Cojeras y cegueras. Parte II

La “lengua incircuncisa” parecería incapaz de transmisión alguna. El frenillo, si no es cortado, mantiene la boca cerrada y la dicción ocluida (paradójicamente, lo entero, no cortado, es lo tartamudo, lo incapacitado para la palabra). El cuchillo de Séfora parece operar no solo sobre el prepucio del hijo, sino también en el habla de su esposo. Solo así su palabra podrá ser escuchada: a continuación de ese episodio Moisés se encuentra en el desierto con su hermano “y le refirió a Aarón todo lo que YHVH le había encomendado y todas las señales (otot) que le había mostrado”, para contar por fin el texto que, ante el relato de los dos hombres, sus “letras” y señales, “creyó el pueblo y escuchó que YHVH  tomó en cuenta sus sufrimientos…” En esa secuencia –Dios a Moisés, éste a Aarón, ambos a los ancianos de Israel y éstos al pueblo- se prefigura lo que será “la cadena de transmisión” con la que comienza uno de los libros del Talmud, Pirké Avot o “Libro de los padres/maestros”. Quedan así ligados de modo indisoluble revelación y transmisión, y de éstas con el corte (¿la castración?).

En esta parashá se evidencia, ejemplarmente, el hondo y estructural vínculo entre las dos acepciones del término milá. En hebreo, con un pequeño cambio ortográfico, significa tanto “palabra” como “circuncisión”. Brit milá, “pacto de circuncisión”, es leído por algunos como “pacto de palabra”, lo cual no es estrictamente correcto ya que milá como circuncisión se escribe con la letra iod (i latina) y milá-palabra, sin ella sino con el punto que representa el sonido “i”. Sin embargo hay un nexo esencial entre ambas. En los dos casos hay corte y ligadura, hay pacto y herencia: la palabra corta en tanto distingue, diferencia, ubica al niño como receptor de un nombre, lo anoticia de su carácter discontinuo e individuado. Lo “corta” de la mera corriente natural y le dona la posibilidad de ser intérprete de esa palabra dada, de modo que junto a la libertad le trasmite la intemperie y la responsabilidad. Dar la palabra es cortar ligando, inscribir en la ley y la cultura. Introducir al nuevo ser en el mundo significante. Por su parte, el corte del prepucio reconoce similar función: inscribe en la cadena filiatoria, sitúa al hijo como heredero y lo autoriza, por tanto, a “recibir y cuestionar”, a interpretar. Si el corte se produce en el órgano sexual es precisamente para indicar el carácter no natural de la reproducción: la circuncisión “significa” al miembro, lo introduce en el plano simbólico, lo despoja de su naturaleza puramente carnal y biológica. Escribe la ley en el cuerpo, liga el cuerpo a la palabra. De allí que el brit, pacto, consista en un acontecimiento discursivo.3 Muestra, en ese sentido, el nexo  entre cuerpo, palabra y tiempo. La sucesión –toledot-, como la lengua, es discontinua y temporal, consiste en diferencias y lugares, es vía de transmisión y gestadora de futuro.
Cojos, fallidos, heridos. La literatura antigua abunda en esos caracteres, pero eso no implica que la misma falla tenga igual significado. Cada uno lo tendrá según el contexto. Edipo y Jacob son dos célebres ejemplos de héroes cojos. Ambos, hombres de andar dañado y destino complejo, de traspiés múltiples, de torceduras y desvíos. Los dos salen lastimados de su encuentro con lo inefable: el oráculo que arroja a Edipo al peligro de muerte, y el ángel que lucha al alba con el patriarca. Si Edipo es salvado de perecer, lo es a costa de la torcedura: sus infantiles pies, apretados por la soga que le impedirá escapar y lo deja a merced de las fieras, portarán por siempre la marca y el defecto. También Jacob es rescatado de la muerte en ese combate misterioso, pero saldrá de él con el muslo defectuoso y el caminar vacilante. Edipo  comparte también con Isaac la atadura; el griego sin embargo no es ligado, sino todo lo contrario. La cuerda que lo aprisiona tiene por función expulsarlo de la cadena filiatoria, arrojarlo del lugar de hijo, exponerlo a la orfandad y al crimen. La consecuencia no puede ser otra que el incesto y el parricidio. Desafectados de la sucesión, los lugares quedan por completo trastornados, negados, y el tiempo enloquece. Isaac por su parte quedará ligado, en deuda, pero a la vez relativamente impotentizado. Las cuerdas que lo fijaron al altar sacrificial parecerían pesar a lo largo de su historia bajo el modo de la quietud, la sumisión, la dificultad de decidir. Su andar limitado y temeroso es otra forma de la cojera (recordemos que es el único de los tres patriarcas que nunca abandona su lugar de residencia: es el menos “extranjero” de todos). Abraham no es Layo: su acto no responde a ambición personal ni al temor de que el hijo lo destituya del poder. Es tan solo un gesto de acatamiento a una ley que se le impone, y en la que habrá de inscribir al hijo para que se cumpla la promesa con que ha sido bendecido. Pero tal acatamiento no es sin costo: someter al hijo a la violencia del sacrificio, aun si –programadamente-  fallido, habrá de marcar para siempre la vida del muchacho e, incluso, la de su madre, cuya muerte parece precipitarse luego del terrible episodio. Si Yocasta se ahorca ante la revelación de la verdad, Sarah no resiste el horror de la posible muerte de su niño. Las madres sin duda forman parte de los dramas que allí se desarrollan y, lejos de ser meramente espectadoras pasivas, cumplen funciones cruciales en la historia. Atrayendo al hijo al lecho prohibido, eligiendo al sucesor del pacto o circuncidando el prepucio del vástago, son ellas las que, en gran medida, precipitan los acontecimientos, deciden el lugar del hombre (padre, marido, hijo) y definen el desenlace. Es como si su intervención dotara a todo el relato de una cierta cualidad fallida: “feminizar” la historia, ¿no es agujerearla4, mostrar sus grietas, dejarla coja y tartamuda?

Algo de esta operación textual podría leerse tal vez en la breve narración que citamos, la abrupta circuncisión del hijo de Moisés que parecería tener como efecto la de los labios del profeta. Esa escueta secuencia quizás funcione como grano de arena en el corazón del relato: si la mujer es el paradigma de la incompletud, si es ella la que –como en el Cantar de los Cantares- expresa la imposibilidad de tenerlo todo, la improbable consumación absoluta del amor y, por ende, representa la fuerza y la vigencia del deseo, ¿no será la circuncisión –del miembro viril y de la lengua- una metáfora de lo femenino, imprescindible para que la transmisión sea posible y haga avanzar la historia? 

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