Marcha por la vida, segunda entrega

altBialistok: 50 kilómetros

El viaje en micro a la salida de Varsovia es una oportunidad para mirar esta tierra y buscar rastros del pasado. El camino es verde, bordeado de bosques -de esos en que la abuela decía pasear y juntar hongos.. ¿Cuándo se habrá convertido en carretera asfaltada? ¿Será el mismo camino que otros hacían tirando de una carreta?
Los carteles del camino anuncian ciudades extrañas; cada tanto, nos golpea un nombre que escuchamos de chicos, que leímos en un libro, o que recuerda al apellido de alguien más o menos cercano. Esos nombres propios dejan de ser códigos arbitrarios: son los nombres de gente concreta que probablemente  habría nacido allí y adoptado el nombre del lugar. Los imagino andando los mismos caminos, hablando de los mismos lugares. Lugares que les serían propios, porque en cada uno habría un pariente o un amigo, un rabino influyente o una tumba renombrada; nombres que se repetirían en las casas entre tazas de té, pronunciados en Idish, en una versión que no sería del todo la polaca, ni la alemana, ni la rusa, ni la de ninguno de quienes las renombraron para marcar que eran los poderosos de turno. Y, por eso mismo, a la vez que nombres propios –eran ajenos. Esos mismos nombres que llevaban adheridos a los suyos los verían como extraños y los vomitarían tarde o temprano, entre sentimientos de culpa, indiferencia y satisfacción.
   

Primavera.


En el hemisferio norte es primavera. Es primavera en Polonia. En la moderna Varsovia, en la bien preservada Cracovia. En el aeropuerto Chopin los vecinos reciben a sus viajeros con primorosos ramos de flores –o bouquets de golosinas que las semejen. En las plazas estallan los colores de de flores cuidadosamente ordenadas y cuidadas.
La tierra de Polonia es fértil: abundan los bosques, el pasto, las flores silvestres.
Es primavera en Ticochin, un shtetl que conserva recuerdos de la época en que la mayoría de su población era judía. Es primavera en los bosques que la rodean y que recuerdan a nuestro Sur.
Recorrerlos es placentero. Se escuchan pájaros y el aire es agradable y perfumado.
Por ese mismo hermoso camino fueron llevados durante tres días todos los judíos del shtetl. ¿Qué esperarían? ¿Creerían que podría haber alguna amenaza en medio de tanta belleza?
En el bosque hay unos pocos claros. Dicen que algunos soldados alemanes vomitaban al ver temblar la tierra. Porque debajo de ese mismo césped fueron enterrados en tandas de a cientos,  algunos muertos, otros agonizantes.
La tierra los devoró. El césped sigue siendo verde. Los pájaros siguen cantando. Lo único que interrumpe el paisaje bucólico son tres cercas, sin señalización oficial, que se agregaron muchos años después para demarcar las fosas comunas.
Es primavera en Majdanek, en Treblinka, en Auschwitz. Alrededor de las barracas, de los crematorios, crecen flores silvestres. Debieron crecer también en cada primavera mientras los campos estaban habitados, o mientras los transitaban hacia la muerte. ¿Alguno de los condenados quizás se habrá detenido a mirarlas, olerlas?
La vida es frágil: en poco tiempo, cientos o miles de seres humanos pasaban a ser una masa de huesos, piel y algo de carne; en segundos podían pasar a ser cenizas.
La vida es feroz: el verde y amarillo de pasto y flores no sienten respeto por los muertos. O quizás sí. Y de eso se trate: de vivir y asegurarse de que nuestros huesos, piel y carne sean más que eso, sean hombres.


Convivir con el testimonio.

Un judío como uno llega a Varsovia y siente recelo. Recuerda a los abuelos diciendo que no quieren hablar polaco. Sabe que éste fue el escenario del mayor genocidio de la Historia. Sospecha connivencias, colaboraciones o simpatías con los verdugos. Condena los silencios. Reclama más memoria. Espera que cada rincón sea un museo viviente que recuerde el horror, y siente encono por cada signo de normalidad en lo que, pretende, debería llevar por siempre la marca de lo intolerable. Se pregunta frente a cada persona “dónde habrá estado tu viejo cuando pasaba lo que pasaba.”.
Pasan las horas, y uno camina esas calles y se permite ponerse en el lugar de los otros, de los que vieron partir a los nuestros. Uno se prueba, hipotetiza. ¿Qué hubiese hecho yo si…? ¿Qué haría hoy si…? El ejercicio cuesta. Probamos de otra forma, buscamos las analogías del pasado que tenemos a mano, las –afortunadamente para nosotros- muy imperfectas analogías, porque aquí nunca se vivió nada semejante en alcance, intensidad ni propósitos.  ¿Cómo era vivir en un país sitiado y congelado, pasar todos los días –sin saber- frente a un centro de detención y tortura, escuchar de uno que ya no está y no se sabe por qué ni a dónde? ¿Cómo fue vivir durante el éxtasis de masas en el 78? ¿O con los vientos nacionalistas en el 82? ¿Qué hubiésemos hecho de haber sabido? ¿Enfrentar? O, más bien, ¿Negar? ¿Ignorar? ¿Justificar?  
No, no es lo mismo. Pero ayuda a imaginar. Y la imagen no es necesariamente grata.
Entonces volvemos a mirar qué ha quedado, cuánto de la anormalidad sigue perturbando las conciencias. Y no es tan poco como parecía a primera vista. Porque el ciudadano de a pie convive con la plaza de las deportaciones y un muro que grita nombres de pila judíos, uno por cada uno de los miles que así se llamaban cuando fueron llevados y dejados llevar a la muerte. Y se cruza con un monumento que recuerda a millones. Y con otro que marca el lugar donde lucharon y murieron los pocos que tomaron las armas. Porque hay vecinos que viven en la calle Mila, y eso es más que un nombre de cuatro letras. Porque aquí y allá hay carteles, paredes grabadas, placas, escritas con los caracteres del idioma de las víctimas, puestos por sus descendientes que reclaman (reclamamos) –con razón- el derecho a que donde ya no está la gente al menos esté algo de su identidad.
Voluntariamente o no, los varsovianos conviven en alguna medida con las púas del recuerdo. Pueden evitarlas, pero están siempre cerca.


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