Transmitiendo vivir

¿Cómo pertrechar a nuestros jóvenes para que no se sientan interiormente perdidos en este mundo de hoy? Catherine Chalier ( judía, francesa, especialista de Lévinas) nos ofrece en su último libro (*) valiosas reflexiones sobre el tema. Ojalá pueda yo comunicar  aquí algunos ecos de ellas.

Una  tarea  sutil, poco frecuente, vital

Indispensable – como la savia para un vegetal – la transmisión de una herencia espiritual  parece estar en crisis en nuestra civilización occidental. Ya Descartes había puesto en tela de juicio lo heredado para reivindicar el derecho a la búsqueda personal. Luego Marcuse desprestigió la relación maestro/discípulo acusándola de abuso de poder. Ahora un marcado escepticismo margina todo lo que pretenda ofrecer un sentido para la vida. Sólo la ciencia brindaría un apoyo legítimo.

¿Quién podría subestimar el valor de los increíbles progresos tecnológicos actuales? Y las nuevas generaciones los manejan con soltura. Eso las capacita para modos de intercambio y aprendizaje insospechados hasta  hace pocos años. Pero ninguna proeza electrónica les servirá para afrontar interrogantes que, inevitablemente, se les presentarán a otros niveles: tragedias de la historia o personales, catástrofes, absurdo... Ni tampoco podría aportarles alimento en el registro existencial de sus deseos más íntimos.

Según la imagen  bíblica del Génesis, para emerger de un caos (un desierto de angustia y de tinieblas,   aquel TOHU VAVOHU) hará falta una palabra que ilumine y distinga, que permita orientarse y trascender la soledad. A la manera de aquel Creador, las generaciones humanas tendrían que poder ir transmitiendo a las siguientes ciertas palabras luminosas llegadas  desde muy lejos que las capacitaran para enfrentar al abismo.

¿Cómo hacerlo? ¿Qué será lo específico de ese acto de transmisión?

Situando y distinguiendo.

Su intención, ante todo, no puede ser más contraria a la de querer  adoctrinar. Porque adoctrinar es imponer una explicación total de la realidad, que resuelva conflictos y  perplejidades, esterilizando toda capacidad de análisis, de asombro, de interrogación. Cualquier ideología puede volverse un ídolo que exija que se le ofrezcan sacrificios. Y como es más fácil aceptar certezas rígidas que correr el riesgo de lo vital, muchos prefieren esa esclavitud.
De las violencias empleadas para adoctrinar la primera es la mutilación de la memoria. Eso aísla a las personas y, al  privarlas de apoyos comunitarios, las hace más vulnerables.

Informar, en cambio, parecería algo neutro y libre de todo deseo de influir. Consistiría en poner a la disposición de alguien los datos de un saber para permitirle reflexionar con conocimiento de causa y así forjarse su propia opinión. Noble intención. En teoría. Porque, de hecho, lo que hoy se llama “información” consiste en un flujo vertiginoso de datos de todo tipo que permite estar al día, al instante, de lo anecdótico que suceda en el mundo. Y como la ignorancia cultural ahora cunde, no se dispone de perspectivas filosóficas, históricas o religiosas para  tomar distancia de lo inmediato y hacer una lectura crítica del magma.

Indigestado y confuso, en vez de poder juzgar con libertad, cada consumidor de ese aluvión de trivialidades podrá volverse un juguete en manos de hábiles manipuladores comerciales.

Tal material rara vez pertenecerá al registro simbólico propio del ser humano. Además, será accesible mecánica y solitariamente, sin que se necesite un mediador de carne y hueso. Y así andan nuestros jóvenes, tan conectados a sus aparatos y tan huérfanos de vínculos nutricios...

No: el informar así no puede, de ningún modo, reemplazar a la transmisión.  

 
Un trío insoslayable

El primer componente del acto de transmisión es algo tan medular para la tradición judía que ocupa un puesto de honor en la noche del SÉDER: la narración (o HAGGADÁ).

Por estar dirigido a un interlocutor un relato valorizará a esa persona, haciéndole sentir que existe. Y por componerse de una sucesión de acontecimientos le permitirá tomar conciencia de la dimensión temporal tan propia de lo humano. Cada cultura tiene sus relatos ancestrales, que habrá que entregar con TÁ<AM (ese sabor y ese ritmo propios de la transmisión oral) para que sean escuchados con interés.

Típico de la sabiduría rabínica es el comunicar enseñanzas no por medio de teorías abstractas sino a través de las imágenes concretas de los cuentos (que, según Bachelard, guardan el secreto del dinamismo psíquico). La raíz hebrea KDM expresa tres aspectos de esos relatos: hablan de algo que pasó antes (KÓDEM) pero impulsan hacia adelante (KADIMA) porque orientan (situando el Oriente: KÉDEM).

