Un nuevo laicismo (posjudaísmo)

En sus últimos libros, el filósofo italiano Gianni Vattimo avanza sobre la idea de una nueva manera de entender a la religión, descargándola de uno de sus soportes fundamentales: la cuestión de la verdad. ¿Cómo entender a la religión desprovista de su base metafísica?, o dicho en otros términos: ¿se puede ser religioso y no creer en la verdad?, ¿se puede sostener una religión sin la idea de Dios, sin sus dogmas fundamentales, sin un cuerpo de verdades que condicionan la práctica cotidiana de los devotos?

La llamada “muerte de la verdad” ha venido generando grandes cambios en el ideario humano en los últimos siglos, en especial, a partir de la secularización que el mundo moderno comenzó a producir en la cultura occidental. La ciencia reemplazando a la fe, el científico relegando al sacerdote; y sobre todo, la laicización de los estados nacionales y la implementación del sistema capitalista, han ido quitándole a la religión, por diferentes motivos, su base metafísica.
Los primarios intentos de la ciencia por ocupar el lugar de la religión fueron develándose imposibles en el mismo andar de la investigación científica. La ciencia ha entendido que su lugar en el mundo, no tenía que ver tanto con reemplazar a la fe, sino con habilitar una nueva cultura en la que la incertidumbre se transformaba más en un motor de búsqueda que en un problema negativo a resolver. La modernidad entendida como desencantamiento del mundo arrojaba al hombre a una nueva realidad: no hay Verdad revelada, hay “verdades” a construir. Pero el desencantamiento es un estado de ánimo ambiguo; coloca al hombre en un lugar de privilegio, pero al mismo tiempo, lo deja demasiado solo, demasiado frío, le quita esos “encantos”, que más allá de sus intereses humanos ocultos, completa el otro perfil que también nos conforma: nuestra propia irracionalidad.

La historia de los últimos tres siglos puede escribirse alrededor de este debate. Los grandes pensadores, intelectuales y artistas modernos nos han legado con sus obras, este conflicto. La compulsa ciencia / religión fue derivando en la polémica ciencia / arte, ocupando este último, el lugar de defensor de los aspectos pasionales, sentimentales, y hasta metafísicos del hombre. Basta pasar revista para ello por las obras del Romanticismo, de los poetas franceses decimonónicos (Baudelaire, Rimbaud), o de las vanguardias estéticas del siglo XX (dada, surrealismo, expresionismo), y en las obras filosóficas de un Kierkegaard, de un Nietzsche o del existencialismo.

La contraposición entre el hombre de fe y el ateo partía de este conjunto de variables, y suponía, primordialmente, la permanencia de la existencia de un fuerte concepto de Verdad. Para el religioso, el ateo no “veía” la verdad; para el ateo, el religioso tampoco. O bien la verdad era un asunto celestial, o bien la verdad era un asunto natural, pero alguna de las dos posiciones se atribuía la prerrogativa a poseerla. Y es en este contexto que el concepto de “laico” siempre se ató a la idea de un hombre ateo, naturalista y antirreligioso. Siempre se entendió al laico como alguien que negaba a la religión como portadora de la verdad, dejando entrever entonces su propia arrogancia como sujeto de la misma. Decir que Dios no existe, es una verdad. El ateo también cree.

Asistimos, con el siglo XXI, a una época de grandes cambios materiales, una sociedad tardo moderna o posmoderna, que ha estetizado la existencia. Las imágenes triunfan sobre los contenidos, las marcas sobre los productos, la apariencia sobre la verdad. Somos envases, somos un merchandising de diseños de marketing de grandes empresas, somos lo que otros necesitan que seamos.

Podemos reflexionar críticamente sobre estos tópicos desde dos posiciones diferentes. Podemos colocarnos en una postura crítica radical, y despotricar contra este nuevo mundo, denunciando cómo detrás de cada “nuevo producto”, hay un interés oculto. Compro un litro de leche o me siento en una silla, y en realidad, solamente me encuentro engrandeciendo el capital de una empresa láctea o de muebles. La ausencia de parámetros universales, la crisis del “cánon”, deviene en la imposición de dispositivos culturales cuyo único fin es el sometimiento de unos sobre otros. La sociedad del consumo generalizado exacerba la alienación. La autenticidad ha desaparecido. Es más, se ha convertido en el deseo de los dominantes.

