La comunidad puede ser definida como una colección de individuos que comparten algo en común. Ese “algo,” sea lo que fuere – espacio, origen étnico etc. – constituye una base para la formación de la comunidad y sirve para la demarcación de su identidad particular. Es lo que le da sentido ser miembro de ‘ésta’ y no de ‘esa’ otra comunidad distinta. Entre las principales herramientas para proteger la identidad de una comunidad está su política de admisiones o sea quién puede y quién no puede ser miembro. Por medio de estás políticas, las comunidades deciden a quién se le permite entrar, limitando la entrada a aquéllos que comparten y promueven su particular. Identidad. Así es como funciona en teoría. Sin embargo las comunidades reales, de las cuales la comunidad judía es un buen ejemplo, no tienen ni miembros unificados ni una identidad claramente articulada o demarcada. Muy a menudo las comunidades se forman no en alguna reunión constitucional, donde un grupo se sienta para definir que es lo que tiene en común, sino por miembros que se “heredan” los unos a los otros – lo que resulta en un cuerpo de miembros con distintas ideas del propósito de su emprendimiento colectivo. Dadas estas circunstancias, articular una política de pertenencia es una empresa particularmente compleja y quisquillosa porque no hay acuerdo en lo que concierne al propósito y la identidad compartida. A veces una política prevalecerá, pero en general esto es más una medida del poder de los que abogan por ella que de su relevancia o valor. Cuando sucede esto, habrá miembros cuya comprensión de la identidad colectiva no estará reflejada en la política de admisión. Esta gente por lo tanto se siente marginada aún si su propia pertenencia no es cuestionada. La propagación de este resentimiento socava constantemente a la vida colectiva. A pesar de estas dificultades una comunidad no puede abdicar de su rol de determinar una política de pertenencia, puesto que las cuestiones de pertenencia siempre surgen y tienen que ser resueltas. ¿A quién se le otorgarán derechos de ciudadanía, acceso a los bienes que la comunidad distribuye? Estas cuestiones requieren una clara política de pertenencia. Los judíos hoy en día enfrentan su propio predicamento. Durante los últimos dos siglos el pueblo judío y su religión se han vuelto diversos como nunca lo fueron antes. Como resultado, se ha tornado cada vez más difícil definir una cultura y una escala de valores alrededor de los cuales la comunidad judía puede permanecer unificada. No es sorprendente por lo tanto que la más clara demostración de las diferentes corrientes se refleje en las amargas polémicas en las cuales inevitablemente termina cualquier intercambio de ideas sobre la pertenencia y la admisión a la comunidad. Como un pueblo dividido acerca de que constituye el judaísmo, hemos sido tristemente incapaces de llegar a nada cercano a un consenso de la respuesta a “Quién es un judío,” y todos los intentos actuales sólo parecen exacerbar una poco saludable hostilidad intra-comunal dentro de la vida judía colectiva contemporánea. |
¿Un judío es un judío es un judío? La cuestión de la pertenencia judía aflora muy tempranamente en nuestra literatura tradicional. En las primeras palabras que Dios le dirige a nuestro patriarca fundador Abraham, Dios dice: “Vete de tu tierra y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que Yo te mostraré. Y haré de ti una nación grande” (Génesis 12:1-2). ¿Pero quiénes constituirán esta “gran nación”? Dentro de la ley tradicional judía, podemos localizar tres criterios diferentes para la pertenencia – nacimiento, matrimonio a un hombre judío y la conversión – sin embargo los tres nunca coexistieron en un solo momento histórico. En el período bíblico, la conversión no era un mecanismo de pertenencia, pero el matrimonio lo era. Después de los tiempos de Ezra y Nehemías en el Siglo a.e.c..., el matrimonio con un hombre judío ya