Políticas del espíritu, avatares de los cuerpos Parte II

El espíritu se dice de muchas maneras
 

La espiritualidad tiene mil rostros, y uno de ellos es, sin duda, la mística. Pensamiento de la nostalgia, la mística aspira a retornar a una unidad primordial, a un origen antes de la caída, al seno de la totalidad antes de su fragmentación. Otros modos de la espiritualidad, en cambio, asumen la imposibilidad de ese retorno, más aún: son esa imposibilidad misma, fructífera y creadora. Retorno imposible porque sabe que no hay origen, no hay totalidad, no hay uno sin múltiple, una espiritualidad tal que no lamenta sino que consiste en el fracaso de acceder a lo infinito desde lo finito. A eso, precisamente, Spinoza y Lévinas llaman ética, Benjamín llama tiempo mesiánico, Buber llama diálogo entre el cielo y la tierra, Jabés llama escritura, Rosenzweig llama redención.

Fracaso que no anula el deseo de infinitud sino que lo potencia, lo reconoce como motor y lo realiza, fallidamente como todo deseo, sosteniéndolo y transmitiéndolo. He ahí, tal vez, esa otra manera de entender la espiritualidad.

La compleja e insoluble dialéctica entre lo finito y lo infinito ha fundado la filosofía, la religión y el arte, pero adquiere en el judaísmo rasgos peculiares. Porque cuando esa dialéctica se da sin metafísica exige no solo un diverso esquema de relación entre los términos, sino que los términos mismos se modifican y reformulan, cambian de lugar y sentido y producen, entonces, otras redes, otros recorridos, otras disposiciones.

En la Torá, la exigencia de santidad que Dios impone se refiere, lo sabemos, a la conducta de los hombres en sus prácticas terrenales, y los castigos y recompensas que merecerán por esas conductas se verifican también en el mundo terrenal. Ninguna alusión a ultramundos o a paraísos  e infiernos fuera del tiempo y del espacio.
Spinoza y Lévinas parecen disentir en los términos, ya que el primero habla de inmanencia y el segundo de trascendencia, pero mirados de cerca ambos pensamientos expresan semejantes aspiraciones: uno y otro postulan la preeminencia de la ética, el amor al prójimo, la justicia y la responsabilidad. En ambos, lo que define el bien es la relación al semejante, y no abstractas virtudes contemplativas de un sujeto aislado y referido solo a algún ámbito ultramundano. De manera que podríamos muy bien leer en Spinoza una inmanencia trascendente, y en Lévinas una trascendencia inmanente: la dimensión es siempre horizontal. El infinito, dice Lévinas, es el otro; Dios aparece como huella en el rostro del otro en su acuciante exigencia y en su dolor injustificable.

Amor a Dios, dice Spinoza, es comprender que se es parte de una trama donde los afectos de los hombres se co-implican y donde es necesario componer y armonizar los deseos individuales para que ese amor se exprese como alegría y potencia de obrar.

Para Benjamin, por su parte, el Mesías no es otra cosa que la liberación de los oprimidos y la experiencia de un tiempo pleno en el que las injusticias del pasado encuentren su oportunidad de redención. Es que ese tiempo-ahora no es mera linealidad: en él se incluyen múltiples dimensiones, tiempo abierto de la promesa, tiempo sin destino y, por tanto, tiempo productivo, futuro a la espera de los actos de los hombres y de la realización de la justicia. Tiempo, en fin, del acontecimiento, que requiere renunciar a toda certeza, es decir, al destino tanto como al origen. Pero el acontecimiento conlleva no solo la apertura del tiempo, sino también la del lenguaje. Es allí donde es posible mantener vivo el decir sin congelarlo y coagularlo en el dicho3: en éste el sentido está cerrado de una vez y para siempre y, por tanto, se hace pasible de apropiación e imposición, es decir, de transformarse en dogma.

A la inexistencia del origen, la imposibilidad de la pureza edénica y de la perfección primordial el judaísmo responde con otro modo de la trascendencia, temporal y finita, hecha de continuidades y rupturas, de generaciones enlazadas siempre frágilmente por la ley y su transmisión. Pero ésta exige una posición activa, un compromiso responsable, un riesgo: la interpretación. Y es ella, tal vez, la más exacta forma que asume la espiritualidad judía.

El dolor de ya no ser
 
¿Qué intenta la magia? Los magos del Faraón nos lo dicen: conjurar la muerte, dominar el tiempo, poner a D’s a su servicio. Ser inmortales tal vez, vencer todo límite, adquirir y usar el poder por sobre las fuerzas de la naturaleza y sobre los hombres.

Pero no somos Aladino; o mejor, sí  lo somos, ya que como él sabemos que la magia ha fracasado, que el genio, o el espíritu, no admite amos.

La espiritualidad permanece libre, inapropiable, opaca al conocimiento y resistente a la traducción, inestable en la sinonimia y mixturada en sus significaciones.

Entre la magia, la ciencia, el arte, la religión y la filosofía el parentesco es indudable. Pero todo depende del modo en que ese deseo de inmortalidad (que dichos ámbitos conllevan) se manifieste y las ilusiones que se construyan a partir de él. “Intentar quitarle el aguijón venenoso a la muerte” ha llevado a la filosofía –y no solo a ella- a edificar fundamentalismos y totalitarismos del espíritu. Es que espíritu se llama también a lo que no es ni vivo ni muerto, lo que está y no está, no se ve pero acosa, no se aquieta pero insiste, no se posee pero amenaza. Entonces, el espíritu se llama espectro, fantasma, presencia ominosa y terrible que exige venganza, como el padre de Hamlet, y no cesa de alimentarse de sangrientos sacrificios. Es el riesgo de darle consistencia al espíritu, de hacerlo absoluto o llenarlo de todos los poderes. En fin, de canonizarlo. Hacer del espíritu una cosa, despojarlo entonces de esa liviana fragilidad y esa aireada levedad inatrapable, es un movimiento solidario de convertir a la ley en sustancia y a la verdad en un contenido único. Peligro que solo puede conjurarse asumiendo otro, el ya mencionado de la interpretación, terreno de lo indecidible y lo incompleto, de la finitud bien avenida con un infinito temporal, con una trascendencia terrenal.

La única eternidad que la Torá  conoce es la memoria. La única trascendencia, el incesante empuje de la palabra que dice la ley, la interpreta y la sostiene en la cadena de generaciones. La única y más alta infinitud, la responsabilidad ante el prójimo, eso que en el texto bíblico se llama amor.

¿Qué nos mantiene en el mundo? ¿Qué impide que perezcamos, como tantos pueblos y culturas que son materia de museos y arqueologías? ¿Qué clase de inmortalidad hemos sido capaces de construir? Y, la pregunta nos asedia: ¿cómo “perseverar en nuestro ser”, qué del espíritu judío ha creado y es capaz de seguir creando una existencia rica, potente, singular?

Dije en otro texto4 que el poder de la lengua es horadar la lengua del poder. Mantener viva esa posibilidad es cuestión primordial del espíritu. Tal vez, la única tarea que le compete, su más alta misión, su verdadera función mesiánica. Así, la espiritualidad vive de la muerte pero también de la vida, de su vacilante caminar entre las ruinas de ambiciones mágicas y de iglesias y palacios derruidos por el huracán de la historia. 

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