El sacrificio y la Torá

altEl tercer libro de la Torá, Levítico, es el libro de la ley y el sacrificio, del tabernáculo y los sacerdotes; es decir, de algunas cosas e instituciones que han dejado de existir. Sin embargo,  más que una reliquia de tiempos extinguidos resulta una clave imprescindible para entender cómo se configura el sujeto de la historia, con las nociones que ello implica: culpa, responsabilidad, justicia. Al igual que la tragedia, es necesario leer estos textos no en busca de la anécdota, sino de la estructura que allí se funda y de la que somos herederos.

Es significativo señalar que la legislación sobre los sacrificios ocupa cerca del sesenta por ciento de la totalidad del Pentateuco. Si bien su formulación canónica se encuentra en el libro de Levítico, claramente debido –según la crítica bíblica- a la fuente P (sacerdotal), hay fragmentos que provienen de esa fuente –supuestamente post-exílica- dispersos por todo el resto de la Torá, amén de innúmeras alusiones, explícitas o solapadas, en los relatos míticos del Génesis (ejemplarmente, a partir de Caín y Abel). Así, si la Torá es la Ley, la ley contiene al sacrificio: lo enmarca, lo explicita, lo regula. Casi podríamos decir que la ley consiste en eso, básicamente; que el sacrificio es la materia de la ley, su tema privilegiado . De hecho, cuando el texto expone las normativas al respecto, la expresión que utiliza es “Torat olá”, la “ley del holocausto”. La Torá es el único documento escrito en Occidente que especifica la normativa sacrificial de un pueblo antiguo. La otra gran cultura escrita que conforma el mundo occidental, Grecia, da testimonio de sus costumbres sacrificiales en textos narrativos –épicos o trágicos, fundamentalmente- y en obras pictóricas o escultóricas, testimonios de los que se deben deducir, reconstruir y sistematizar las reglas, pero no en escritos específicamente legales y/o “religiosos”.

Las alusiones al sacrificio en la Biblia hebrea no se limitan al Pentateuco sino que aparecen múltiples veces en el resto de los textos del canon, especialmente los Profetas, pero ocasionalmente, para ser rechazado como forma de servicio a Dios. No solo en el ya citado pasaje de Oseas sino también en Jeremías: “He aquí que traeré el mal sobre este pueblo, o sea el fruto de sus pensamientos, porque no han escuchado Mis palabras y han rechazado Mis enseñanzas; ¿De qué me sirve el incienso que proviene de Sabá y la caña dulce de países lejanos? Vuestros holocaustos no Me son aceptos, y vuestros sacrificios no me satisfacen” (Jer. VI, 19-20) y “Porque Yo no hablé a vuestros padres, ni les ordené en el día que los saqué de Egipto, con respecto a ofrendas y sacrificios, sino que esto les ordené, diciendo: Escuchad Mi voz, Yo seré vuestro Dios, y seréis Mi pueblo, y andad en todo el camino que Yo os ordeno para que todo os vaya bien” (Jer. VII, 22-23), así como pasajes por el estilo en Zacarías, Miqueas y otros#. Habría que analizar qué relación tienen esas dos formas de hablar del sacrificio: si la de los profetas es, tal como parece en una primera lectura, una posición contraria o si más bien, a lo que se opone es al sacrificio como ritual pagano o con otras connotaciones negativas específicas. Si se analizan estas expresiones en conjunto y en los debidos contextos, descubriremos que lo que se rechaza no es el sacrificio, sino éste separado de la acción ética y legal (“han rechazado Mis enseñanzas...”) que, aunque siempre fue esencial, adquiere cada vez más presencia en la prédica profética. En primer lugar, sin duda y al menos en un aspecto, este cambio de perspectiva y valoración con respecto al sacrificio, que se produce al fin de la época del 2º Templo y de la función sacerdotal, se corresponde con el turning point de la antigüedad tardía que algunos pensadores han llamado “la era axial”. Es un momento crucial de la historia, en que comienzan a surgir simultáneamente en varias culturas movimientos “espirituales” que ponen más el énfasis en la salvación individual y en los aspectos interiores del sujeto que en las acciones públicas.

