La revolución democrática en el mundo árabe

altMomentos dramáticos se siguen viviendo en el Medio Oriente, desde que el último 17 de diciembre el vendedor ambulante tunecino Mohamed Bouazizi se prendiera fuego a lo bonzo como protesta por la clausura arbitraria de su puesto ambulante, y sin imaginarlo pusiera en marcha una serie de eventos que se cuentan entre los más trascendentes de la época contemporánea. Al igual que un terremoto, nadie supo predecir ni los propios acontecimientos, ni su envergadura, ni su ocasión, ni su distribución geográfica ni su alcance, y en estos momentos en que el polvo aún no se ha asentado, y en que las noticias siguen persiguiéndose unas a otras, la prudencia y la mesura apenas si permiten arriesgar una primera composición de lugar. Todo lo que pueda aventurarse hoy, corre el riesgo de quedar desfasado, si no ridículo, en un futuro cercano. Ojalá no deba tragarme algún día estas líneas que siguen, y espero no pecar de iluso: no tanto por mi propio prestigio, sino por la enorme posibilidad de cambio que los eventos entrañan.

Lo cierto es que los sucesos actuales en el mundo árabe traerán consigo unos cambios tan profundamente dramáticos, que por largo tiempo rememoraremos estos días revolucionarios intentando comprenderlos cabalmente. La caída de las dictaduras árabes frente a nuestros propios ojos es aún más espectacular que la desintegración de las dictaduras comunistas, por cuanto en aquel entonces no cabía duda que la Muralla de Hierro caería algún día, solo que sin saber cuándo. El desplome en efecto dominó de las autocracias islámicas una tras otra fue un fenómeno impredecible en tiempo, forma y sustancia; nadie supo verlo venir, del mismo modo que aún hoy mismo y con no pocas cartas echadas sobre la mesa, nadie está en condiciones de decir cuán lejos este tsunami llegará.

Los eventos ya mayormente consolidados en Túnez y Egipto dejan traslucir un movimiento de origen social, surgido desde lo profundo de las bases y que no fuera instigado por unas élites militares o religiosas minoritarias, como solía suceder en el mundo árabe. Las multitudes alzaron su voz en contra de la corrupción, la cleptocracia y el nepotismo descarado, y en contra de la extrema pobreza incompatible con los pingües recursos de muchos de esos países. El grito canalizó el descontento popular por la escandalosa desigualdad de oportunidades y la completa falta de horizontes; en contra de la perpetuación en el poder de nefastos coroneles, reyezuelos y líderes nombrados por su propio dedo; de la falta de democracia y el cercenamiento de las libertades de libre pensamiento, de expresión, de culto, de reunión, de movimiento, de asociación. Y por sobre todo contra el miedo constante, el terror organizado, ese pánico perpetuo que paraliza y asfixia. Nada se asemeja a ese momento en que se rompe para siempre la barrera del miedo: no hay vuelta atrás luego de ese quiebre psicológico. El genio de la lámpara, una vez liberado, ya nunca aceptará volver al escondite.

A diferencia del pasado, en ninguna ocasión hemos presenciado aquellas manifestaciones ideológicas de tipo fanático o religioso, perfectamente orquestadas por esos mismos sátrapas hoy caídos en desgracia y a las que nos tenían acostumbrados, con la clásica quema de banderas y las masas organizadas vitoreando consignas contra EEUU, Israel u Occidente a fin de distraer de las miserias que en verdad aquejaban a sus sociedades. No oímos a ningún revolucionario egipcio llamando a denunciar el tratado de paz con Israel, ni a la juventud manifestarse en contra de las relaciones comerciales con EEUU, o pidiendo expulsar a los europeos: los revolucionarios egipcios sólo quieren libertad, justicia social, transparencia, equidad. Sólo pretenden recuperar la dignidad y retomar las riendas de su propio destino. Tan simple y tan dramático a la vez.

Es comprensible la acogida cautelosa con que los eventos fueron percibidos en Israel en un primer momento. Incluso en este instante preciso, nadie sabe a ciencia cierta a qué puerto llegará la revolución democrática árabe. Aquella que depuso al Sha de Irán en 1979 devino en un régimen fanático, mesiánico y sanguinario mucho peor que el que reemplazó. De modo análogo, tanto las elecciones en la Franja de Gaza en 2006 como las últimas celebradas en el Líbano, terminaron encaramando al poder a sendas entidades terroristas –Hamas y Hezbollá, respectivamente– que se mueren de risa al oír hablar de democracia o de derechos humanos. La experiencia y la memoria histórica despertaron unas dudas comprensibles sobre si todo intento de las sociedades árabes e islámicas por deshacerse del yugo de los dictadores, habrá de degenerar necesariamente en una nueva tiranía, esta vez de corte fundamentalista. ¿Terminará sucediendo en Túnez, o en Egipto, o en Libia, Yemen o Bahrein, lo mismo que ocurriera en Irán en el '79? Sin la bola de cristal en mano, hoy por hoy todo es posible y las posibilidades están todas abiertas. Pero con la suerte ya echada y los eventos rodando por su camino y sin vuelta atrás que dar, no es esta la hora de las suspicacias ni de los titubeos, sino la de apoyar y de alentar el rumbo democrático de los acontecimientos.

