“Hermosos perdedores”, la derrota de lo imposible y la balada del ser

Cuando un baladista de renombre internacional, intimo y popular, cuando un poeta mayor como Leonard Cohen, se aventura en el camino de la ficción, surge la duda de si el resultado no se relacionará con una atendible pieza densa, de prosa con marcada tendencia a la inflexión poética pero sin la agilidad y el ritmo imprescindibles en la articulación y el desarrollo de una estructura ficcional.

Cohen demuestra que una vez más  la derrota de lo imposible está al alcance de las manos. La tradición de la cultura judía, no en el aspecto histórico anecdótico sino en el esencial de una inteligencia creadora única que se dispone a erigir, en el ámbito de la hagiografía cristiana, una historia ejemplar más allá de su ámbito primigenio,  se une al gesto libérrimo de un artista de la palabra para construir dos novelas que la crítica ha relacionado, indirectamente, con el referencial y fundacional Salinger.

“El juego favorito” y “Hermosos perdedores” han sido recientemente publicados y distribuidos por Edhasa en estupendas tradiciones al español que permiten disfrutar la sutileza, la elegancia, la precisión de un poeta y cantautor mayúsculo, vertidas ahora en una prosa cuidada y transparente, lúcida y sustancial.
Cohen es canadiense de nacimiento  e intransferiblemente americano al mismo tiempo que es profundamente judío y universal.

“El juego favorito” es la novela de aprendizaje de un joven escritor, pero también constituye indirectamente  un manual de sensibilidad estética sustentado en una historia atrapante por lo extraña  y sutil, por la delicadeza con que se despliegan sus escenas en una prosa sencilla e intensa.

El estilo  de Cohen es visual sin descuidar lo sonoro y la cadencia conceptual. Como en sus célebres libros de poesía (publicados en traducción al español por la editorial Visor),  la construcción de Cohen es una oda a la creación, una celebración de la existencia que puede denominarse como una ineludible  “balada del ser”. Del ser humano en trance de abatimiento pero, por encima de todo, en trance de superación de la adversidad.
La acción es narrada por una primera persona con la que el lector logra empatizar de inmediato, un narrador que emplea la sencillez con la certeza de saber a dónde va. No hay trucos ni golpes bajos, y se interna en los albores de la historia canadiense con la seguridad de la investigación minuciosa al servicio del disfrute de la trama.

Lo insólito es que el punto de pivote elegido por Cohen para hacer girar –y avanzar- esta novela que ya es un clásico absoluto, es Catherine Tekakiwtha (1656-1680),  una virgen iroquesa canadiense, canonizada por la Iglesia Católica Romana de Quebec.
Elegir este personaje sitúa a la novela en un marco histórico concreto pero a la vez logra universalizar con un ícono colorido el padecimiento y las tribulaciones que Cohen comprende con profundidad precisa en el alma judía. Emplea el método de visitar una anécdota histórica reconocible para reconstruir una historia entrañable y universalizar las enseñanzas no del padecimiento, sino de la sabiduría que es dable encontrar, en ocasiones, más allá del avatar del padecimiento.

Cohen rescata al personaje de la parafernalia institucional católica y lo eleva a la dimensión humana de un ser en la aventura de superar su circunstancia, de ir más allá de  las circunstancias necias de la segregación,  de la circunstancia colonial y post colonial.
No hay manifiesto ni ideologización artificiosa en el procedimiento. Leonard expresa la historia basado en la técnica que domina con destreza mayor: la poesía, entendida como creación básica a través de la palabra sugerente, no como denominación de un género literario.
La construcción del tiempo ficcional es serena y comprensible, la fascinación por el personaje de Catherine por parte del autor es evidente pero no nubla una conciencia de narrador que siempre está atento al deber primordial de ser comprendido en la superficie y en el trasfondo de la historia al mismo tiempo.

“Hermosos perdedores” es una obra mayor, madura, plena de destellos que portan la energía del  sentido mucho más allá del acto de lectura.
La sensación de haber transcurrido por las páginas de un clásico perdura mucho después de cerrar la última página del libro


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