Cojeras y cegueras. Parte I

Parashiot Shmot/Vaerá, Éxodo I-IX

“Esta historia, herida en el punto de unión con el suelo, avanza cojeando”: así lee Michel de Certeau la lectura que Freud hace de Moisés. Historia de éxodos, de lugares y nombres cambiados, de una cosa en lugar de otra, de pérdidas y sustituciones. Curiosa figura la de la cojera para referirse a un relato protagonizado por un tartamudo. Un hombre que, de tan torpe de lengua, necesita un vocero para trasmitir aquello de lo que se le ha encomendado ser él mismo vocero. Los términos que el texto elige para aludir a esa torpeza son enormemente significativos: si en la primera ocasión el profeta se califica a sí mismo como “de boca pesada”, la segunda vez se llama aral sfataim, “de lengua incircuncisa” (Éx. VI, 30).

Entre una y otra expresión, el extraño episodio del ataque de Dios a Moisés en una posada del camino. Pero antes, la presentación de Dios en la zarza y su nombrarse como Ehié asher Ehié. Lo que sin duda no aqueja a Moisés es la ceguera: él ve aquello que se le aparece (vaerá, literalmente, se le hace visible) en forma tan enigmática, ese arbusto que arde y no se consume, y percibe en ello -a pesar de que sin duda la combustión espontánea de un arbusto leñoso era un hecho habitual en el desierto- algo a lo que había que prestar atención. Ni ciego ni sordo: sin embargo el acontecimiento no consiste en lo que se ve, el espectáculo solo sirve de signo y señal (otot umoadim), de llamado, para que el hombre se presente, escuche y responda. Es lo que ese Dios (desde el fuego, la zarza que arde) habrá de decirle y ordenarle lo que constituye el núcleo del relato, lo que le da sentido. Pero, para escuchar y hacerse cargo de la misión a realizar, la condición de incircunciso es un obstáculo. Le falta, a Moisés, el corte. Si es “completo” no podrá avanzar en la tarea, si está entero no prosperará en su liderazgo. Lo que se le manda es que lleve la palabra de Otro: primero al faraón, luego al pueblo, tanto en las indicaciones para la salida de Egipto como luego, al recibir la Ley en el Sinaí. Mas para ser trasmisor debe saberse incompleto, no autor sino portador de la palabra. A diferencia de los constructores de Babel, solo la conciencia de no ser autoengendrado, de no ser dueño ni creador del propio nombre –y por tanto de la lengua- es condición necesaria para conducir hacia la liberación.
El brevísimo relato del ataque que Moisés sufre por parte de Dios2 se resuelve por la firme decisión de su esposa Séfora. Jatán damim atá li, “novio de sangre eres para mí”, dice la mujer, y la narración pasa a otro tema como si ese cortísimo y grave incidente hubiese quedado claro. Con su habitual laconismo, el texto nada explica.  Hay quienes consideran estas líneas como una interpolación “fuera de lugar”, un fósil textual que quedó adherido al relato mayor y que algún copista olvidó eliminar. Pero sabemos –y de Certeau estaría de acuerdo- que son precisamente esos “olvidos” o partículas aparentemente extrañas los lapsus del texto donde la verdad aparece. Será preciso ubicar el fragmento en el contexto para averiguar qué función cumple en la economía narrativa del éxodo.

En el mismo capítulo, líneas antes, se produce ese diálogo entre el Dios de la zarza y un Moisés asustado, dispuesto a esgrimir todos los argumentos posibles para librarse de la misión. Dios insiste, le asegura que Él lo guiará y apoyará, le da pruebas de Su poder, le indica cómo debe usar la vara de pastor para que se convierta en bastón de mando… Finalmente, Moisés –que estaba en el desierto pastando las ovejas de su suegro Itró- retorna a casa de éste y le anuncia su pronto regreso a Egipto. Moisés toma a su mujer y a su hijo y se encamina al lugar de donde ha huido para cumplir con su tarea. En los vv. 22 y 23 Dios instruye a su enviado acerca de cómo actuar cuando el corazón del faraón se endurezca y no permita salir a los hebreos: “mas tú le dirás al faraón: Así dijo YHVH: Mi hijo primogénito es Israel. Te mando que dejes ir a Mi hijo para que Me sirva, mas si no le permites ir, he de matar a tu hijo primogénito”. Inmediatamente después, el relato que hemos mencionado. ¿Cómo entender esta secuencia? Toda la narrativa tiene un indudable tono sacrificial: la entrega del primogénito a los dioses era parte del culto que la historia de Abraham e Isaac tiene por objeto anular definitivamente. Otra vez aquí, Dios parece llevar las cosas a su límite mediante una dramatización: el (supuesto) intento de matar a su hijo dilecto, Moisés, para luego salvarlo, no es muy diferente a la escena del muchacho en la pira y la voz del malaj que le ordena a Abraham no tocarlo. Nuevamente, lo que se sacrifica es la omnipotencia: antes, de un padre con respecto a su hijo; ahora, de un hombre que, investido con un alto grado de poder, podría confundirse y creer que ese poder le pertenece. La circuncisión del hijo, llevada a cabo por la esposa, le advierte a Moisés de la imperiosa necesidad de inscribirse genealógicamente, de filiarse en ese pueblo ahora esclavo, de reconocerse “hijo de” para poder ser padre. Solo si Moisés es redimido por la circuncisión del hijo, podrá él mismo ser redentor y salvar a los hijos de los hebreos (o, como señala Legendre, a los hebreos en tanto hijos: Dios se presenta y le indica a Moisés que debe presentarlo como “el Dios de sus padres”, estableciendo la continuidad entre la promesa a los patriarcas y la gesta de liberación; por tanto, la continuidad entre generaciones). Filiación y libertad quedan inextricablemente ligadas. Y ambas, establecidas como inherentes a la temporalidad.

Si en un sentido ese dios viene del ayer –como Dionisos, como los dioses trágicos que reclaman sus derechos por formar parte de las leyes y los cultos de los antepasados- es también, y fundamentalmente, el que obliga al futuro, el que funda el porvenir: Seré lo que Seré no es una declaración de identidad, sino una expresión de apertura del  tiempo. Por otra parte, el ataque divino al profeta parecería tener también un valor didáctico: así como, en las líneas anteriores, Dios le muestra Su poder mediante actos “mágicos” –transformar la vara en serpiente, enfermar de lepra y sanar la mano de Moisés en instantes, episodios que servirán de modelo a los relatos evangélicos sobre Jesús-, acá lleva la demostración a su grado más extremo: la amenaza de muerte de los hijos que Moisés debe trasmitir al faraón no es pura charlatanería, sino algo que puede cumplirse efectivamente.

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