Donde duermen los olvidos

alt“La casa de la memoria” (“Que tu memoria sea mi casa” Edmond Jabès)


Hay un poema de John Berger que usaré, en cierto modo, como epígrafe, como cita iluminada:

“Escribiendo

acurrucados junto a la muerte

somos sus secretarios

leyendo a la luz de la vida

completamos su libro mayor

donde termina ella,

colegas míos,

empezamos nosotros, a ambos lados del cadáver,

y cuando la citamos

lo hacemos

sabiendo que la historia está a punto de acabar.”

Vida y muerte enlazadas, entretejidas, en este mundo al que hemos sido arrojados con furia y llanto, con un tatuaje en los párpados, de misterio y de misión, que debemos comenzar  a explorar desde el principio de los principios.

Dije “vida y muerte” multiplicando y pulverizando espejos y puentes, unidas como gemelos del tiempo pero nunca reconciliadas. Ese lazo estrecho que las une socava todas las fundaciones.

“La vida escribe lo que ha leído la muerte (y hasta dictado)”, dijo Edmond Jabès.

Elegí el subtema “Donde duermen los olvidos” porque de todas las formas que la poesía adopta, de todas sus “funciones”, el de la memoria es una de las más significativas, potentes y generosas.

“La poesía es un relámpago de percepción”, dije una vez; un “juego mayor”, añadí; “una manera de iluminar los rincones oscuros de la existencia”. Pero sobre todo,”una vasija llena de memoria”. “Memoria calcinada”, Juan Gelman dixit.

La poesía es la sangre del idioma, el corazón del lenguaje. Y el lenguaje es lo humano por excelencia (somos humanos gracias al lenguaje). Por esa razón, quita las palabras de sus lugares habituales y vuelve a nombrar el mundo como si fuera la primera vez. Vuelve al origen. Ese verdadero renacimiento nos otorga una certeza, una promesa: la de que el lenguaje ha reconocido, ha dado cobijo a la experiencia, a la visión (ya sea de triunfo o de espanto).

El poema es una verdadera oración al lenguaje, en la cual el poeta ubica a ese interlocutor, ese pequeño-gran dios, como un lugar; un lugar fuera del alcance del tiempo.

En ese sentido la poesía es una “lucha contra la muerte”, como dijera Odysseas Elytis, no sólo por su presencia afirmativa en sí, sino porque abraza pasado, presente y futuro en un único nido; el único hospedaje que no es hostil al ser humano.

Sabemos que el poema no puede reparar ninguna pérdida pero desafía al espacio de separación. Reúne, laboriosa, desesperadamente, lo que ha sido desperdigado. Es su trabajo, es su arte (“la cruel piedad del arte”, diría Pascal Quignard). Una voz en el silencio del universo para encontrar el sentido de nuestra existencia.

El poeta –definí una vez- : un pescador que observa las mareas. ¿Traerá el mar un fanal? ¿Nos traerá el modo de tocar la ausencia, de rozar el silencio?

Del cajón de sastre de la memoria que el lenguaje es, el poeta trata de extraer lo esencial: fragmentos de sombras que rodeen nuestra identidad y dejen una huella de ese misterio que somos. Un intento de comprensión, el rastro de un perfume, una lúcida estalagmita en la cueva del mundo.

Estamos muy próximos a esos artistas de hace miles de años, dibujando con precisión un bisonte, un guanaco, en la oscuridad de la cueva con una antorcha en la mano, hasta hacerlos danzar. Con sutileza, con trazos casi perfectos, esos animales que ellos temían, conocían, respetaban y cazaban, están vivos allí y nos hablan del encuentro del ser humano con el miedo, con la belleza, con lo extraño, con una suerte de “inmortalidad”.

La voz del lenguaje es igualmente ancestral. Es una voz que viene desde el fondo de los tiempos (y va hacia él), bajo la lluvia de los siglos, atrapando la historia con minúscula y la otra: la Historia con mayúscula. Atrapando lo ocurrido y también la sombra de lo que nunca ocurrió, de lo que nunca existió.

Y es ése el dibujo que la muerte hace sobre el montón de papeles desordenados de la mesa: un mapa oscuro, laberíntico, que hemos llenado de mitos. Está allí para decirnos que la vida (el sonido, el olor, el color de la vida) es intensamente preciada y preciosa justamente por su vulnerabilidad, su fragilidad.

W. B. Yeats escribió:

“El hombre ama aquello que se va.

¿Qué más puede decirse?


Ahora que ha desaparecido mi escalera

debo acostarme donde todas las escaleras empiezan,

en la sucia trapería del corazón”.

Y vuelvo a Elytis:

“Vivo para  cuando ya no exista”.



Un antropólogo me relató una vez que una tribu antiquísima había llegado a la siguiente conclusión: Si la luna desaparece del cielo pero no muere, el hombre tampoco muere cuando desaparece.

Un poco más cerca en el tiempo, Teócrito decía: “Si el sol desciende entre los muertos para renacer, el hombre desciende al Hades para morir. Solo el canto hace que suba de entre los muertos su sol demónico”.

Sólo el canto.

Apuesto al carácter hechicero de la poesía y de su canto y confío en ella para legarle nuestras pisadas, nuestros patios, nuestras desesperanzadas esperanzas.

Todos nuestros sueños a su agua de resistencia, a su tesoro de verdad en el descampado.

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