Marcha por la vida, primera entrega.

Este año tuve la oportunidad de viajar a Polonia e Israel en el marco de Marcha por la Vida en un grupo de adultos organizado por Tarbut. El viaje es la primera parte de la experiencia; a la vuelta, se sigue procesando lo que se vio, olió, imaginó y pensó. Me gustaría compartir con Uds. algunas de las impresiones que voy escribiendo y, por supuesto, motivar a que quienes quieran sumar las suyas lo hagan.  (Para los que no conocen el programa: se trata un plan de dos semanas, una en Polonia y otra en Israel, para las fechas de Iom Hashoá y Iom Haatzmaut. El nombre del programa deriva del evento central en Aushwitz-Birkenau en que, para Iom Hashoá se marcha por el mismo camino que unía ambos campos, que en su momento era el camino hacia la muerte y hoy se lo resignifica como una afirmación de vida y continuidad).

José Chelquer.

Varsovia – primer contacto

El primer contacto con Varsovia es sorprendente. Esperaba un escenario frío, gris, triste, pobre, una ciudad que lucha por integrarse a Europa occidental desde su situación de retraso. Nos recibieron radiantes días de primavera, una ciudad verde y moderna, espacios públicos amplios y gratos, transportes públicos de calidad, paredes y veredas limpios, gente de buen talante. La arquitectura socialista, con sus edificios de líneas sobrias y monocordes, no dejan de recordar a los monoblocks israelíes de la misma época: sencillos pero correctos, con jardines en el frente, aire y luz alrededor. Los inevitables resquemores para con uno de los escenarios –físicos y humanos- del horror tienen que luchar con la sensación de bienestar, con la evidencia de calles, estaciones, trenes, rutas y caminos en los que no se advierten las señales de miseria y deterioro a que nos hemos acostumbrado.

Más adelante, recorriendo la ciudad en busca de las casi inexistentes marcas de lo que fuera el gueto judío, volvería esta misma sensación –ahora con una nueva dimensión. La imaginación y el recuerdo documental ocupan el lugar de lo que no se ve, y entonces las viejas fotos y los relatos familiares adquieren otra dimensión: una ciudad que ya entonces era relativamente moderna, seccionada y transformada sólo gradualmente en dos: una, crecientemente hacinada, donde la gente moría en las calles, y otra que seguía perteneciendo al sXX.


El gueto no está. Y no obstante se hace dolorosamente imaginable, porque debe haber comenzado así, en un rincón indiferenciado de esa urbe. Como sus habitantes. ¿Durante cuánto tiempo habrán pugnado por seguir vistiéndose como cuando tomaban un café en las grandes avenidas? ¿Habrán soñado hasta el final con que su nueva realidad era una pesadilla pasajera? ¿Esperarían volver a tender una mesa con mantel escuchando a la niña de la casa tocar el piano?

El gueto no está. Cuando fue creado, no hizo falta convocar a arquitectos del espanto para diseñarlo a medida: creció insensiblemente desde la normalidad cotidiana. ¿Podemos realmente imaginarlo? ¿Podemos creer que algún grupo de manzanas, orgullosas o no tanto, habitadas por judíos y no judíos en nuestra propia ciudad, podría recortarse del resto para empezar un viaje progresivo hacia la desaparición?
Como en las buenas películas de terror, no se nos asusta con monstruos: la amenaza es más fuerte cuando se la sospecha en medio de la tranquilidad.

La Varsovia judía.


Para mediados del sXX los judíos eran una fracción significativa de la población polaca (probablemente cercana al 10%). En las grandes ciudades, como Varsovia, esa proporción era significativamente mayor: quizás uno de cada cuatro habitantes fuera judío. Cuesta imaginarlo. Si Nueva York tiene una inconfundible marca de identidad aportada por los judíos sin recurrir a semejantes cifras, ¿cómo sería la capital polaca de preguerra? ¿qué tensiones habrá generado el crecimiento proporcionalmente enorme de esta comunidad en los dos siglos precedentes?
La Varsovia de posguerra nació amputada, y del muñón creció otra, “judenrein”.

Marcha por la Vida trae a la ciudad una pequeña y temporaria invasión judía. Las calles del centro rebosan de jóvenes de cabellos más oscuros que lo habitual, más ruidosos que lo habitual, de gente con kipá, de extraños descendientes de viejos vecinos. Los polacos parecen vivirlo con ambivalencia. Se esfuerzan por hacer saber que fueron víctimas –si no tanto, al menos también, y a la vez se los nota recelosos. Se trata de visitas incómodas, que recuerdan una mala época, que parecen esgrimir un acta acusatoria.

Polonia, como otros lugares de Europa, revive su pasado judío –ahora que los judíos prácticamente no están. Hay festivales de música Klezmer y de teatro Iddisch, con actores y músicos no judíos. Algo así como el coqueteo  de nuestra propia sociedad, descendiente de la conquista y la colonización, con el –derrotado- pasado indígena. Un coqueteo, en general, bienintencionado, que también rinde a la hora de vender turismo. Las mesas de souvenirs abundan en muñecos de judíos jasídicos junto a los de campesinas polacas. Los hay que sostienen un violín, otros una Torá, y otros tienen en el pecho o en los brazos una gran moneda dorada… Cada cual sabrá interpretarlo.

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