Vivir donde no nacimos

Últimamente, junto con la polémica acerca del status de los hijos de trabajadores extranjeros en Israel, si tienen o no derecho a quedarse en el país, resurgió la rutina televisiva. El reportero de turno elige al niño de turno, para que protagonice la nota de turno, durante la cual recorren juntos el barrio en el que vive el niño, el periodista lo acompaña a la escuela, a su casa, habla con su madre/padres etc.  

La elección del niño como protagonista en este caso es natural y obvia, y no responde únicamente al poder mágico que tienen las caritas infantiles, en general. Magia que originó la expresión en hebreo "los niños roban la obra", refiriéndose a cuando aparecen sobre un escenario o en una pantalla. Si esto ocurre cuando representan un rol dramático, imagínense el impacto que producen cuando se trata del rol protagónico de sus propias vidas.  

Y ni que hablar cuando los niños en cuestión dicen, en su hebreo natal, un texto –que puede ser tanto fruto de un guión como de sus propios corazones– mirando de frente a la cámara, con esos ojitos compradores exclusivos de la mirada infantil: "no me echen".

Más allá de cuál es su posición oficial al respecto, me cuesta creer que algún político pueda mantenerse indiferente a quienes, al igual que sucede comunmente en las familias de nuevos inmigrantes, hablan el hebreo mejor que sus propios padres. En lógico: ellos nacieron aquí, desde niños forman parte de marcos educativos en hebreo, y para ellos, el país de orígen de sus padres es única y exactamente eso: el país de origen de sus padres. El de ellos es, naturalmente éste, en el que nacieron. 
Este es precisamente el mensaje del documental "Volver a casa" de Noa Maimanv, que se proyectó recientemente en el canal 10, durante el cual las cámaras acompañan a tres adolescentes, a punto de finalizar la escuela secundaria en Israel, a visitar a familiares en los respectivos países de sus padres: Congo, Filipinas y Perú. De más está decir que los tres vuelven con la convicción de que el título de la película hace alusión a la segunda parte de la travesia, la vuelta a Israel.

Tal se vislumbra por el momento, el conflicto estaría a punto de solucionarse (previa votación en el Parlamento) con la decisión de adjudicarles status legal a los 1.200 niños en cuestión, que despiertan gran identificación en los israelíes en general, y en especial en los medios de comunicación.  

Y a mi, me remite a una intriga personal, que desde hace añares me susurra desde mis adentros y si bien me desvía un poco del tema, tiene mucho que ver, ¿cómo será vivir en el país en el que uno nació y creció?  

Porque es así. En esta era, la de la aldea global, que se caracteriza por su gran grado de movilidad geográfica, los habitantes de todo el mundo nos dividimos en dos grandes grupos, quienes de adultos viven en el mismo país en el que nacieron y crecieron, y quienes no. Sólo quienes pertencemos al segundo conocemos la herida que llevamos, quienes a flor de piel, y quienes supuestamente selladas con una cicatriz subcutánea. Pero nosotros no conformamos un grupo homogéneo, sino que a su vez nos subdividimos, quienes tomamos la decisión de emigrar y quienes emigraron empujados por la decisión de otros: dos mundos.

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