Love Story

Hubo una vez una frase muy cursi que marcó una época: “amar es nunca tener que pedir perdón”. Corresponde a la película “Love Story” del director Arthur Hiller, de 1970. Esa y otra sarta de lugares comunes hicieron de aquella película una de las más taquilleras y sensibleras de la historia. Iom Kipur es traducido al español como “Día del Perdón”; pero el perdón que pedimos o nos es pedido hasta ese día no tiene nada de cursi ni de sensiblero; por el contrario, tiene que ver con los asuntos más hondos del corazón y el espíritu humanos. No hay nada concreto ni banal en los perdones que manejamos en estos días, nada que pueda descartarse con una frase ingeniosa. Sin embargo, pedimos perdón por medio de la palabra, la oración – en el sentido de frase y en el sentido de rezo – en definitiva, por el discurso.

Aun en toda su cursilería y simpleza, la frase de marras encierra un mensaje válido: desde el lugar del amor, el perdón es innecesario; algo así quería decirle Jennifer a Oliver en aquel famoso diálogo. El amor hace superfluo el perdón. Sin embargo, Oliver había sentido la necesidad de pedirlo; Jennifer lo perdona en una forma muy poco específica, pero entendemos que él se da por perdonado. Podría concluirse que el mero hecho de pedir perdón implica la obtención del mismo. El perdón es un acto del emisor, haya respuesta explícita o no del receptor. Pedir perdón es un acto catártico. Tal vez liberador.
Cuando los Hijos de Israel mandaban un cordero al desierto como expiación por sus pecados no esperaban una respuesta desde el desierto; el texto bíblico describe un ritual por el cual se debía procesar esa catarsis una vez al año, en el décimo día del nuevo año (Levítico 16). Bajo la forma de sacrificio, los pecados eran expiados. Como nos enseñan nuestros rabinos, nuestro sacrificio, nuestro “korban” (en hebreo de la raíz “krv”, cercanía a Dios), es la oración. El discurso. La palabra.

Estamos llenos de errores, pecados, omisiones. “Ashamnu, bagdanu,…” recitamos en nuestro “vidui” (algo así como confesión, reconocimiento). Estamos verbalizando lo que somos, expresando nuestra imperfección como acto pretendidamente reparador. ¿Es realmente tal?  Por el mero transcurso del tiempo nuestros actos quedan inscriptos en un momento y no tenemos el poder de volver atrás, ni desdecirnos de nuestras palabras, ni deshacer nuestros actos. Hay momentos que determinan nuestro destino, marcan rumbos que, una vez tomados, no pueden desandarse. Si no podemos tener efecto sobre lo acontecido, sobre nuestros actos pasados, fallidos, malvados, involuntarios, inconscientes, desesperados, aburridos, desesperanzados, desanimados, inertes, incomprendidos, irresponsables, irreparables… ¿por qué pedir perdón?

Porque aquello que no podemos reparar en “tiempo real” – usando una expresión tan actual – podemos repararlo en el “tiempo virtual” que constituye el lenguaje. Nadie puede esperar que se modifique realmente aquello que no actuamos bien: el error, el pecado, la omisión, lo que fuere. Pero pedir perdón constituye un acto reparador porque es diálogo, comunicación, expresión. Así construimos los seres humanos nuestros complejos vínculos. Así hacemos las paces después de las guerras. Así saldamos disputas. Así cerramos negocios. Nadie pretende que lo pasado no existe; pero nos aferramos al valor reparador de la palabra, con todo lo relativo que éste puede ser.

“Love Story” es una historia de amor. Su autor, Erich Segal, era judío. El perdón como acto reparador de lo irreparable está claramente expresado en la última escena de la película, la escena entre padre e hijo: nada puede volver a ser como fue, pero hay un reconocimiento explícito del valor de pedir perdón. Algo así como reconocer en el perdón, pedido o concedido, un acto de amor, cualquiera sea su naturaleza.

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