Políticas del espíritu, avatares de los cuerpos. Parte 1.

“Por la muerte, por el miedo a la muerte empieza el conocimiento del Todo. De derribar la angustia de lo terrenal, de quitarle a la muerte su aguijón venenoso… se jacta la filosofía”.1

La espiritualidad vive de la muerte.

Es ella, la muerte, la que amenazándonos, limitándonos, cercándonos, nos hace vivir, pensar, crear. Hablar.

Pero: desde que hay palabras, estamos en problemas. Especialmente cuando se trata de ciertas palabras, ésas que no se dejan encerrar en una definición exacta ni única, ésas que denominamos, por ejemplo, “sustantivos abstractos”, como si con esta denominación diéramos por terminado el problema que nos presentan, como si ponerlas en ese casillero, “abstracto” –que vaya uno a saber qué significa- nos tranquilizara y nos ahorrara la inquietud que nos producen.

Es que ¿no es acaso toda palabra, aun la más obvia, la más banal, la más “concreta”, ya en sí un signo? ¿Es decir, algo que está en lugar de otra cosa y, por tanto, ya no directamente esa cosa concreta sino una abstracción, una metáfora, una creación humana? Para decirlo de una vez, ¿no es toda palabra un acto de “espiritualidad”?

La dimensión del lenguaje es el registro de la muerte. Somos seres hablados y hablantes porque somos finitos. Somos espirituales porque nuestra vida vive más allá de los días y los años de nuestra duración. Se trata solo de averiguar qué tipo de vida es ésa, es decir, qué significa eso que llamamos espíritu.

Y hablar de espíritu en estos tiempos no es una empresa libre de peligros; ya no solo porque, en éste y en todos los tiempos, esa palabra permanece en el límite mismo de la definición, sino porque ahora más que nunca puede sonar inapropiada, antigua, oler a naftalina o a rancias pretensiones de superioridad.

Es que el espíritu también ha sido –y tal vez siempre corra el riesgo de ser, por su propia naturaleza- instrumento de la más cruda materialidad, de ambiciones de dominio, de aristocráticos señores que someten, en su nombre, a los brutos o los salvajes, supuestamente incapaces de acceder a las altas esferas del pensamiento, de la cultura o del arte.

Palabra en riesgo y de riesgo, pues, ya que su estofa misma es política y exige, ineludiblemente, una política de la lengua: esto es, que la lengua se haga cargo de tal riesgo, asumiendo los usos en los que el término cristaliza y desde los que rige el orden de los asuntos humanos.

Del espíritu se ocupan, cada uno a su manera, campos tan disímiles como la religión y la psicología, la filosofía y la magia, el arte y la teología. Pero, ¿la ciencia? ¿La economía, la historia, el derecho? El matemático que se desvela noches y noches en busca de una fórmula precisa y elegante, el jurista que intenta hallar la lógica de cierto cuerpo de leyes, el antropólogo que revisa documentos, huellas y costumbres para comprender el modo concreto de organización de un grupo humano…¿trabajan en el terreno del espíritu, o de la vida terrenal y material? O tal vez haya que repensar una tal dicotomía, la que supone que espíritu y materia son términos separados y hasta opuestos, ya que a poco de andar puede advertirse que, en las prácticas concretas de los hombres, ambos se mezclan y se solapan, e incluso puede llegar a tomarse el uno por el otro y viceversa.

La ley es la materia del espíritu tanto como la lengua y las costumbres; el arte es espíritu objetivado en un soporte material, la ciencia indaga la constitución de la materia empujada por una curiosidad que ve más allá de lo que ven los ojos.

Lo inmaterial, identificado a menudo con lo espiritual, es aquello que se escurre, que no reconoce lugar físico donde alojarse o con el que identificarse, que no puede reducirse a medida o encerrarse en continente alguno. Como el genio de la botella, el espíritu elude toda mano tanto como toda fórmula que intente atraparlo.

El peso de las palabras

 
El espíritu sopla, y sus ráfagas se expanden deshaciendo las fronteras de diccionarios y códigos. El viento del espíritu se cuela por los intersticios del lenguaje, enredándose en las cosas y las palabras. Pneuma, spiritus, ruaj, psique, otras lenguas que son también nuestras lo nombran, lo piensan, lo señalan. Se dibujan tramas de parentesco, y quedan enlazados espíritu con alma, mente, entendimiento, razón, conciencia, inconsciente…pero también con pueblo, poesía, libertad, amor, Dios o virtud. Se habla, en efecto, del espíritu del pueblo o de la lengua o, en forma totalmente paradójica, de algún espíritu de cuerpo…

¿Cómo decidirse, cómo elegir cuál de estos términos sirve para dar cuenta de lo que llamamos espíritu, cuál de ellos puede ser elevado a la  privilegiada categoría de sinónimo? ¿Cómo explicar, es decir, traducir, interpretar lo que espíritu mienta?

Y estamos ya de lleno en la cuestión que nos ocupa.

Atrapar el espíritu en un concepto, darle caza, diría Platón, aquietar su multivocidad. Encerrarlo en el frasco, pero ¿para qué? Para hacer uso de él, para poner a actuar su fuerza a nuestro favor. Como Aladino, toda magia intenta precisamente eso: apropiarse del poder que crea, mueve o transforma la materia, estar por encima de la materia. Dominar la naturaleza: lo que la magia primero y la ciencia después han deseado2, empresa en la que el espíritu, bajo la forma del conocimiento o del progreso, de la ambición o la omnipotencia ha estado siempre comprometido.

