“Soy la lengua que hablo”

Cuando la Academia Sueca fundamentó su decisión de premiar a Saramago con el Nobel dio a conocer la siguiente declaración: “Con sus parábolas sustentadas por la imaginación, la compasión y la ironía, José Saramago nos permite aprehender nuevamente una realidad ilusoria.” Mario Luzzi, el gran poeta italiano tiene razón: “Si no imagina, el pensamiento ignora”.

Pocos saben que Saramago inició su carrera literaria en territorio de la poesía. Casi nadie, que es un excelente dramaturgo. Él mismo hace lo posible para no dar relieve a su producción teatral: “Si alguien me pregunta a qué me dedico, respondo que soy novelista. No se me pasa por la cabeza definirme como dramaturgo”. ¿Tiene razón? En 1979, la Asociación de Críticos Portugueses consideró La noche, su obra estrenada ese mismo año, como la mejor pieza teatral dada a conocer en ese momento en Portugal. Pero es cierto que sólo la narrativa habría de consagrarlo internacionalmente. Son tres, en este sentido, las obras que le dieron fama e impusieron su figura a la crítica literaria: Memorial del convento, El año de la muerte de Ricardo Reis y La balsa de piedra. Todas ellas son bien conocidas por el público local aficionado a la novela. Quiero, por eso, detenerme tan sólo en la última. La balsa de piedra es, a mi juicio, el libro que mejor permite fundamentar las convicciones estéticas de Saramago y su concepción de la historia.

En ocasión de aquella visita de 1988 a Buenos Aires, Saramago dijo también: “Se trata de hacer una revisión de la historia y la literatura puede hacer esto con más libertad que la historiografía. Mucho más en un momento como éste en el que desaparecen los géneros literarios y en el que la novela pasa a ser el medio de expresión más elástico”. La balsa de piedra parece ejemplificar acabadamente esta visión de la novela como un corpus literario poliformo, sinfónico, abarcador.

El 10 enero de 1989, en declaraciones al Jornal de Letras de Lisboa, Saramago expresó: “Esta novela –La balsa de piedra– en que aparto la Península Ibérica de Europa es, ni hace falta decirlo, efecto último de un resentimiento histórico. Probablemente sólo un portugués podría haber escrito este libro. Pero su autor declara que estaría listo para hacer regresar del mar la balsa errante, tras haber aprendido algo con esa navegación, si Europa, reconociéndose incompleta sin la Península Ibérica, hiciese pública confesión de los errores cometidos, injusticias y desprecios. Ya que, si de mí se espera que ame a Europa como a mi propia madre, lo mínimo que le puedo exigir es que ella ame a todos sus hijos por igual y, sobre todo, que por igual los respete a todos”.
Metáfora honda y, a la vez, plena de humor sobre el ser ibérico, La balsa de piedra narra, como se sabe, un hecho sobrenatural: una enorme grieta escinde, a lo largo de los Pirineos, la Península. A partir de ese momento, ella queda convertida en una isla lanzada al océano, por cuyas aguas se va alejando más y más de Europa, a la deriva en su experiencia propia y separada de cuajo del que hasta entonces fuera su lugar. Sin duda, uno de los temas que apasionan a Saramago es el de las relaciones entre lo ibérico y lo europeo. Según él, España y Portugal siguen estando un poco en el aire entre África, Asia, Europa y Sudamérica. La Europa desarrollada jamás se reconoció en ellos, oscilando entre el desprecio y la indiferencia hacia su gente y su cultura. Pero no por ver a ambas naciones sumidas en un mismo pesar, Saramago incurre en la idealización del vínculo entre ellas. Hace diez años y a raíz de la aparición de La balsa de piedra, declaraba a la revista Cambio 16: “España y Portugal aún no tienen una relación sincera, transparente, integradora de su pasado común. La mayoría de los escritores portugueses siguen mirando por encima de España, hacia Europa, lo cual es absurdo”. Por cierto, algún tiempo después, esta situación comenzaría a modificarse por obra, sobre todo, de los imperativos del Mercado Común Europeo. Pero muchos de los males señalados entonces por Saramago siguen vigentes. Cabe recordar también, en palabras de José María Fajardo, que el de Saramago es “un iberismo fundado en la identidad cultural peninsular y en su proyección hacia África y América, más que en un pensamiento nacionalista”. Saramago no cree que en el futuro puede hablarse de una nueva Europa “si ésta no se constituye francamente en una entidad moral, y tampoco habrá, si no son abolidos, otra cosa que los egoísmos nacionales, que casi nunca pasan de reflejos defensivos, preconceptos de preeminencia o subordinación de las culturas. No hay, y esperemos que nunca la haya, una cultura única y universal. La Tierra, ella sí, es única, pero el hombre no lo es. Cada cultura es en sí misma un universo; el espacio que separa a unas de otras es el mismo que las vincula, como el mar, aquí en la Tierra, separa y une los continentes”.

Estaríamos lejos de la verdad si creyésemos que, como autor de calidad, José Saramago constituye un fenómeno aislado, escindido, como su balsa de piedra lo está de Europa, del conjunto de la cultura de Portugal. Todo lo contrario. Saramago integra un auténtico movimiento narrativo y de su profunda vitalidad nos hablan las obras de narradores como José Cardoso Pires, Miguel Torga, Mario de Carvalho y Lobo Antunes. Figuras todas estas que, tras la caída de la dictadura salazarista, cuyo exponente final y agónico fue Marcelo Caetano; despejaron la comprensión de la experiencia social portuguesa mediante una conciencia crítica sagaz y elocuente.

Desde el punto de vista estilístico, Saramago resulta, sin lugar a dudas, un escritor inconfundible. Integrando el diálogo al párrafo, fundiendo en una materia única la reflexión subjetiva y el intercambio de ideas y sentimientos entre personajes, va desplegando con lenta maestría un dilatado, ramificado y contrastante fresco de su medio y de la época en que le toca escribir. Refiriéndose él mismo a su modo de expresión, declaró hace algunos años: “Es algo así como el movimiento de la oralidad, no su reproducción. Me di cuenta que tenía que liberarme de los signos de puntuación al uso y de todos los corsés. Y en esa línea sigo. De aspirar a algo como escritor, aspiraría a expresarlo todo simultáneamente en un mismo flujo: palabras, objetos, sentimientos… Esa aspiración es la que hermana literatura y música. Para mí un libro, más que la historia, es la manera”.


No obstante, reconstruir historias, preservar la memoria, es, como bien ha señalado Isabel Soler, “un rasgo perteneciente a la tradición lusitana. La voluntad de salvar del olvido, de mantener presente lo que ha sido, singulariza de tal modo la moderna narrativa portuguesa que incluso lo intuido, lo supuesto, lo consabido, son temas que la verdad de la ficción necesita expresar”. José Saramago no sólo no es una excepción a la convocatoria formulada por estos requerimientos de la creación, sino una de sus manifestaciones más elocuentes. Creo que es esto lo que el jurado encargado de adjudicar el Premio Nobel de Literatura ha sabido reconocer.

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