Todo es midrash, todos los iom kipur

Hay judíos que conectamos con las festividades porque nos permite sentirnos parte de una historia. Una historia que nos toca escribir desde nuestro presente, resignificando lo judío en cada nueva pregunta, en cada nueva apertura, en cada nueva mixtura. Casi reescribiéndola, casi recreándola, casi representándola, en ese juego ambiguo en el cual el prefijo “re” nos habla tanto de repetición diferenciada, como de intensidad desbordada: escribir de otro modo lo mismo, pero con tal compromiso que lo escrito crea un mundo nuevo. Del mismo modo como pensaba Schleiermacher, cuando sostenía que los textos sagrados no debían ser interpretados al pie de la letra, sino que todo espíritu religioso debería ser capaz de escribir la suya propia. Es que una historia es siempre un texto, y un espíritu religioso puede ser entendido como la libertad de conectar con la letra desde nuestra propia subjetividad. De hecho, según la interpretación etimológica proveniente de Cicerón, el mismo término “religión” es asociable a la idea de “relectura”: se trata de volver a leer los mismos textos, la misma historia, la misma identidad, pero de modo diferente. Como aquel río de Heráclito, donde nadie puede bañarse dos veces, cada nueva lectura es otra, cada nuevo relato es una respuesta a relatos anteriores. Así, lo judío es ese devenir incesante de relecturas, donde la tradición que se transmite no es algo estanco y anquilosado, sino por el contrario, un impulso a la libertad interpretativa, algo espiritual. Una espiritualidad no metafísica, que se va conformando en ese punto de cruce entre los sentidos heredados y las interpretaciones que los transforman. Una religiosidad no religiosa, que desenmascara el dogmatismo de lo sagrado para sacralizar la diversidad de la comunidad de sus intérpretes. El espíritu de un texto es ese soplo de sentido con que se recrea la letra, ese acto creativo en el que se da origen a un nuevo itinerario interpretativo. Por eso, aunque pretenda lo contrario, la literalidad de toda lectura mata a la tradición, no le permite transmitirse, y la condena a repetirse vacuamente. Un texto que siempre nos dice lo mismo, un rito que en su automatización ya no dice nada. Es como si uno se juntara con sus amigos a repetirse siempre los mismos diálogos, o como si hiciera el amor siempre del mismo modo, o como si uno despertara condenado a vivir eternamente siempre el mismo día. Lo más sagrado de un texto es su capacidad de dar otros sentidos, de conmover, de decirnos algo, de generar diferencia. Lo más profundo de la vida es que cada segundo nos permita descubrir nuevas posibilidades. Cuando el texto se repite en la literalidad o cuando una identidad se repite en ritualismos vacíos, lo judío se muere: no se transmite nada, solo se idolatra la letra vacía.
Una identidad es un relato, una narrativa que se va construyendo en ese juego hermenéutico entre perspectivas diversas. Un juego que muchas veces se vuelve combate, se vuelve polémica, como en esa idea de Nietzsche según la cual, la verdad es un ejército de metáforas. Hay metáfora, pero también hay ejército. Seguimos leyendo el relato de la Torre de Babel como un castigo y no como una apuesta a la voz del otro. El literalismo es la voluntad de una de las tantas metáforas de olvidar su carácter, de presentarse como letra pura, de constituirse en identidad genuina. Una estrategia que no distingue ejecutantes: el fundamentalismo no es solo ortodoxo, ni siquiera religioso. El problema está en el lugar desde donde se habla, pero sobre todo desde donde se dialoga. Si una voz se adjudica un acceso privilegiado a la verdad, sea esta voz religiosa, laica, ortodoxa, secular, conservadora, sionista, antisionista, o lo que sea, entonces hay perspectivas de lo judío que caen del lado de afuera. La vida judía contemporánea es tan diversa que ya no se puede hablar de un judaísmo, sino de judíos con su respectiva forma de comprender lo judío. O en todo caso, aquel que se presenta como celador del impersonal “el judaísmo sostiene que”, no hace más que travestir su propia perspectiva como si fuera la única. La vida judía es el resultado histórico de una tradición de relecturas permanentes. Y las relecturas releen otras relecturas. Aquellos que suponen la existencia de una primera letra, de una revelación originaria, pondrán todo su esfuerzo en rescatar la pureza de ese texto divino, en resguardar la normatividad allí fundada. Aquellos que entendemos que no hay un origen último, hacemos –como Sócrates- de la búsqueda un sentido, perseguimos lo que sabemos que no hay, pero no como ejercicio inútil, sino como preeminencia de toda pregunta a cualquier respuesta. Rosenzweig sostenía que hubo una revelación, pero que después todo lo que se ha escrito a partir de allí, ya es interpretación. Abraham Heschel decía que la misma Torá escrita ya es midrash. Pero en ambos casos se sigue pensando un origen absoluto, una ultimidad metafísica, un pueblo elegido. Profundizar el carácter hermenéutico de nuestra identidad histórica es también comprender que así como todo texto relee otros textos, nuestra cultura también es un ejercicio de mixturas, de cruzamientos, de impurezas. No puede haber pueblo elegido porque somos, como todo pueblo, mezcla de otros. No es la actualidad de una sociedad contemporánea fragmentada la que nos permite entender lo judío de este modo; se trata más bien de volver a pensar la historia misma del pueblo judío con la diversidad y la apertura como elementos constituyentes. Se puede afirmar, como hacen algunos, que la cultura judía es una apuesta a la interpretación de un texto, tal como lo prueba el Talmud y la historia de las divergencias teológicas y halájicas sobre las fuentes. Pero otra cosa mucho más radical es sostener que lo judío mismo es como un texto, que la identidad misma es como un texto, que uno mismo es un texto, que lo real mismo es un texto, y que si todo es texto, todo es midrash, y que cuánto más midrash haya, más crece el texto, más crece lo real, más crece uno, más crece la identidad, más crece lo judío.