Pero hagamos foco por ahora en el libro de Levítico, tercer (y por lo tanto central, en posición de bisagra) tomo del Pentateuco que dedica casi la totalidad de su extensión a la regulación ritual, las funciones sacerdotales, la definición y tipificación de los sacrificios y a su correcta realización, así como a sus empleos específicos. Generalmente dejado de lado por lo monótono de su construcción –casi no hay narrativa en este libro: volveremos sobre este punto más adelante-, ofrece sin embargo a la mirada atenta un material de extremo interés que puede revelarnos mucho acerca de qué significaba el sacrificio en el antiguo Israel y su función dentro del brit (pacto, alianza), de qué modo tales prácticas se enlazan con la concepción monoteísta naciente y qué función cumple el sacrificio en el universo mental de los hebreos. Nuestro interés en estas páginas consiste en rastrear la relación entre sacrificio y ley en este contexto específico, donde sin duda tiene un carácter peculiar y determinante. Ante todo, es preciso recordar que el nombre del libro en hebreo es Vaikrá, “llamó”, ya que el tomo comienza con el llamado de Dios a Moisés al tabernáculo –especie de templo portátil cuya construcción se relata en los últimos capítulos de Éxodo- a fin de que el líder reciba las instrucciones sobre los sacrificios#. De modo que en la perspectiva del texto, es Dios mismo quien solicita la práctica sacrificial, ordenándola y estipulando cuidadosamente sus formas y modalidades. Si, siguiendo nuestra hipótesis, el Dios bíblico no es sino Ley, resulta de ahí que el sacrificio es parte integrante de la ley (o una de sus formas), una ley que convoca y ordena. A la vez, el hecho de que YHVH “llame” desde el tabernáculo es prueba, para algunos comentadores#, de que en realidad su aparición en el campamento hebreo es ocasional y de ninguna manera se trata de una presencia constante. Es, dicen, un Dios que se ha ausentado, exiliado#. Esta idea, de una suerte de “presencia ausente” o inaprehensible, nos permite intuir algo de la estructura de la ley y su enigmática relación con el sacrificio en el contexto bíblico#.

Señalemos brevemente ciertas precisiones: a) los sacrificios en la Torá son de dos tipos: voluntarios y obligatorios. Los primeros son los que cualquier israelita puede presentar por un interés particular: para expiar por una falta cometida sin intención, por agradecimiento, u otros fines. Los segundos son los que forman parte del ciclo ritual establecido, incluyendo el servicio diario y el de las fiestas (lo que los etnólogos llaman “calendrical rituals”); b) en la gran mayoría de los casos de sacrificios, el verbo que se usa es kapper (expiar), de donde viene Kippur, que da nombre al día más solemne del año en el calendario hebreo; c) muchos sacrificios tienen que ver con la purificación: en primer lugar, es preciso el estado de pureza ritual para poder acercar la ofrenda al tabernáculo, lo cual implica que la purificación es previa al sacrificio y su condición necesaria; pero además, hay sacrificios cuya función explícita es purificar después de un contacto o acto generador de impureza. Por otra parte, sea cual fuere el objetivo y función de un tipo de sacrificio específico (culpa, pacificación, etc.), un efecto –sea primario o secundario- del ritual es la purificación. (Los conceptos de pureza e impureza en este contexto no tienen significación moral, se trata de definiciones rituales); d) en todos los casos de sacrificio animal, el sacrificador debe apoyar (o presionar) sus manos sobre la bestia antes de que ésta sea colocada en el altar, gesto que se entiende generalmente como una transferencia de la falta a la víctima, para que la falta (y la culpa concomitante) se elimine –se haga humo, literalmente- junto con la carne que se quema (o, en el caso del chivo enviado a Azazel, se vaya al desierto: Lev. XVI, 8-10); e) las faltas expiables mediante el sacrificio no incluyen los pecados de asesinato, incesto e idolatría, consideradas por la teología bíblica las tres mayores transgresiones y, por ende, sólo punibles con la muerte del transgresor.