Pero estos tipos de argumentos suponen la adhesión a una verdad. Toda teoría de la alienación parte de la convicción de que existe un lugar desde el cual es posible visualizarnos alienados. Un lugar real, un lugar verdadero. Un lugar des-alienado.

¿Es posible ese lugar? ¿Por qué creerles a los que así lo sostienen? ¿Por convicción retórica? Decía Nietzsche que la verdad es el arte del convencimiento. Pero si la verdad es asunto de marketing, ¿cómo colocarse en una posición crítica? ¿No terminamos aceptando que la verdad es la imposición del más poderoso?

De lo que se trata es de matar a la verdad en serio y no sólo a las verdades establecidas. Cuando el marketing triunfa, una visión se impone, pero otras pierden. Es decir, una no-verdad se impone y otras no-verdades pierden.

Tal vez con la estetización de la existencia, ya nadie puede abrogarse la portación de La Verdad, tal vez con la muerte de la verdad, ya nadie puede imponerle a otro su propia opinión como si fuera la única. Tal vez los términos “natural” o “normal” ya no definen características esenciales que dividen al mundo en dos: los que pertenecen al status quo y los excluidos.

Muerta la verdad, el pluralismo y la diversidad ganan terreno. Toda idea no es más que una mirada, todo dogma no es más que un relato, toda norma no debiera ser más que una perspectiva.

La religión, como la ciencia, como el arte, o como la filosofía se vuelven posibilidades. Existir se transforma en un ejercicio de interpretación permanente y las verdades se vuelven metáforas. Obviamente, algunas metáforas se imponen sobre las otras, y obviamente, hay interpretaciones que se instalan como oficiales y otras como críticas. De lo que se trata es de saber “vender” cada propio discurso, pero en un juego en el cual a veces se gana y otras veces no. Es decir, en un juego en el cual ganar o perder debe pasar por otro lado que no sea la aceptación masiva. Solo en este sentido pueden tener lugar la otredad y diferencia.

La contraposición entre el hombre de fe y el laico cambia de perspectiva. Ser laico ya no es afirmar que Dios no existe o no aceptar a la fe como criterio; ser laico se convierte en una opción que, descargándose de la ansiedad por la verdad, puede relacionarse con todos los discursos de un modo más plural. Este nuevo laicismo no niega, y no niega porque no afirma. Este nuevo laicismo interpreta al hombre como un ser abierto en búsqueda incesante. Un ser humano que interpela todo discurso, lo toma, lo cambia, lo cree, lo abandona.

La religión, y en especial, las creencias, pasan a ocupar uno de los tantos ámbitos con los que el hombre laico de hoy puede relacionarse. La religión funda “también” el sentido de nuestra existencia. Como lo funda la filosofía o el arte o la ciencia. No hay monopolios de sentido, hay miradas en constante cambio, y hay un hombre que busca y que “se” busca. Cada uno viene ya a este mundo con una serie de sentidos “precomprendidos” y cada uno juega con ellos, los lleva para un lado, los modifica, los mezcla, los vuelve al origen.

Nacimos judíos y nuestra tarea es hacer algo con ello, pero hacer algo en serio, esto es, hacerlo con absoluta libertad. Poder dudar, creer, renunciar, volver, poder tomar el todo, una parte o simplemente nada y al otro día arrepentirse, o no. Este nuevo laicismo focalizará en cada persona su particular historia. Algunos buscarán su judaísmo a través de la Biblia, pero otros lo harán desde el arte y otros desde la comida, los olores, o los recuerdos. Pero todos se sabrán judíos. Podemos no creer en Dios o aborrecer el guefilte fish, pero sobre estos disparadores se construye nuestro judaísmo. Nacimos judíos sin saber por qué y así moriremos: sin respuestas, aunque en el medio recorreremos senderos. Y depende de cuán libres seamos en este recorrido, para que la búsqueda sea lo más plena posible.