Hoy podemos pensarnos más allá de la oposición entre laicos y religiosos, en la medida en que ambas sigan fundándose en literalismos. Se puede ser un judío al modo religioso y no creer en Dios, como se puede ser un judío secular y creer en algo. La cuestión está en la redefinición de qué es creer y qué es ser. Se podría pensar la condición religiosa o secular ya no como una atadura a una verdad última, sino como una morada que abre sus puertas a lo extraño. Gianni Vattimo dice, leyendo a Nietzsche, que con la muerte del Dios de la metafísica, el hombre puede volver a creer. Es ese lugar intermedio, mixto, filósofo, en el cual cuando un amigo le preguntó si aun creía en Dios, Vattimo le respondió: creo que creo. Una cultura posreligiosa o postsecular es aquella en la cual conectamos con las cosas creyendo que creemos, pero fundamentalmente y por eso mismo, abiertos a que las creencias –la de los dos tipos- cambien, se muevan, se resignifiquen.

Hay judíos que conectamos con Iom Kipur porque nos permite sentirnos parte de una historia, de un relato. Un relato que supone una proveniencia, una huella que necesita seguir su curso. Un relato que supone una trascendencia, ya que nadie habla desde ningún lugar. Pero aquello que nos trasciende no necesariamente es algo sobrenatural. Nos trasciende nuestra historia, la cultura, una ética, un horizonte de valores, una magnolia de recuerdos, una nubosidad de aromas, un beso, una palabra en idish, una fobia, una mañana de ayuno adolescente de algún Iom Kipur en Villa Crespo, un canto desesperado, un zeide comunista llorando a escondidas, un maquillaje. Lactancio define “religión” desde la fe, como la capacidad humana de volver a ligarnos (re-ligar) con lo trascendente. Pero la trascendencia no es solo metafísica. Hay judíos que nos releemos y nos repensamos sobre las huellas de nuestras herencias familiares, barriales, comunitarias. Así proseguimos escribiendo el libro, donando al texto de otros sentidos, conectando con la historia de modo espiritual. Nadie puede arrogarse el monopolio de la semántica de lo espiritual, como nadie puede hablar en nombre de un judaísmo único. Recuperar lo espiritual en Iom Kipur es continuar ofreciendo resistencia a todo intento de oxidación de lo judío. Es ejercer la introspección en los iamim noraim, mirarnos para adentro y darnos cuenta que nuestra principal esclavitud es la que tenemos con nosotros mismos. Creer que somos sin el otro, o que el otro es siempre un objeto para uno. Una posible dimensión espiritual de lo judío se va construyendo en ese movimiento por el cual la introspección llega al punto límite de comprender que en el fondo mismo de nuestra identidad, son los otros los que nos constituyen, y que nos debemos por ello al otro que sufre: al indeseado, al indigente, al invisible. Una vida espiritual encerrada en sus propios muros es como un texto encerrado en su propia literalidad. Una vida espiritual encerrada en su propio yo, que niega al que sufre, es como un