El cap. XIX de Levítico resulta crucial, ya que ofrece la curiosidad de parecer una interpolación entre dos capítulos que parecerían tener continuidad, tanto por sus temáticas como por su estilo redaccional, continuidad que este capítulo rompe. El cap. XVIII estipula la prohibición de incesto, y el XX comienza con la prohibición de idolatría y retoma la del incesto. En el medio, el XIX introduce una retórica diferente y una composición que parece remedar la del Decálogo, en el cap. XX de Éxodo. Es como si los Diez Mandamientos hicieran de eje a la regulación de los sacrificios, estableciendo así –en forma de bisagra-  una férrea ligazón entre los aspectos ético y ritual de la Torá y mostrando que no son más que dos presentaciones de lo mismo#. Ante todo, como señalan Mary Douglas y Alfred Marx entre otros, la composición de Lev. XIX es similar a la de Ex. XX pero “invirtiendo la secuencia”#: Lev. XIX comienza donde Ex. XX termina (prohibición de idolatría), y termina como aquél empieza (“Yo Dios, que te saqué de la tierra de Egipto”). Estas dos claves que enmarcan el capítulo de Levítico  son sin duda modos de enlazar ambos textos, es decir, de referir el texto de Levítico al Decálogo, mostrando su íntima conexión. Pero a la vez, si este capítulo ocupa en Levítico un lugar central –según Douglas, es el núcleo de la estructura circular de todo el libro (LL, pág. 245 y ss.) -, resulta obvio que toda la normativa sacrificial debe referirse a este núcleo y no puede leerse sin él. Ahora bien: si recordamos que los Diez Mandamientos no hacen ninguna mención a los sacrificios, es preciso analizar el modo en que estas dos temáticas –Decálogo y sacrificio- se articulan aquí. Esquemáticamente, el capítulo que nos ocupa está organizado de la siguiente manera: vv 1-4: introducción, sintética alusión a los Diez Mandamientos; 5-8: indicaciones para sacrificio de ofrenda pacífica o de comunión (comida compartida); 9-10: instrucciones de dejar los costados del campo sin cosechar, para que de ahí se alimenten “el pobre y el forastero”; 11-18: normas de conducta ética, que nuevamente remiten a Éxodo XX, más la orden de “procederás con estricta justicia”; 19: prohibición de mezclar (tejidos, semillas); 20: prohibición de yacer con sierva comprometida con otro; 21-22: indicaciones para el sacrificio de culpa, en caso de haber transgredido el precepto anterior; 23-25: prohibición de comer los frutos de los árboles que se planten al entrar a la tierra de Canaán hasta el quinto año; 26-32: prohibiciones varias (comer carne con sangre, sajarse o tatuarse, cortar los contornos de la barba, practicar magia o adivinación) y orden de respetar a los ancianos; 33-34: el cuidado al extranjero, incluyendo el “amarlo como a ti mismo, porque extranjero fuiste”, seguido de vv. 35-36, nuevamente instrucciones sobre la justicia (lo cual da la idea exacta de qué significa “amar al prójimo”) y cierre del marco referido a Ex. XX (“Yo YHVH que los libró de la tierra de Egipto”), finalizando en v. 37 con la insistencia en observar las leyes y los estatutos dados por YHVH. Lo enigmático de este texto ha generado innúmeras interpretaciones por parte de académicos de las más diversas disciplinas: los varios abordajes que antropólogos, sociólogos, historiadores de la religión, psicólogos, amén de por supuesto biblistas y teólogos han realizado dan cuenta del interés que suscita y de las múltiples implicancias que tiene para comprender algo esencial de la cultura occidental.