¿Cómo hacer que aquello lejano se vuelva contemporáneo? Como en la noche de PÉSAJ, gracias a las 4 preguntas: indagando a distintos niveles, buscando significados.

¿Por qué pasarse, como una antorcha, de generación en generación, historias, leyendas, mitos fundadores? Porque son portadores de un impulso vital, de una esperanza. Porque, si llegan a destino, tocando un centro interior, harán que un joven pueda sentirse vinculado a algo mayor que él mismo y capaz de infundirle confianza.    

Y como es imposible encender una llama sin arder uno mismo quien pretenda transmitir ese precioso legado deberá, previamente, haber experimentado en carne propia sus efectos. Si sólo hay  repeticiones automáticas, cáscaras vacías, las palabras antiguas se morirán (como todo ser vivo cuando no sea objeto de atención). No podrán ser consideradas verdaderas palabras, dirá Najmán de Braslav.

¿Qué  significa escuchar? y ¿a qué precio se alcanza?

Lo que se escucha en serio transforma la visión interior y pone en marcha.

Pero no es fácil oír la voz portadora de un mensaje porque es como la de aquel silencio sutil de la gruta de Elías. Como una semilla, para germinar necesitará un hueco hecho en la tierra, tiempo, agua, sol y una amorosa atención del jardinero.

Escuchar de verdad es renunciar a saber de antemano dónde encasillar tal o cual planteo y a dónde podría llevarnos en la práctica. Es ser capaces de sorprendernos ante sus virtualidades.

Si quien escucha así las palabras antiguas las hace revivir (como el espíritu a los huesos en la visión de Ezequiel), ellas, a su vez, le infundirán una vida tan nueva y tan potente que será contagiosa.

 
El tercer componente, que se entrelaza con narrar y escuchar, es testimoniar.

Después de la SHO’Ä suele utilizarse este verbo para referirse a la casi imposible tarea de los sobrevivientes destinada a rescatar del olvido y la negación aquel horror. Pero esta rememoración de la tragedia vivida en primera persona (del singular y del plural) no agota el alcance de la tarea.

El testimonio que una generación deba entregarle a las siguientes trascenderá  los recuerdos personales: consistirá en un impulso hacia la vida; en una brújula interior que no pertenezca, exclusivamente, a ninguno de sus miembros. Algo misteriosamente presente en medio de lo sombrío de la historia; una “frágil claridad”, incomprensible y obstinada: la de una alianza inmemorial entre lo limitado de una existencia humana y lo infinito que se esconde en su alma.

El más alto nivel del testimonio estará dado por algunas personas que, tal vez sin saberlo, lleguen a volverse, ellas mismas, signos de luz, vivientes, para los de otra generación. Aquellos adultos que, pese a sus años y sus cicatrices, permanezcan permeables a la belleza, a la ternura, serviciales y atentos a los furtivos llamados de la alegría. Sus existencias paradójicas dejarán presentir una fuerza secreta que los nutra y derrote a la desesperación. [ Ver texto recuadrado ]

    
La  raíz  y  la  meta


La pasión por transmitir ¿arrancará sólo del anhelo natural de acallar nuestra angustia ante la muerte individual? No, porque la transmisión de la que aquí se habla no busca tanto que algo importante de uno siga viviendo en otro ser humano sino que algo importante de otro ser humano se despierte y viva.

No basta con desear comunicar porque sin dos deseos que se encuentren no podrá haber transmisión. Y no hay un método infalible para hacer nacer en otro el deseo de recibir. Ni el mismo Sócrates pudo con la indiferencia de algunos de sus oyentes. Pero de algo se puede estar seguro: nadie sentirá el deseo de hacer fructificar sus talentos (aceptando una herencia de semillas) sin haber sido mirado alguna vez por alguien que se alegrara de su existencia.

Desear que un joven viva y conozca el gozo de encarnar un JIDDÚSH (una innovación) ¿no será la gran tarea de padres y educadores? Tal vez podría decirse que si llegaran a transmitir esa sed habrían logrado su misión. Porque no sólo de pan vive el hombre: también de sed.


(*) “Transmettre, de génération en génération”. Buchet / Castel. Paris. 2008. 272 p.
 
 
Del diario de Etty Hillesum, muerta a los 29 años en Auschwitz, en 1943

· Más leídos ·

Consola de depuración de Joomla!

Sesión

Información del perfil

Uso de la memoria

Consultas de la base de datos