiento al final, un par de días antes del levantamiento en abril del ´43. Mi amiga Eva era Trabajadora Social, igual que yo”.

     Los niños judíos a pesar de su fragilidad tampoco eran dignos de misericordia y se los trataba con la misma dureza que a los adultos. La expresión en el rostro de esas criaturas desoladas es un testimonio de la brutalidad llevada a su máximo nivel. La mayoría pereció en las cámaras de gas porque no eran aptos para el trabajo. Irena era enfermera en el Departamento de Bienestar Social de Varsovia el cual llevaba los comedores comunitarios de la ciudad. Allí su departamento proporcionaba comida, dinero y medicinas a la población polaca más desfavorecida. Del mismo modo, accedía con un pase extendido por el Dr. Makowski al gueto en ambulancia para cuidar de los enfermos. Bajo la ocupación alemana de Polonia, se le obligo a la población judía a vivir tras los muros del gueto. La vecindad polaca, no tardó en darles la espalda, siendo testigo en un mes, de la muerte de más de cinco mil judíos debido al tifus y otras enfermedades. 

Unos 450.000 judíos fueron hacinados en un barrio de la ciudad. Las condiciones eran dantescas: los judíos eran torturados constantemente en unas condiciones inhumanas, y periódicamente cientos de ellos eran trasladados principalmente al campo de concentración de Treblinka, de donde ya no volvían. Irena decidió que debía hacer algo. Primero, logró que le concedieran a ella y a alguna colaboradora más pases para poder acceder al gueto. Y a partir de 1942 se unió al movimiento de resistencia Zegota (Consejo de Ayuda a los Judíos).

       Por su posición en el departamento de Bienestar, le resultaba más fácil acceder a los alimentos, medicinas y ropa de abrigo que distribuía en el gueto. Desafiando a los nazis, también se organizó para realizar la evacuación de los niños judíos. En primer lugar, tenía que encontrar familias polacas empáticas para que realizaran las adopciones, fingiendo que se trataban de sus propios hijos. Esta no era una tarea fácil, porque no había muchas familias dispuestas a arriesgar sus vidas por los judíos. Posteriormente tuvo que persuadir a las familias en el gueto para que renunciaran a sus hijos dándolos en adopción. Esta era la única manera de salvarles la vida. Las evacuaciones comenzaron en una ambulancia fingiendo que las criaturas eran víctimas de tifus. Los alemanes amedrentados por la posibilidad de contagiarse, no efectuaban algún registro en el vehículo. A veces tenía que usar grandes sacos de harina o bolsas de basura para sacarlos de allí sin ser descubiertos. Otras veces enterraba a los pequeños entre grandes montones de comida o huían por el edificio del Juzgado, las tuberías de alcantarillado u otros pasajes subterráneos secretos. Utilizando todos los medios que pudo trato de salvar a estas pequeñas víctimas de una muerte, que sin su ayuda era segura.  

Su amiga Eva trabajaba conjuntamente con los líderes de la comunidad judía, que le facilitaban la dirección de las familias necesitadas. “Imagínese, yo iba a las casas de esas personas que jamás me habían visto anteriormente para informarles que yo podría ayudarles a salvar a sus hijos”. Todo respondían de la misma manera: “¿Me pude garantizar que mi hijo o hija va a sobrevivir?” Obviamente no existía garantía alguna. “Ni siquiera yo misma estaba segura, si iba a salir con vida del gueto”, relataba Irena. Había padres suspicaces que rechazaron la oferta lanzada, aunque la insistencia de este “Ángel” le hacía volver al día siguiente con la esperanza que hubieran cambiado de opinión. Muchas viviendas sufrían incendios provocados por los Nazis, por el simple hecho de vivenciar con crueldad la muerte de los judíos en su interior.

Durante el traslado los pequeños sollozaban en la ambulancia al sufrir la separación de sus padres, abuelos y demás familiares. Para evitar que fueran descubiertos, llevaban en un su interior un perro guardián, que lo hacían ladrar cada vez que se acercaban a un control militar. Con ello conseguían amortiguar el sonido del llanto, despistando al soldado de la SS. Continua Irena relatando, “Nosotros no éramos los héroes. Los niños judíos eran los verdaderos héroes. Antes de marcharse, los padres les hacían repetir hasta mil veces su nuevo nombre. Además insistían que dijeran que eran polacos. Para sobrevivir, aprendieron a negar su nombre, su familia y sus padres. A través de unos amigos, Irena logra organizar que los niños se pudieran quedar el tiempo necesario en cuatros distintos centros asistenciales, con el fin de superar el trance que toda la situación les había producido”.