A primera vista, el material que conforma el capítulo es extremadamente heterogéneo, como si fuera una mezcla azarosa y arbitraria de cuestiones que nada tienen que ver entre sí. Sin embargo un examen más atento revelará las conexiones, finos hilos que enlazan de múltiples maneras los temas y que, cruzándose, dibujan una trama de compleja y elaborada concepción. Ante todo será necesario poner en duda que, para los actores de la época –los autores del texto y sus destinatarios-, el conjunto se presente como heterogéneo: ésta podría ser una apreciación de nuestra era, y aplicarla a textos antiguos es incurrir en anacronismo. De hecho, para una comunidad de hace casi tres mil años, lo social, lo político, lo económico y lo religioso no constituían ámbitos separados. El ritual organizaba las diversas facetas de la proveyendo y fijando pautas de comprensibilidad para las actividades, relaciones y creencias. Pero lo que más nos interesa aquí es el vínculo que parece establecerse aquí entre ritual sacrificial y justicia, ambas cuestiones que puntúan con insistencia el desarrollo del texto. ¿Cómo compatibilizar la mención de “No cometerás inequidad en tus juicios; balanzas correctas, pesos justos ...habéis de tener” vv 35-36, con “No deshonrarás a tu hija haciéndola prostituirse” v 29,  “Guardaréis Mis sábados y respetaréis Mi santuario”, v 30, “Delante de las canas te levantarás y honrarás el rostro del anciano”, v32, “No oprimirás a tu prójimo ni le robarás, no retendrás el salario del asalariado hasta el día siguiente, no te mofarás del sordo no pondrás obstáculo en el camino del ciego” vv 13-14, “No harás acepción de personas en el juicio ni favoreciendo al pobre ni complaciendo al poderoso”, v15, y todos los otros preceptos que aquí figuran, con las precisiones referidas al altar sacrificial? ¿Qué relación guardan estos detallados versículos -que parecen estar sintetizados en el v. 18 con el célebre “amarás a tu prójimo como o a ti mismo”-  con las instrucciones (para quien ha cometido una falta) de “Y traerá el sacrificio de culpa, un carnero, a la entrada del tabernáculo, y el sacerdote hará expiación por él con el carnero ante YHVH por el pecado cometido, que entonces será perdonado” vv 21-22?  Como se ve, no es entonces que la justicia reemplaza al sacrificio sino, más bien, que ambas modalidades se imbrican, se complementan y constituyen distintas expresiones de lo mismo. Porque, tanto la normativa sacrificial como las instrucciones para realizar los juicios tienen como base el mismo principio: no abusar del poder, no traspasar el límite del derecho y la dignidad del otro, no apropiarse de (lo del) otro, sea la mujer o la tierra, la honra o la vida, el nombre o la santidad. Daría la impresión, en este contexto, de que Dios es la figura del Otro por excelencia y la orden de no profanar su nombre (“No juraréis en falso invocando Mi nombre”, v 12, en paralelo con “No difamarás al prójimo”, v16), su santuario o su shabat opera de modelo de la relación que se debe guardar con el otro humano  (Lévinas, HO). La prohibición de idolatría y de adivinación estaría reafirmando la santidad de este Otro, su unicidad y singularidad situándolo como Tercero, además de establecer los límites al conocimiento y al poder humanos marcando el carácter incompleto y temporal del hombre, al modo de esa Referencia absoluta que, según Legendre, “separa al hombre de sí mismo” y lo instituye como sujeto. “El sistema institucional, mantenido por la imagen fundadora, tiene por función transmitir la Razón, inscribir la reproducción humana en su relación con la causalidad, y perpetuar la prohibición... a través de las generaciones” (Legendre, El crimen del Cabo Lortie, pág. 44). Ahora bien, los versículos referidos al sacrificio sostienen que mediante la ofrenda animal “el pecado será perdonado”, lo cual parecería responder a un pensamiento mágico que estaría contradiciendo la idea de justicia que hilvana todo el capítulo. Esta aparente contradicción nos servirá de clave para comprender qué significa el sacrificio en la especificidad del texto bíblico.