Sin embargo, ¡qué difícil es pensarnos de este modo! ¡Asumir que moriremos sin respuestas! ¡Aceptar que preferimos recorrer senderos antes que llegar hasta algún lado! Si comprendemos que ser laicos es antes que nada desembarazarnos de la verdad, la ansiedad metafísica se debilita. Ser ateo o ser religioso implica certezas. Ser laico no implica, desarma. Y hay muchas cosas para desarmar. En especial en relación a nuestra identidad religiosa. Se puede ser judío y no creer en Dios, pero también se puede ser judío, comulgar cierta religiosidad y no creer en la verdad. Ni en la verdad que Dios existe ni en la verdad que Dios no existe. No se puede entender al judaísmo sin su religión, a pesar de que el judaísmo sea mucho más que eso; pero otra cosa es entenderlo religiosamente. Evidentemente la kipá significa para nosotros mucho más de lo que cualquier explicación rabínica pueda fundamentar. Es cierto que existe una explicación religiosa del lugar de la kipá entre los judíos, pero no es necesaria asumirla para que cada vez que nos la coloquemos en la cabeza, nos sintamos más judíos que nunca. El día del perdón es el día más sagrado para la religión judía. Se nos insta a la reflexión y al arrepentimiento en función de decisiones celestiales. Este nuevo laicismo así como usa kipá y se conmueve, también llama a los judíos a reflexionar el Día del Perdón, a pensar sobre uno mismo, a “parar la máquina” por una horas, levantar la cabeza, mirar alrededor y repreguntarse. Repreguntarse todo el tiempo. Dudar de uno, acercarse a lo inacercable, correrse de los lugares cómodos de nuestra conciencia. No necesitamos creer que en Yom Kippur, Dios nos anota en su libro, para obrar reflexivamente. Nos basta con el relato de nuestra identidad, con la historia que nos fue constituyendo, con los libros que nos han movilizado.

Existe una relación intrínseca entre el concepto filosófico de la muerte de la verdad con la visualización sociológica de nuevas transformaciones en las identidades colectivas. La crítica globalifóbica post No Logo de Naomi Klein, denuncia el uso y abuso que las empresas, en especial a través de sus Departamentos de Marketing, realizan con el consumidor. La identidad se construye a partir del consumo. “Somos lo que consumimos”, es decir, “somos lo que otros quieren que seamos”. Pero un pensador como Gilles Lipovetsky o como el mismo Vattimo nos ayudan a pensar el tema enroscándolo, incorporando una perspectiva ad hoc: en la época de la muerte de la verdad y de la disolución de lo real, esto es, en la época de la constatación del triunfo de las apariencias, de la máscara sobre el rostro; o mejor dicho, en la época en la cual finalmente asumimos que el rostro no es más que otra máscara, que el ocio no es más que otro tipo de trabajo y que la contracultura no es más que un nicho de consumo; ¿no resulta una función crítica alentar la diversidad de opciones frente al dogmatismo de los monopolios hegemónicos de sentido? ¿No es más comprometido descargar del “peso” de la tradición a los grandes íconos que nos constituyen identitariamente? ¿No es mejor jugar al “ring raje” que desesperarse jugando a la escondida? ¿No es mejor la esquizofrenia que la paranoia, la diferencia que la identidad, lo que nos conmueve a lo que nos brinda seguridad?, ¿la pregunta por el más allá de la norma que la descalificación a los “más allá”?  Este nuevo laicismo resignifica su judaísmo en esta línea. No excluye, aprende. No se pregunta por los límites, desarticula la pregunta. No se cree el pueblo elegido, elige ser un pueblo.

Manifestaciones como el jewcy, el bar mitzvah sin rabino, los nuevos formatos de matrimonios mixtos, donde los novios resguardan su identidad a partir de una fusión de ceremonias y ritos, las nuevas estrellas mediáticas judías que acentúan más su “mirada” sobre la realidad que su “ser mirado” por su condición de judío, el caso Madonna y la difusión masiva de los estudios cabalísticos. Todas estas manifestaciones, entre otras más, van allanando un camino de apertura que, más allá de sus propias debilidades y virtudes en cada caso, conduce a un judaísmo en permanente cambio. Sin miedos ni dogmas (que es lo mismo), renunciando e intercambiando, cuestionando y preguntando. Siendo más judíos que nunca.

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