Entregados los niños, tocaba la falsificación de los documentos para cada uno de ello, alegando que habían sido bautizados como cristianos, ayudándole en esta labor la Iglesia Católica. Muchos de los niños fueron enviados a instituciones religiosas, donde Irena sabía que las monjas cuidarían bien de ellos. Fueron pocas las profesas que se negaron a ayudar a esta mujer decidida de salvar a los hijos de tantos padres judíos.  

Con el fin de mantener un registro de los niños que rescató, coloco los nombres judíos originales de los niños, junto con sus nombres cristianos falsos en frascos de cristal. También quedo recogido el hogar o el convento donde fueron enviados, utilizando para ello un código que solo ella sabía descifrar, permaneciendo a salvo la auténtica identidad de cada uno de ellos. Los diversos envases quedaron enterrados debajo de un árbol en el patio de un amigo, vecino de Irena. El motivo de realizar este gesto, estaba fundamentado en la esperanza de tener que volverlos a desenterrar, para que los niños recuperaran su auténtica identidad. A la finalización de la guerra, rescató los botes con toda la información relativa y la puso en manos del Dr. Adolfo Berman, primer presidente del Comité de Salvamento de los Judíos Sobrevivientes. Desafortunadamente, la mayoría de los padres habían muerto en los campos de exterminio.

Al percatarse los Nazis de su actividad ilegal, no dudaron en detenerla, torturarla y encarcelarla en la prisión de Pawlak, donde se le condenó a muerte. Le quebraron los pies y las piernas, pero nadie pudo quebrar su voluntad. Desde la cárcel logro enviar un mensaje codificado a la organización Zegota donde les reaseguraba, que los alemanes no se habían apropiado de la lista con los nombres. Lo único que le mantenía con vida en esa situación tan desalmada era una estampita deteriorada de Jesús Misericordioso con la leyenda: “Jesús, en vos confío”. La conservó consigo hasta el año 1979, momento en que se la obsequió al Papa Juan Pablo II. La sentencia a la que se le había condenado nunca se cumplió. Un soldado alemán se la llevó para un “interrogatorio adicional”. Al salir, le gritó en polaco “¡Corra!” Al día siguiente halló su nombre en la lista de los polacos ejecutados. Los miembros de Zegota habían logrado detener la ejecución sobornando a los alemanes. A raíz de ello, continuó trabajando con una identidad falsa, viviendo en la clandestinidad hasta la finalización de la guerra.

Los niños sólo conocían a Irena sólo por su nombre clave “Jolanta”. Pero años más tarde, cuando su foto salió en un periódico tras haber sido premiada por sus acciones humanitarias durante la guerra, un hombre la llamó por teléfono y le dijo: "Recuerdo su cara, usted es quien me sacó del gueto." Así comenzaron a llegar multitud de llamadas y reconocimientos. Estuvo durante años atada a una silla de ruedas por las torturas a las que fue sometida. Siempre que se le preguntaba sobre su labor humanitaria realizada, respondía lamentandose por no haber conseguido haber hecho más: “El lamento de no haber podido hacer más, me seguirá hasta el día en que me muera”.

En una entrevista realizada declaraba que “"sin duda soy la única persona aún con vida de ese grupo de rescate, pero quiero que todos sepan que, mientras yo estaba a cargo de la coordinación de nuestros esfuerzos, contábamos con veinte o veinticinco personas. No lo hice sola."  

En octubre de 1958, recibió la medalla de la Salud de mano del propio Ministro en Varsovia. En 1965 la organización Yad Vashem en Jerusalén le otorgó el título de Justa entre las Naciones y se la nombró ciudadana honoraria de Israel. En noviembre de 2003 el presidente de la República, Aleksander Kwasniewski, le otorgó la más alta distinción civil de Polonia: la Orden del Águila Blanca. En el año 2007 el gobierno de Polonia la designo como candidata para el premio Nobel de la Paz. La iniciativa fue tomada por el Presidente Lech Kaczynski, contando con el apoyo oficial del Estado de Israel y de la Organización de Supervivientes del Holocausto residentes en Israel. Las autoridades de Oświęcim formularon su apoyo a esta candidatura, ya que reconocieron que Irena Sendler era una de las últimas heroínas vivas de su generación, demostrando fuerza, convicción y un valor extraordinarios frente a un mal de una naturaleza extraordinaria. Lamentablemente no llego a recibir dicho galardón, destinándose el premio a Al Gore. Pero no puede existir un premio más grande, que prevalecer en el pensamiento y recuerdo de las personas que por su labor realizada, aun le rinden diversos homenajes.  
 

“No se plantan semillas de comida. Se plantan semillas de bondades. Traten de hacer un círculo de bondades, éstas las rodearan y las harán crecer más y más”. (Irena Sendler)

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