La tribalización de Israel

Un conflicto local, en una escuela primaria de niñas de un asentamiento no muy grande, lleva al país a uno de sus conflictos internos más graves y pone sobre el tapete una cuestión existencial que la prudencia política había sabido eludir hasta hoy

El centenar de miles de ortodoxos que salieron a manifestar en Jerusalén acompañando a los padres de las alumnas enviados a prisión por la Corte Suprema de Justicia no se pronunció a favor o en contra de la discriminación étnica en dicha escuela, ni si la solución deben ser la integración o la existencia de colegios separados según extracción comunitaria, sino que ascendió un peldaño más en el debate acerca de la primacía de la legislación: “Cuando hay conflicto entre la ley del país y la “halajá” (la jurisprudencia religiosa), ¿cuál debe primar?”

Si el debate se cerniera sobre leyes del país que explícita o implícitamente violan un mandamiento bíblico, es de suponer que no se llegaría a hechos concretos, ya que es difícil imaginar a la Knesset votando una ley que obligue a ciudadanos del país a violar sus creencias religiosas.

Pero a pesar de invocar repetida y fervorosamente el nombre del Todopoderoso y su Pentateuco, la cuestión que moviliza a todo el sector ortodoxo es muy distinta: “¿Quién está autorizado para dictar sentencia en cuestiones que hacen a la vida de la persona religiosa?” Si Israel aceptó desde su comienzo, porque no había alternativa real posible, que en cuestiones matrimoniales, la vida de los ciudadanos se rigiera por tribunales religiosos y no civiles, el razonamiento sigue: ¿Por qué en cuestiones educativas debe ser distinto? (No está demás recordar que en la visión ortodoxa de la vida la finalidad del matrimonio es engendrar y educar hijos).

Aunque constituye aún solo el 10% del electorado, el peso político del sector ortodoxo ha ido en continuado aumento, ya que vota en bloque, crece continuadamente, y ha sabido posicionarse como el fiel de la balanza para quien quiera formar gobierno en la fragmentada escena política del país.

Cada vez más, la sensación de fuerza, unida a la debilidad manifiesta de los partidos políticos laicos de gobierno, que parecen dispuestos a pagar cualquier precio en política interna con tal de obtener el visto bueno de los partidos ortodoxos para su política exterior, lleva a incrementar las demandas religiosas (invariablemente en nombre del “judaísmo verdadero” y no de un sector) mucho más allá de las subvenciones económicas y las exoneraciones de obligaciones como el servicio militar.

Lo que hace encender las alarmas en el presente episodio es la unanimidad de voces en el liderazgo ortodoxo pronunciándose en contra del Poder Judicial laico (y el que el Juez que presidiera el tribunal lleve kipá tejida solo los enfurece más) y a favor no sólo de la supremacía de los tribunales religiosos sino de su exclusividad en cuestiones que hacen a la vida religiosa. El que diputados y ministros del gobierno se pronuncien en contra de la autoridad de los tribunales nacionales es amenazante para el futuro de Israel, ya que el concepto “vida religiosa” puede ser extendido a cualquier orden de la vida: si se abren estacionamientos (¡fuera de los barrios ortodoxos!) en Shabat en Jerusalén, si se pueden mover tumbas desconocidas de miles de años para construir una sala de emergencias protegida ante cohetes en el hospital de Ashkelon, si habrán autobuses con secciones separadas para hombres y mujeres, si mujeres pueden presentarse como candidatas en elecciones municipales de circunscripciones de población ortodoxa, si se enseñarán matemáticas y derecho civil en escuelas ortodoxas financiadas por el estado, etc. etc., y todo eso por encima de las renuncias que el país ya ha hecho en temas religiosos, aún cuando afecten a la vida de los ciudadanos que piensan de modo distinto.

El tema de la supremacía de la ley religiosa sobre la nacional no acaba aquí: se suceden los episodios en que soldados consultan a sus rabinos acerca de si acatar órdenes de sus mandos cuando se refieren a acciones en los territorios ocupados, ya sea de evacuar asentamientos ilegales o proteger derechos civiles de palestinos, y cada vez son menos aislados los casos de “rabinos” que pronuncian veredictos “de la Torá” en contra de la ley civil.  

Los partidos políticos laicos se comportan vergonzosamente a este respecto: ninguno se anima a proclamar la supremacía de la legislación nacional frente a la religiosa. Ninguno presenta una visión de sociedad plural y multifacética en la cual el derecho particular a la libertad de culto sea celosamente protegido, sino que cortejan y adulan a los líderes rabínicos (quienes a duras penas pueden ocultar su desprecio) e intentan convencerlos que la plataforma política que promueven es la que más favorece en última instancia a los intereses de la minoría ortodoxa.

El modelo de extracción de concesiones no es por supuesto propiedad exclusiva de los sectores ortodoxos, quienes agregan que ni siquiera lo han inventado, sino que se han plegado a las reglas del juego que otros sectores impusieron antes de ellos.

Desde el punto de vista del país, la disposición de los gobernantes de turno a aumentar la autonomía de distintos sectores (a los ortodoxos se les pueden sumar los colonos, los inmigrantes de la ex Unión Soviética, los árabes, los bruzos y beduinos, los descendientes de inmigrantes marroquíes, etíopes, etc. etc. hasta el cansancio, dependiendo sólo de la efectividad del sector en consolidar y utilizar una fuerza electoral) nos aleja de la visión de un país unido, “el crisol de las diásporas”, y nos lleva a un mosaico de difícil convivencia entre las partes que lo componen.

Sin una visión social unificadora (ya que los hechos demuestran que el fundamentalismo territorial de los colonos no generó apego ni identificación en la mayoría de la sociedad, y la mayoría de la clase política, Benjamín Netanyahu incluido, comprende que es irrealizable), y en una atmósfera socioeconómica que prioriza el enriquecimiento individual, Israel deriva rápidamente hacia una colección de tribus alineadas bajo una bandera y un ejército comunes.

Desde el punto de vista de la mera supervivencia, quizás sea posible mantener a largo plazo un equilibrio tal, pero en lo que se refiere al sueño del renacimiento social y nacional del pueblo judío, “la luz para los pueblos”, la creación de un Estado como plataforma para expresar lo mejor y más puro del legado moral y social judío, la realidad en la que entramos no es otra cosa que el fracaso del intento de solucionar como lo definiera Ajad Ha’am, “no sólo los males de los judíos, sino los males del judaísmo”. Una Israel tal no podrá constituir un centro espiritual para los judíos del mundo, y la tribalización se extenderá inevitablemente a las diversas comunidades de la diáspora, cada una según sus creencias y su entender.

En resumen, el fracaso del sionismo laico.

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