5. Semejanzas y diferencias

5.1. Como muestra Marie-Zoe Petropoulou en un apartado cuyo título es “Cómo el carácter del servicio sacrificial judío difiere del servicio sacrificial griego” (cap. 3), “quienquiera que esté acostumbrado a estudiar y hablar sobre el paganismo griego, tiene grandes dificultades en acomodar su modo de pensar al código religioso judío... Aunque en ambas religiones el sacrificio animal era el acto cúltico central, el contexto de la acción sacrificial en la corriente principal del judaísmo tenía un carácter particular, en nada similar al del contexto griego. (...) El sacrificio judío solo podía tener lugar en el Templo de Jerusalén. Esto no nos deja mucho margen para admitir variedad en la práctica sacrificial” # . Por otra parte, “todos los sacrificios descriptos en el Pentateuco eran hechos al Dios único de Israel. Los sacrificios a cualquier otro receptor eran idólatras y, por tanto, debían ser condenados. Todas las ocasiones en que un sacrificio debía ser ofrecido están ordenados en los libros de Levítico, Números y Deuteronomio” (id, pág. 118). “El único grupo responsable por la ofrenda pública de sacrificios era el del sacerdocio hereditario en el Templo” (pág. 119). Es de notar que, como vimos,  antes de la construcción del Templo, es decir en el período previo a la entrada a la tierra de Canaán, el lugar del sacrificio era el tabernáculo, donde éste cumplía la misma función que luego cumpliría aquél: lugar santo que simboliza la presencia# de YHVH en el seno del pueblo. Y, dado que YHVH es el dios único, su lugar es único y su ley también. Podríamos sugerir: el monoteísmo es un mononomismo; como lo es la ética para Kant, ya que “la única ley de la voluntad es el imperativo categórico”. Única ley, claro, siempre que entendamos “ley” en su sentido de pura forma, es decir, “La” ley vacía que posibilita la emergencia de leyes (¿El Padre mítico, en cuyo nombre advienen los padres?). Así, siguiendo a Petropoulou, el ritual sacrificial conlleva la misma característica de unicidad que toda la religión de Israel, lo cual implica que su normativa es explícita –no hay leyes ágrafas-, estricta y articulada con los otros ámbitos de la vida comunitaria, ya que la ley –en sus normativas ética, social, política, económica, agrícola, cúltica- emana de una sola autoridad y tiene como finalidad la preservación del grupo al amparo de esa ley y de ese Dios. Como diría Spinoza, la unicidad de la causa (el Dios de los primeros párrafos de su Ética#) convierte a todos sus múltiples efectos en “modos que expresan la esencia” de esa causa. De manera que, podríamos sugerir, los sacrificios son formas de “actuar” la honra a ese Dios, de poner en escena la reverencia y el reconocimiento hacia la fuente de la que emana no solo la vida (en un sentido biológico, como en los análisis de Burkert) sino fundamentalmente en un sentido político: la vida de la comunidad que solo estará asegurada si se respeta la meticulosa normativa que regula las relaciones hacia el interior y el exterior del grupo. El sacrificio pues no solo no está separado de esa vida, sino que la reafirma y la sintetiza mediante la puesta en práctica de las separaciones (leavdil, separar, verbo que se utiliza frecuentemente), las jerarquías, las distinciones temporales y espaciales –que dividen lo santo y lo profano, como modelo de toda distinción-, la alteridad y la proximidad, lo apropiado y lo abominable. El sacrificio se convierte en un sistema simbólico que resume y expone, analógicamente, la estructura de la sociedad. Si el transgresor de una prohibición debe llevar al tabernáculo una ofrenda de envergadura, es este acto de reconocimiento de la falta con su consecuente oblación lo que contribuye a la expiación y no, como podría leerse en una interpretación ingenua, la impostura de manos por parte del sacerdote. El pecador ha sido expuesto ante el pueblo y ha sido obligado a pagar públicamente: ésta es la estructura básica de la justicia, la institución de un tercero (sacerdote o juez) que medie objetivamente, a fin de impedir la venganza. Si la venganza es privada, la justicia es pública. Si la venganza es entre dos, la justicia demanda tres. Analizando el problema del perdón, Lévinas dice: “si un hombre comete para con otro hombre una falta, Dios no interviene. ¡Es preciso que entre hombres haga justicia un tribunal terrenal! Hacen falta aún más elementos que la mera reconciliación entre el ofensor y el ofendido: hacen falta la justicia y el juez. Y la sanción. El drama del perdón no implica solo a dos personajes, sino a tres” (Lévinas, CLT, pág. 36). Íntima relación entre perdón y justicia.  Si la venganza tiende al exceso, la justicia tiene medida (“medidas justas, pesos justos...”)#. Si la venganza es oculta, la justicia requiere testigos#. Esta compleja construcción jurídica tiene tal vez sus versiones primeras y fundantes en las escenas sacrificiales bíblicas que aquí citamos, tanto como en la tragedia.

