Sin independencia política

El balance del Estado de Israel, al festejar el 63 aniversario de su Independencia, puede llamar a engaño.
Por una parte, un desarrollo tecnológico y económico impensado hasta hace solamente pocos años. Junto a ello, una supremacía militar absoluta en la región, que lleva a sus enemigos directos a abandonar la propia idea de una confrontación bélica.

Un considerable aumento del nivel de vida de la población al que ni la construcción acelerada ni el constante flujo de bienes de consumo logran dar abasto, y en breve, independencia energética.
Todos estos logros bastarían para poder sentarse tranquilos a festejar la fecha y preocuparse sólo de las increíbles cantidades de carne que el pueblo de Israel devora en este día.

Pero una fugaz mirada alrededor basta para alterar el idilio: por vez primera Israel se encuentra sin un solo aliado en la región (aunque más no fueran alianzas tácticas). Las maniobras políticas de la Autoridad Palestina, aquella a que era tan fácil despreciar diciendo que controla solamente y a duras penas su edificio central en Ramallah, sorprenden y descolocan al gobierno israelí, quien no encuentra eco alguno a su visión en el liderazgo mundial (perdón, a excepción de Berlusconi) y se ve forzado a recurrir al discurso apocalíptico hacia la opinión pública interna.

Israel tenía todas las condiciones a su favor para propulsar un acuerdo regional diseñado según sus intereses: los palestinos divididos y enfrentados entre ellos, hartos del precio social y económico que una fútil confrontación militar con Israel les ha causado; países árabes ocupados de las demandas internas de sus poblaciones y cada vez menos interesados en la cuestión palestina; una amenaza externa concreta (el fundamentalismo islámico) que lleva a dichos países a preferir incluso la cooperación abierta con Israel: una falta de alternativa geopolítica al peso de los Estados Unidos y Europa en la región, ambos abiertamente aliados con Israel; la mencionada supremacía económica y militar…

Ariel Sharón, viejo zorro sin escrúpulos pero con una gran percepción, fue el último líder israelí en intentar aprovechar la conjunción favorable para promover su concepción política regional. Frustrado por la enfermedad, fue sucedido por Ehud Olmert, a quien la falta de experiencia y principalmente la corrupción personal obligaron a dejar el poder sin logros en esta materia.

Benjamín Netanyahu logró formar una coalición de gobierno basada en los temores de aquellos a los que el avance político amenazaba convertir en irrelevantes (la extrema derecha nacionalista) y las frustraciones de quienes el desigual desarrollo económico dejaba atrás (especialmente los sectores religiosos ortodoxos y parte del electorado tradicionalista sefardita). En tiempos en los que era preciso un liderazgo estadista audaz, la política israelí se resumió en “no hacer, no proponer”.

Si la apuesta fue que los vientos de cambio serían pasajeros y la táctica adecuada sería resistir presiones, prometer consignas vacuas y principalmente no hacer, hasta que la realidad volviera al cauce conocido de “Buenos vs. Malos”, el resultado ha sido desastroso.

El Medio Oriente dominado por dictadores aceptados por Occidente a cambio de tranquilidad política interna, libre flujo de petróleo y hostilidad a Israel limitada a lo verbal, está cambiando ante nuestros ojos. La actitud frente a Israel de las alternativas emergentes se torna en una consideración menor cuando Europa y los Estados Unidos buscan formar nuevas alianzas, y fortalecer la “primavera árabe” frente a la alternativa del radicalismo islámico.

Los palestinos, que estaban dispuestos a aceptar un (desde su punto de vista) mal acuerdo con Israel a cambio de la independencia política y el apoyo a una incipiente economía ven con no poca sorpresa que la carta de presión que intentaban enarbolar frente a Israel (la independencia unilateral reconocida por las Naciones Unidas) se torna en una alternativa real y próxima.

El cercano reconocimiento internacional a una Palestina independiente en las fronteras de 1967 encuentra al gobierno israelí sin capacidad de maniobra política. Un Estado Palestino impuesto es malo para Israel, y malo para la región, ya que no se basa en un acuerdo del cese del conflicto histórico y el reconocimiento mutuo. En estas condiciones, efectivamente dicha Palestina será esencialmente una base de partida para concretar el sueño de la “Gran Palestina”, desde el Jordán hasta el mar, o en otras palabras, en lugar de Israel y no junto a ella.

Si tan claro es este panorama para el gobierno israelí, cabe preguntarse cómo es que lleva inexorablemente al país a semejante encrucijada.
La historia bíblica nos proporciona una explicación preocupante: la pérdida de la independencia judía se produce cuando los fanáticos toman el poder.

Una visión más moderna, no necesariamente contradictoria, nos muestra los límites de la fuerza: aún un gigante falto de espacio de maniobra, no podrá emplear su fuerza. La intransigencia de los paladines de la “Gran Israel” nos ha llevado a la pérdida de todaa capacidad de maniobra, o sea ala pérdida de la independencia política en la práctica.

Forzando un poco más la imagen del gigante bíblico, podemos recordar a Sansón encadenado. Su postrer uso de fuerza lleva a destruir a sus enemigos a costa de sí mismo. Israel puede, físicamente, hacer uso de su fuerza y anexar los territorios palestinos e imponer su control sobre ellos, pero a precio de la pérdida de su carácter judío y democrático.

Desde el punto de vista de los principios enunciados en la Declaratoria de Independencia que hoy festejamos, un acto así significará la pérdida de lo que buscaba el pueblo judío plasmar en su hogar nacional.

Queda esperar que Benjamín Netanyahu comprenda que no puede seguir rehuyendo su responsabilidad como líder nacional y proponga un curso de acción que conduzca a un real acuerdo regional, aún al precio de un doloroso enfrentamiento interno.

La alternativa parece mucho peor.

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