El Mandamiento Olvidado

altTodos tenemos mucho que aprender de los levantamientos populares que están arrasando al mundo árabe. Los tiranos y dictadores cuya autoridad está ahora siendo desafiada no son un fenómeno solamente árabe.  Encarnan una perspectiva de la vida y del mundo que puede ser encontrada en todas nuestras sociedades.  Es una perspectiva compartida por muchos líderes religiosos fundamentalistas y constituye una fuente del mal que nos pone en peligro a todos.  El tirano que cree que es su derecho robar los recursos de su sociedad para amasar su fortuna personal, que pone los intereses de su familia y amigos por encima de los de su pueblo, que declara, como lo hizo Qadafi, que “los que no me aman no merecen vivir”, todos adolecen de la misma ceguera moral.  Cuando miran al mundo no ven un universo poblado por otros sino simplemente una extensión de sí mismos.  Todo lo que es y existe está ahí para servirlos.  No existe un “otro” con el que tienen que compartir, y a quien tienen que rendirle cuentas.


El fundamentalismo religioso a menudo adolece de una ceguera moral similar.  La certidumbre que da y el dicótomo mundo de “nosotros” y “ellos” que tan a menudo crea, estructura un universo en el que, ellos tampoco tienen a quien rendirle cuentas ni considerar.  Cuando yo soy el dueño de la verdad religiosa ya no tengo que escuchar las palabras de otros.  Cuando sólo aquéllos que están de acuerdo conmigo son amados por Dios y son dignos, los otros se alejan en la distancia y se vuelven insignificantes.

Estoy seguro que los rabinos que salieron en apoyo del violador convicto, el ex presidente israelí Moshé Katsav, se sorprendieron ante la vastedad de la protesta contra ellos.  Funcionan en un mundo en que su autoridad como portadores de la Torá no es cuestionada.  Como poseedores de la verdad no están interesados en las opiniones de otros y el efecto que sus palabras  puedan tener.  Haciendo eco de las palabras de Rabi Shimon Bar Iojai a su hijo Rabi Eliezer, “El mundo no necesita a nadie más que a ti y a mí.” (Talmud Babilónico Shabat 33b).  Éste es el mismo Rabi Shimon Bar Iojai que estaba dispuesto a matar a cualquiera que no cumpliera con su visión de piedad religiosa y a quien Dios destierra del mundo de Dios.
Estos rabinos, parecidos a tiranos políticos, olvidaron uno de los mandamientos, un mandamiento que cuando está ausente hace que la religión en general y el líder, religioso o secular, sea una fuerza destructiva.  Es un mandamiento que nuestra tradición enseña es el único en este mundo para el cual no hay expiación  si es violado.  En la tradición judía, este mandamiento se llama hilul hashem, la profanación del nombre de Dios.

El fundamento conceptual para este mandamiento es que nadie puede actuar aisladamente, y que todo comportamiento debe ser juzgado de acuerdo a como afecta a los otros y su percepción del valor tanto del acto como de su agente.  Dios que es el epítome de la trascendencia y de la otredad radical, con el acto de la creación ha elegido vivir dentro de este mundo y de la sociedad humana.  Al obligarnos a actuar de manera que el nombre de Dios no sea profanado, nuestra tradición está instituyendo un sistema de frenos y contrapesos muy profundo que nos controla a todos.  Nosotros solos no podemos determinar el impacto y las consecuencias de nuestras acciones.  No podemos ignorar a nuestro prójimo con la excusa de que es insignificante, inferior o indigno.  El mundo como dominio de Dios empodera a los seres humanos a servir como evaluadores de aquéllos que afirman que son los portadores del nombre de Dios.

Es en ese espíritu que los rabinos, cuando preguntaron qué constituye la profanación del nombre de Dios, contestaron, “kegon ana,” que quiere decir, si a nosotros, los rabinos, se nos percibe como si estuviéramos usando nuestra posición y autoridad para ganancia personal (BT Ioma 86a) sea esto cierto o falso, los líderes religiosos deben renunciar a todo derecho de controlar el impacto de su comportamiento limitando  a sus semejantes.  El Dios de la creación hace a todos semejantes, y se debe actuar en consecuencia.  Por eso los rabinos dicen que cumplimos con el mandamiento de amar a Dios cuando hacemos que el nombre de Dios sea amado por otros.  La prueba de este amor no es la fe o la piedad ritual, sino la decencia moral en nuestras interacciones con los demás.  Cuando actuamos así, nos honramos a nosotros mismos, a nuestra religión y a nuestro Dios, y en lugar de profanar el Nombre, lo santificamos.

Las voces de las masas árabes están exigiendo ser escuchadas.  Están exigiendo vivir en una sociedad en la cual sean el “prójimo” y que sus líderes se sientan obligados a instaurar una política cuyo valor puede ser juzgado y atestiguado por ellos.  Nosotros, que vivimos bajo sistemas políticos donde los ciudadanos son el soberano, debemos expandir nuestra soberanía también a nuestras vidas religiosas.  Debemos exigir responsabilidad por sus actos, corrección y decencia de cualquiera que hable en nombre de nuestra religión y nuestro Dios.  No hacemos esto en nombre de nuestros valores liberales, sino en el de nuestros valores religiosos.  Lo hacemos en nombre del mandamiento olvidado. 

Traducido por Ría Okret

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