Es este peculiar carácter del sacrificio en el contexto de la cultura hebrea lo que lo constituye como caso ejemplar para mostrar uno de los aspectos de la relación que nos interesa. En este caso, en efecto, la “Torat korbanot” o “Torat olá” (ley de los sacrificios) es parte de la Torá (Ley) total, una de sus especificaciones. Por eso no sorprende que el cap. V de Levítico, luego de extensas y detalladas instrucciones acerca de los sacrificios y sus requisitos, finalice con “Y le dijo YHVH a Moisés: si un alma pecare contra YHVH negando a su prójimo lo depositado o lo confiado en su mano, o robándole o perjudicándolo en algo; o hallare cosa perdida y lo negare, o jurare en falso respecto de las iniquidades en que incurrió, asumirá su culpa devolviendo lo robado, indemnizando por los perjuicios ocasionados, restituyendo lo que le fue confiado o devolviendo el objeto encontrado, o desdiciéndose de lo jurado en vano, y pagará al perjudicado su capital afectado agregándole un quinto. A quien le perteneciere se le dará – la reparación- el día de la ofrenda por el pecado cometido. Y para el sacrificio de culpa traerá a YHVH un carnero sin defectos con su valuación, al sacerdote. Y el sacerdote hará expiación por él ante YHVH”, vv. 20-26 (Destacado: D.S.). Es decir, ningún pensamiento mágico: el transgresor debe pagar al perjudicado, reparar su falta concreta, y el gesto sacerdotal rubricará –como sentencia judicial- que el diferendo ha sido resuelto. Queda a la vista entonces la unidad de la ley, donde sacrificio y justicia son operaciones conjuntas ya que, en este contexto, el sacrificio está al servicio de la ley.

Mencioné antes que el extenso “reglamento de los sacrificios” que es Levítico está escandido por solo dos breves pasajes de narración: el primero, en el cap. X, cuando los hijos de Aarón son fulminados como castigo por haber encendido en el altar un “fuego extraño”; el segundo, en el cap. XXIV, cuando un hombre profana el nombre divino y es castigado con la muerte. De modo que, lejos de “interrumpir” la secuencia de leyes,   los brevísimos fragmentos narrativos la afirman mediante la dramatización de lo que sucede cuando la ley es ignorada. La asombrosa articulación de narrativa y ley, en este caso, no es sino una ilustración de la relación entre transgresión y prohibición. En suma, la descripción detallada y reglamentada del ritual sacrificial parecería ser el modo en que la ley se actualiza, establece límites y acota culpas, responsabilidades y penas. O sea, lo que el derecho hace en toda sociedad.


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