A pesar del efecto contagio y multiplicador de los acontecimientos, no debemos caer en la tentación de tratar a todos con la misma vara ni de cortar a todos los países árabes con la misma tijera. No pueden compararse sociedades tribales, como Libia o Jordania, con sociedades homogéneas y con desarrollado sentido de nación, como Egipto o Túnez; ni la abundancia de los países del Golfo es comparable con la extrema pobreza de Yemen. Tampoco sería real esperar ni pretender unas democracias al estilo occidental, como lo indica por ejemplo la actuación estelar de las fuerzas armadas en los diferentes procesos. La participación del ejército como ente estabilizador y morigerador de los ánimos, tal y como ha sucedido en Egipto e incluso en Libia, donde pilotos desertaron y oficiales desafiaron abiertamente al régimen de Kadafi, no debería hacer confundir a la opinión pública occidental, puesta en guardia al ver aparecer en escena a tanques y uniformados. Las fuerzas armadas han sabido contribuir a la estabilidad institucional de los países del Medio Oriente, como lo prueba el papel del ejército turco como salvaguardia de la democracia del país.

Una de las grandes incógnitas, es si la revolución democrática habrá de cuajar en Irán y en Siria, los dos países con ínfulas de hegemonía en la zona –el primero con pretensiones sobre los países del Golfo Arábigo; el segundo sobre el Líbano y ambos en Irak–, para cuyo fin no dudan en echar mano del terrorismo y la desestabilización, ni de oprimir con mano de hierro a sus pueblos. Si los sátrapas persas habrán de terminar consiguiendo aferrarse al poder a pesar del profundo rechazo popular que despiertan haciendo uso brutal de la fuerza, entonces saldrán aventajados de esta ola de cambios, puesto que habrán conseguido consolidar su situación geopolítica, e incluso aprovecharán para exportar la revolución jomeinista a las sociedades convulsionadas. Si acaso, por el contrario, el efecto multiplicador antidictatorial logra reactivar en Irán las protestas multitudinarias de mediados de 2009, en ocasión del descomunal fraude electoral, y si las manifestaciones contra Bashar Asad en Siria siguen cobrando impulso, otra será sin duda la realidad en el Medio Oriente, y la pacificación de la zona estará a la vuelta de la esquina. Para lo cual, es vital que el régimen de los ayatolás y la tiranía siria, que siguen muy de cerca la sangrienta represión de Kadafi en Libia y la tardía pero finalmente decidida reacción de la comunidad internacional, comprendan sin medias tintas que el aplastamiento violento de las manifestaciones de su propio pueblo ni conseguirá impedir lo inevitable, ni les servirá para aferrarse al poder, ni logrará esquivar el repudio y la intervención de la comunidad internacional.

Aún con sus grandes diferencias, existe un denominador común democrático y esperanzador entre todas las revueltas, que se mantuvieron independientes de los vetustos líderes, y fueron comandadas en cambio por cabecillas espontáneos cuyos llamados a la movilización fueron pasándose de Facebook a Twitter y trascendieron las inexistentes fronteras del ciberespacio a la velocidad de los soundbytes. Por años hemos acariciado el sueño de un Medio Oriente democrático; sería imperdonable darle la espalda y desaprovechar tamaña oportunidad histórica, o recibirle con frialdad o una suspicacia excesiva. Es indispensable que el mundo democrático, que marcha a la cabeza pero no constituye ni mucho menos la mayoría de los países del orbe, abrace con todos los métodos a su alcance a estas protestas cándidamente desorganizadas, para impedir que terminen cayendo una vez más en la trampa de los clérigos que aguardan al acecho. El mundo democrático debe extremar su ayuda práctica y contribuir a consolidar estos primeros pasos de renovación, bien acercando ayudas o borrando deudas basadas en el latrocinio y el expolio, bien reconociendo de forma explícita a la oposición y a los gobiernos populares de transición formados en territorios liberados, y principalmente impidiendo de forma efectiva la sangría de inocentes en Libia tal y como lo ha entendido por fin la comunidad internacional, enviando un mensaje inequívoco y contundente en dirección a Irán y Siria. Y también, demás estaría decirlo, suspendiendo de inmediato los besuqueos y el cortejo tras los sátrapas que aún se obstinan en aferrarse a un poder que se les escapa, y dejando de vender los principios más nobles al módico precio de un puñado de petrodólares.

Prácticamente no existen registros de que dos Estados democráticos hayan apelado a las armas para dirimir sus conflictos. Razón de más para apoyar a las sociedades árabes y ayudarlas a consolidar estos esperanzadores primeros pasos por la senda de la democracia y la libertad. Las posibilidades de un cambio positivo son tan grandes, que bien valen cualquier riesgo calculado; incluso el de pecar de inocente. Las chances de un salto gigante hacia adelante parecen hoy día tan concretas, que la Historia con mayúscula no nos perdonará que hayamos desperdiciado esta oportunidad.

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