Borges y Buber: una relación a considerar (primera entrega)

A Mordejai Maarabi, a la prodigiosa gracia poética de su infinita sabiduría bíblica.     

Borges solía aludir a las conferencias que, a partir de 1946, se vio obligado a dictar en ambas márgenes del Río de la Plata para poder subsistir, cuando el gobierno de “a president whose name I do not want to remember”  -menos por razones políticas que por rencores personales- lo destituyó del modesto cargo que ocupaba en la Biblioteca Municipal Miguel Cané. Son tan penosas como conocidas las circunstancias de esa humillación, de manera que no es necesario redundar en las adversidades de una historia que, si bien comenzó dramáticamente, se fue transformando en una producción literaria paralela y en buenos ratos de inesperada complacencia compartida con un público tan atento como deslumbrado. Por esa razón, fueron varios y valiosos los volúmenes  que recogieron esas primeras presentaciones públicas, y numerosas las grabaciones profesionales e informales que las registraron. Entre los diversos temas que trataban sus conferencias, Borges abordaba la poesía, el libro, el cuento policial, la cábala, Las mil y una noches, la literatura fantástica, la pesadilla, la ceguera, el tiempo, la inmortalidad, y entre los autores, Dante, Emmanuel Swedenborg, William Blake, Cervantes y Martin Buber son los más citados:

I went from town to town, staying overnight in hotels I’d never see again. Sometimes my mother or a friend accompanied me. Not only did I end up making far more money than at the library but I enjoyed the work and felt that it justified me.
 
Por la recurrencia y el deleite con que recordaba esas aventuras, llama la atención que Borges nunca haya publicado las dedicadas a Buber ni que se hayan conservado grabaciones, como en otros casos. Si en “El acercamiento a Almotásim”, burlándose del lector, de la crítica y de la (id)entidad literaria en general, Borges comenta una obra inexistente como si existiera, ¿se podría sospechar igualmente de la existencia de esas conferencias no registradas? ¿Bastaría conjeturar que, dada su condición oral, pudieron desvanecerse con el tiempo? Sin embargo, se conserva un texto de unas cuatro carillas amarillentas, algo apergaminadas , escritas con su letra, menuda y regular, hojas de cuaderno donde cita a Buber y lo comenta.

La escritura es clara  y, sin embargo, el texto no parece publicable ni haber sido formulado para serlo, de ahí que tampoco correspondería asignarle el estatuto de manuscrito inédito. Son apuntes previos y, como tales, ilustran sobre una huella que importa, sobre todo, para dar cuenta del sincero y sólido interés que dedicara Borges a Buber, una elección de afinidades que el escritor argentino no disimuló y que su lector no debería pasar por alto.

Un joven Borges vivió con su familia en Ginebra durante los años de la Primera Guerra Mundial; mucho tiempo después, allí murió y fue enterrado, a pesar de su ambivalente querencia por Buenos Aires, ciudad a la que pródigamente retornaba de sus venturosos desplazamientos, que hicieron su vida tardíamente trashumante y prolongadas sus estadías en medios intelectuales y académicos de distintas regiones del planeta. A los diecisiete años, estando en Ginebra, tradujo del alemán el cuento “Jerusalem” que Buber, el pensador judío, austríaco e israelí, había incluido en Die Legende des Baalschem , la serie de cuentos atribuidos a Israel ben Eliezer, llamado Baal Shem Tov (el Maestro del Buen Nombre), fundador del jasidismo, una figura mítica y sagrada que inspiró y consolidó las bases de ese movimiento religioso surgido en Europa Oriental a principios del siglo XVIII. Aunque incurriendo en alguna imprecisión de fechas, en varias ocasiones, Borges alude a esa temprana traducción. 

La intensidad de una escritura que, sin confundirlas, no distingue la reflexión poética de la imaginación filosófica, la condensación humorística de sus desenlaces narrativos que, paradójicos, no llegan a resolver el desconcierto de situaciones indefinibles, la brevedad sentenciosa de sus dichos que no excluye la vacilación, no son los únicos aspectos que Borges cultiva estimulado por las lecturas de Buber. Favorecieron una meditación mitológica que habilita la extraterritorialidad literaria, esa especie de no-lugar propiamente suyo, ni utopía remota ni non-lieu, impersonal y anónimo, que sigue siendo uno de los privilegiados fueros de Borges y de ese enclave adonde confluyen leyendas judías o de otras procedencias.

No abundan, sin embargo, entre los innúmeros especialistas que analizan la obra de Borges y sus frecuentes referencias al judaísmo, quienes hayan dedicado mayor atención a esta relación primordial. Es cierto que el nombre de Buber aparece en los relevamientos que alistan autores célebres mencionados en sus textos, entre ilustres figuras vinculadas a Israel y a los fundamentos del misticismo judío, en relación con los personajes y temas judíos de algún cuento o con la dichosa magia de contar. Pero no mucho más; apenas un nombre en una copiosa serie, si bien esta presunción no deja de ser bastante improbable ya que resulta inabarcable la bibliografía sobre Borges que se produce en diversas partes del ancho mundo. 

Menos aventurado sería presumir la incidencia de Borges en Buber, o en quienes han investigado la obra de este importante pensador. Si cada escritor crea a sus precursores , ¿será Borges o, por lo menos para sus lectores, uno de “los precursores de Buber”? ¿Qué regiones de su “mundo inasible” suscitaron el interés de Borges y justifican aún el reconocimiento de su “ansiedad de influencia”?

Son numerosos y exhaustivos los estudios que se han dedicado a registrar e investigar la incidencia del pensamiento judío, las doctrinas de su tradición o las especulaciones intelectuales y estéticas de la cábala en la imaginación de Borges. Las referencias que multiplican sus poemas, sus cuentos, artículos, conferencias y entrevistas son tan frecuentes que la profusión sorprende en un escritor que, si bien presume (de) una identidad judía, no reivindica la necesidad de ser judío para defenderla –y no sería objetable pensar que las elecciones de esta afinidad afectiva, que se aparta de la fatalidad genética o dogmática por pura atracción, sea una de las formas más fervorosas de esa fe que puede prescindir de la religión y de sus dogmas para profesarla.
Su opción filosemítica da lugar a un expediente frondoso que se inicia, precisamente, en Ginebra en los años de la Gran Guerra y nunca se interrumpió. En los años treinta, cuando vuelven a medrar las violencias del antisemitismo, brutalmente soliviantado por el nacional-socialismo, al responder a una insinuación que acusaba a Borges de ocultar su ascendencia judía , no duda en admitir los juegos de una ficción genealógica que, por libre inclinación, su ánimo legitima:

¿Quién no jugó a los antepasados alguna vez, a las prehistorias de su carne y su sangre? Yo lo hago muchas veces, y muchas no me disgustó pensarme judío. 


Varias décadas después, Borges no se aparta ni de esos juegos de filialidad adoptiva ni de las mismas convicciones y perseverantes referencias. Ecos de un asombro similar resuenan en los primeros versos del poema que dedica “A Israel”:

¿Quién me dirá si estás en el perdido
Laberinto de ríos seculares
De mi sangre, Israel? ¿Quién los lugares
Que mi sangre y tu sangre han recorrido?


· Más leídos ·

Consola de depuración de Joomla!

Sesión

Información del perfil

Uso de la memoria

Consultas de la base de datos