El descentramiento como oportunidad

Quisiera empezar mencionando cuatro autores que hicieron aportes importantes a la filosofía política. Me refiero a Aristóteles, Montesquieu, Alexis de Tocqueville e Isaiah Berlin.

Aristóteles es considerado uno de los grandes clásicos del pensamiento político de todos los tiempos. Sus aportes teóricos son enormes, pero además le debemos la mejor descripción que tenemos de las instituciones políticas de la antigua Atenas y de su evolución histórica.

Montesquieu fue el autor de la doctrina moderna de la separación de poderes, es decir, de la distinción entre el poder ejecutivo, el legislativo y el judicial. Pero además describió a las instituciones políticas inglesas, y en particular al Parlamento, que en el siglo XVIII constituían una novedad difícil de entender. Montesquieu tuvo esa capacidad de explicar el funcionamiento de esa nueva realidad política, de apreciar su importancia, y de instalar su análisis en la agenda de discusión de los intelectuales de la época.

Alexis de Tocqueville es también un clásico del pensamiento político que hizo grandes aportes teóricos. Pero además escribió un libro llamado La democracia en América, que constituye un análisis de cómo funcionan las instituciones políticas en Estados Unidos y cómo se vinculan con la economía y la sociedad. El libro fue publicado hace más de 160 años, pero todavía sigue siendo una obra de referencia para quien quiera entender a ese país.

Isaiah Berlin fue un pensador polifacético que incidió decisivamente en el modo en que los occidentales comprendemos nuestra propia vida política y cultural. Sus análisis sobre las ideas políticas del romanticismo, su discusión sobre la idea de libertad o el modo en que trató el tema de la pluralidad de valores marcan un antes y un después en el pensamiento político. Pero, además, Berlin se servía de su inmensa cultura y de su gran penetración intelectual para hacer análisis políticos de coyuntura. Durante la Segunda Guerra Mundial, Churchill pedía leer personalmente los informes que Berlin enviaba desde Washington, porque le permitían entender el modo en que estaban actuando los estadounidenses.

Aristóteles, Montesquieu, De Tocqueville, Berlin. ¿Qué tienen en común estos cuatro autores? Sin duda el ser figuras importantes en la historia del pensamiento político. Pero, además, cada uno de ellos hizo un aporte decisivo para comprender una realidad política que le era parcialmente ajena.

Aristóteles hizo el mejor análisis de las instituciones políticas atenienses de su tiempo, pero no era ateniense: era lo que los griegos llamaban un meteco, es decir, un inmigrante con derecho a residir y a trabajar, pero sin derechos políticos. Aristóteles vivió casi toda su vida adulta en Atenas, pero nunca pudo votar en la asamblea de ciudadanos.

 Montesquieu hizo el análisis de las instituciones políticas inglesas más influyente del siglo XVIII, pero no era inglés sino un noble francés. Su conocimiento de la realidad inglesa proviene de un período de cuatro años que pasó fuera de Francia (entre 1728 y 1732), durante la mayor parte del cual estuvo en Inglaterra. Allí observó, habló con mucha gente, estudió, y terminó por familiarizarse con una realidad política muy diferente de la suya.

Alexis de Tocqueville escribió un libro clave para entender a los Estados Unidos, pero no era estadounidense sino, al igual que Montesquieu, un noble francés. Su conocimiento nace de un viaje que hizo en 1831 para recoger información sobre el sistema penitenciario estadounidense. De Tocqueville sólo estuvo nueve meses en Estados Unidos, pero durante ese período no se quedó quieto. Recorrió, visitó, preguntó, reunió material con una intensidad tal que uno tiene la sensación de que su estadía duró años. Luego volvió a Francia y escribió.

Isaiah Berlin jugó un papel esencial en los esfuerzos de los occidentales por comprenderse a sí mismos. Pero Berlin no era un occidental típico. Había nacido en 1910 en Riga, a orillas del Mar Báltico, en la época en que Latvia formaba parte de la Rusia zarista. Su lengua materna fue el ruso y buena parte de sus escritos son sobre literatura rusa, con especial énfasis en las peculiaridades que diferencian a la tradición literaria de la occidental. Recién cuanto tenía 10 años, y tras un período en San Petersburgo, su familia se instaló en Londres, donde vivió la mayor parte de su vida. El hombre que proporcionó algunas de las claves para entender al Occidente contemporáneo no es alguien nacido en Nueva Inglaterra ni en París, sino un judío de cultura rusa nacido a orillas del Mar Báltico.

Estos cuatro hombres conocieron suficientemente bien la realidad de la que hablaron como para desarrollar una tarea analítica que en más de un sentido sigue siendo insuperada, pero ninguno de ellos estaba hablando de la sociedad donde había nacido. El hecho no es excepcional: con mucha frecuencia, los observadores más lúcidos no son quienes están absolutamente inmersos en la realidad observada, ni, por supuesto, quienes apenas la conocen, sino aquellos que la conocen bien pero al mismo tiempo tienen puntos de referencia que están en otra parte. Este descentramiento genera la curiosidad por comprender, y al mismo tiempo proporciona ojos para ver.

Aunque Berlin era el único judío entre los nombrados, se me ocurre que aquí está al menos parte de la explicación de por qué hay tantos judíos involucrados en la actividad intelectual y cultural: el hecho de pertenecer a un lugar específico pero al mismo tiempo estar en contacto con una tradición más abarcadora proporciona ese ligero descentramiento que despierta la curiosidad y da perspectiva.

Por cierto, no hace falta ser judío para acceder a ese leve descentramiento que, entre otras cosas, puede conducirnos a la tolerancia. Alcanza con tener un vínculo vivo con una gran tradición religiosa o cultural, haber hecho la experiencia de vivir algún tiempo fuera del país de origen o, simplemente, haber viajado mucho. Las experiencias de ese tipo nos dan una perspectiva que no se logra fácilmente de otras maneras. Para decirlo con una palabra que suena fuerte, las experiencias de esa clase nos ayudan a no ser idiotas.

“Idiota” es una palabra griega que originalmente no aludía a ninguna deficiencia mental. Para un griego antiguo, un idiota era alguien que estaba absolutamente sumergido en su particularidad, en el pequeño entorno que lo rodeaba, sin tener la más mínima preocupación por lo general. Ese sentido todavía aparece en la palabra “idiosincracia”. También ella está construida sobre la raíz griega idios, que significa lo propio, lo particular. “Idiosincracia” significa: “aquello que es propio o particular de cada uno”.

Para un griego, el modelo del idiota era el campesino que se pasaba su vida sin interesarse en nada que ocurriera a una distancia mayor que el mango de su azada. Ese campesino vivía absolutamente sumergido en su particularidad, y los griegos pensaban que eso empobrecía terriblemente su vida. Por eso, uno de los mensajes permanentes de la cultura griega era: “no seamos idiotas”, es decir: “miremos más allá del contexto en el que nos ha tocado nacer”. No se trataba necesariamente de viajar, sino de analizar lo que hay de general y humano en cada situación particular.

Creo que los griegos tenían razón al decir que no ser idiota es algo muy importante. Y creo que se ha vuelto especialmente importante en el complejo y convulsionado mundo de hoy. En la época de los griegos, la capacidad de mirar la propia situación y la de los demás con cierta perspectiva era simplemente una condición para ser inteligente. Pero es probable que hoy sea una condición de superviviencia. Ejercitar nuestra capacidad de ver lo propio y lo ajeno con mirada lúcida es algo que necesitamos todos, y que necesitamos cada vez más.


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