Espíritu es lo que nos diferencia, en principio, de los animales: si éstos son, también, seres animados –tienen, entonces, ánima, alma- los humanos poseemos un plus, eso que nos hace ser conscientes de nuestro fin y que nos permite hacer historia: el lenguaje. Es allí donde se ubica y se ubicó siempre la sede de la espiritualidad. Lenguaje que, precisamente por eso, incluye y precisa del silencio como una de sus formas más altas y sutiles.

Pero el lenguaje –Babel nos instruye- es también el sitio de las diferencias. Diferencias que, en un sentido, son fundantes y fructíferas, ya que sin ellas no habría palabras ni socialidad ni pensamiento. La lengua y la cultura, en fin, no son sino sistemas de diferencias. Pero que, en otro sentido, dan pie a jerarquías, discriminaciones y sometimientos. Para un griego, el que no habla su lengua es un bárbaro, un individuo o un pueblo balbuceante  que apenas alcanza la categoría humana. Los bárbaros, los esclavos y las mujeres no tienen alma, ya que están privados del logos, del discurso racional que convierte a un hombre en ciudadano. En muchas culturas –y no precisamente antiguas- hay quienes tienen la palabra y quienes carecen de ella. Pero, quienes la tienen son los que establecen las definiciones, las verdades y los valores a los que deben someterse los acallados. La indudable ligazón entre verdad, discurso  y poder suele encarnarse en un grupo que decide acerca de los significados, otorga consistencia de dogma a las palabras, fija el sentido, encierra los textos, canoniza el espíritu y hace iglesia a su alrededor.


De huellas, fuentes y lecturas
 
¿Atrapar, pues, al genio, encerrarlo y dominarlo o soportar la deriva de la lengua, su inquietante diseminación?

Volvamos al problema de la sinonimia: espíritu, tal vez, como alma. Pero la sinonimia convoca a la traducción, y en hebreo este problema reluce en toda su maravillosa complejidad. Si preguntamos cuál de sus términos equivale a alma, las respuestas difieren. Tres palabras se citan: ruaj, nefesh, neshamá. Tal multiplicidad y desacuerdo es la evidencia de que, en rigor, no existe en hebreo un término que signifique, estrictamente, lo que el vocablo alma dice. Es que alma es un término que no va solo: su significado se constituye en oposición a cuerpo, así como el de espíritu en oposición a materia.

Así, en estas oposiciones estabilizadas se fija el sentido de tales términos en la cultura occidental.

Si toda traducción es, por definición, imposible, habrá que hurgar en sus grietas, en los rugosos bordes de las palabras, en la rebaba que sobresale cuando se superpone un término a otro mostrando su incoincidencia, su disparidad, su fallida exactitud. Exceso y falta, desajuste, desproporción, lo que aparece como defecto es también fortuna, ocasión para escuchar lo in-audito: aquello que las palabras dicen y, también, sugieren o callan.

¿Dónde buscar las pistas que nos orienten en este intento? Inevitablemente, en el lugar en que esa espiritualidad se constituye, el momento en que aparece en la historia para introducir en el mundo una diferencia, una novedad, una dimensión singular que hará marca, para siempre, en el corazón y la vida de los hombres.

Lo que podríamos llamar, ampliamente, la espiritualidad judía nace y se da a conocer en el texto bíblico, la Torá en primer lugar. Pero allí no se muestra una dimensión propiamente “espiritual”, esa abstracción a la que hice referencia más arriba, ni un mundo otro inmaterial o separado de los actos cotidianos. No hay allí ninguna metafísica. Lo que mucho más tarde podríamos distinguir y definir como espiritualidad, en la Torá aparece como prácticas. Las prácticas de vida de unas gentes y un pueblo a los que se les prescriben ciertos actos y proscriben otros, se les ordena cierta manera de organizarse, cierto modo de gobernarse. Qué comer, cómo vestirse, cómo realizar sacrificios, qué vínculos están permitidos y cuáles prohibidos, qué hacer ante ciertas enfermedades, cómo celebrar las fiestas y enterrar a sus muertos. Preceptos, normas, mandamientos. Cómo tratar al extranjero y  a la viuda, al huérfano y al huésped, al padre y al hijo. Cómo comprender y puntuar el tiempo. Qué se debe mirar y qué escuchar. Cómo, en fin, aceptar el yugo de la ley y cómo interpretarla. Es decir, cómo escribir y cómo leer.

Se discute desde hace siglos si el judaísmo es una ética o una preceptiva, debate que afecta tanto al pensamiento judío como al filosófico. Lévinas, en sus textos tardíos, retoma la cuestión dudando de sus propios postulados del comienzo de su obra, allí donde planteaba que la ética es la filosofía primera. En esa propuesta alentaba sin duda su honda comprensión y su fuerte adhesión al modo judío de pensar lo humano, pero años más tarde el filósofo se pregunta por la validez misma del término ética. A la ética, entendida como una rama de la filosofía, la tradición la ha llamado filosofía práctica. También se oye hablar, actualmente, de ética aplicada. ¡Como si hubiera una ética en abstracto, pura teoría sin implicancias en la vida concreta de los hombres! Pero también, hablar de filosofía práctica es ya dar por sentado que la filosofía, a secas, es pura especulación teórica y no, como creo que es, un modo de situarse en el mundo, una posición inmediatamente ética, es decir, de suyo, una práctica.

Volviendo entonces al problema que nos ocupa, y siguiendo el rastro de aquello que la Torá enseña, podríamos decir que la espiritualidad que el judaísmo concibe es la relación con la ley en sus múltiples aspectos y modalizaciones, con toda su infinita posibilidad, sus riesgos y sus insuficiencias. Espiritualidad que compromete a los cuerpos y que exige una peculiar comprensión del tiempo, un por-venir en cuyo horizonte tenga lugar el acontecimiento. Y el tiempo, como dice Lévinas, es el otro, aquél a quien el hombre está prometido y sujetado.

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