Impresiones musicales de una noche israelí

En el silencio de mi habitación sonaba un clarinete lejano. Grabado en algún rincón de Nueva Orleans, su sonido impregnaba el aire nocturno con tristes notas jasídicas.

Como un secreto susurrado en el oído de aquellos que pertenecían a esa logia secreta de seres unidos por apellidos que terminan en “ovich,  stein, feld, olden, ainber, etcetovich, etcetovich”.
La música surgía de entre los muros vecinos a todo volumen y me preguntaba quién sería aquel ser,  que transcurría su noche sábatica bajo los auspicios de algún músico Moishe importado de USA.

Entres fusas y semi corcheas, las blancas y negras danzaban nostálgicas en mi ventana. No podía evitarlo. Esa música metálica, ecos de un tiempo que aunque jamás conocí o viví, me generaba una melancolía urbana. Una soledad extraña que rumiaba -entre sus dientes de vaca añeja-  el dolor agudo de una carne dura y una leche agria.

Esos sonidos susurraban en mi nuca los espectros de otros tiempos. Donde la pausa y la prisa, se daban citan en los cafés. Donde del otro lado de la mesa no había una pantalla con amigos virtuales.

En aquellos tiempos de tardes de tertulia Montevideanas o Bonaerenses, Madrileñas o Neoyorkinas, decir Redes Sociales podría sugerir algo parecido al nombre de un club de Pescadores Barrial.

Un violín irrumpió de pronto quebrando el sonido metálico de la madrugada. En el último piso del edificio  que se encontraba al otro lado de mi angosta calle, se veía la silueta del juglar que  decidió terminar con el funesto devenir del clarinete solitario. La loca alegría de las cuerdas se desató, colmando toda la manzana con su sonido klezmer.  Un gato maulló su celo a la luna. De pronto surgió bajo la  luz de un farol en el  piso 4 del balcón de enfrente un moreno inmenso y con la estampa de mil y una noches en el rostro. Miró fijamente al violinista del tejado. Sobre un tambor jembe comenzó a reproducir los sonidos arábigos de desiertos  y oasis legendarios. En un diálogo musical, violinista y percusionista comenzaron a animar la noche que despertaba de su sueño con luces nuevas en cada ventana del vecindario.

Harto de tanto escándalo el vecino del piso 6 se sumó al concierto con un bandoneón arrabalero mientras la rusa del 8 cantaba una melodía fría como las curvas del Volga.
El del 1B encendió la luz y comenzó a tocar el piano al tiempo que el brazuca de del 4 sacudía las maracas. Una sinfonía surgió de pronto, dentro de cada habitación cada uno lanzo al aire los sonidos de su tierra y en el pentagrama de la calle dominó la fiesta.

En la calle todos bailaban. Qué otra cosa podían hacer. Los artistas no dejaba dormir a nadie con su repertorio hebreo-árabe- rioplatense- brasilero. En danza circular los transeúntes giraban y giraban los sueños de un mundo nuevo. Los músicos se reunieron en la plaza y celebraron como si no hubiera un mañana ese encuentro de sueños, de sonidos, de historia y de cultura. Detrás de los vidrios opacos que aún permanecían cerrados, crecía con creciente furia el esplendido amanecer de un nuevo día.

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