texto que censura sus posibles lecturas. Y así como toda lectura es arrancarle a la letra un sentido, del mismo modo la presencia del otro nos arranca de nuestra comodidad, de nuestra indiferencia, de nuestro egoísmo. En Iom Kipur se lee en los templos, el libro de Jonás. Aquel profeta al que Dios le ordena dirigirse a la Nínive corrupta para instar a sus habitantes al arrepentimiento. Aquel profeta que descontento con la orden de Dios, huye de él en un barco hasta ser devorado por un gran pez. El mismo Jonás que, entonces, pide por su vida, y Dios perdona, aunque le vuelve a exigir su mediación frente Nínive. Ese Jonás que cuando logra su objetivo y toda Nínive arrepentida es perdonada por Dios, él pide por su propia muerte. ¿Por qué quiere morir Jonás? ¿Por qué está enojado con Dios si un pueblo entero fue salvado del exterminio gracias a su acción? Hay una tradición rabínica que interpreta este relato mostrando que aunque Jonás había logrado la misericordia divina, no se había hecho justicia. Los habitantes de Nínive debían igualmente ser inculpados, ya que de lo contrario, el mal quedaría exento de castigo frente al perdón que todo lo condona. Jonás esta enojado porque Dios no había obrado con justicia, sino con misericordia. Stephane Moses analiza este relato sosteniendo que Jonás representa la vigencia de la justicia por sobre el perdón, y aunque Dios pueda perdonar a quien se arrepiente, la voz de la injusticia debe seguir siendo escuchada.

Hay judíos que somos Jonás en Iom Kipur y clamamos por un mundo más justo, y hay judíos que entendemos que el perdón (el don más completo) es lo único que nos puede sacar de nosotros mismos. Hay judíos que ayunamos en Iom Kipur y hay judíos que no ayunamos. Hay judíos que rezamos en Iom Kipur y hay judíos que nos juntamos y reflexionamos. Incluso hay judíos que no recordamos la fecha, como hay otros judíos para los cuales el judaísmo no es más que una burocracia normativa del recuerdo de fechas. Hay judíos que nos acercamos a las sinagogas y otros que no. Hay judíos que recordamos a nuestros muertos en el izkor, y hay judíos que recordamos a nuestros muertos de otras maneras. Iom Kipur para algunos de nosotros es un momento solitario, para otros, familiar, para otros, comunitario. Es probable también que para muchos de nosotros la identidad no esté atravesada por Iom Kipur, aunque nuestra identidad esté atravesada por lo judío. Y del mismo modo, hay judíos para quienes Iom Kipur es el único día en el que nos sentimos judíos. Hay judíos que al finalizar este día celebramos en la mesa con comida, pero hay quienes no celebran ni este día ni otro, judíos o no judíos, porque no tienen mesa ni tienen comida. Hay una tradición cabalística que dice que Iom Kipur es el único día del año en el que Satán no puede hacernos daño. Por eso hoy reafirmamos nuestras utopías por un mundo para todos. El gran daño que causa Satán en el año es la indiferencia.

Jatimá Tová!


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