no fue un ticket de admisión a la comunidad. Y del período rabínico en adelante – hasta los últimos veinte o treinta años – el nacimiento y la conversión fueron los únicos dos métodos para adquirir el derecho de pertenecer al pueblo judío. En la Biblia, ser parte de la “gran nación de Abraham” quería decir ser su descendiente realmente. Como leemos en Génesis 12:7, 2, “El Señor se le apareció a Abraham y dijo, ‘Yo le asignaré esta tierra a tus descendientes.” Como un símbolo de su fundación étnica, la nación judía toma el nombre del nieto de Abraham, Jacob, también llamado Israel. Bnei Israel, los hijos de Israel. Algunos judíos le han dado a esta idea étnica una interpretación literal, racial, por la cual los miembros de la nación son los únicos portadores de una “semilla santa,” común, una imagen del Libro de Ezra (9:2). El factor étnico nos lleva inevitablemente al tópico espinoso de la descendencia por línea paterna versus la descendencia por línea materna. En nuestra época, el aumento de los matrimonios mixtos resulta en un más alto porcentaje de chicos con un sólo padre judío. ¿Es suficiente un padre judío, y si es así cuál? En la Biblia la afiliación étnica y la pertenencia legal son transmitidas a los hijos de los hombres judíos. Esta antigua política para determinar el origen étnico siguió en efecto mientras el matrimonio mixto fue considerado legal – lo cual en la práctica, quería decir hombres judíos (Moisés por ejemplo) tomando esposas no-israelitas. Una vez que el matrimonio mixto fue prohibido, primero por Ezra y después por la ley rabínica, la definición de descendencia por línea paterna fue abandonada. Si un judío se casaba con una no-judía, su matrimonio no era reconocido por la ley judía, y su pertenencia no era extendida a su mujer o a sus hijos, quienes serían parte de la comunidad de la madre. Sin embargo cuando una mujer judía se casaba con un no-judío, sus hijos seguirían siendo judíos, aunque su esposo no lo sería (Mishná Kidushin 3:12). Está política permaneció intacta por cerca de 2000 años. Todavía es aplicada por los Movimiento Ortodoxo y Masortí/Conservador en todo el mundo, por los Movimientos Reformistas de Israel y Canadá y por israelíes tradicionalistas y seculares. En los Estados Unidos sin embargo, el Movimiento Reformista adoptó formalmente en 1983, la posición que tanto la descendencia por línea materna o por línea paterna es suficiente para conferir pertenencia a la nación judía, siempre y cuando el niño/a sea educado como judío. Ésta última frase es crítica. Desde la antigüedad, los judíos han reflexionado acerca de la cuestión de la pertenencia étnica y si es suficiente en sí misma. ¿Más allá de los lazos sanguíneos, requiere la pertenencia también otros factores tales como una fe y un comportamiento compartido? Según una muy vieja perspectiva, el nacimiento es suficiente, tanto a nivel individual como colectivo. La promesa pactual hecha por Dios a Abraham, Isaac y Jacob y sus descendientes es inviolable, sin que importe el comportamiento de los Hijos de Israel. Los hijos pueden descarriarse pero nunca dejan de ser nuestros hijos. Como lo dice la famosa afirmación del Talmud, Tratado Sanedrín 44a: “Aunque ha pecado, sigue siendo un israelita.” La pertenencia trasciende a la fe y al comportamiento y no es afectada por diferencias teológicas o pecados. Un judío es un judío es un judío es un judío. Pero desde el comienzo mismo otra voz emana de la Biblia y la ley judía. Isaac e Ismael compartieron al mismo padre, Jacob e Ismael compartieron al mismo padre sin embargo ni Ismael ni Esaú fueron considerados un antepasado del pueblo judío, ni fueron ellos ni sus hijos incluidos en la nación israelita. Parece que hay algo más allá de la descendencia biológica que influencia la definición de pertenencia de la Biblia, pero cuál es esa condición, la Biblia no lo dice. Los comentarios rabínicos llenaron la laguna. La Tosefta, un antiguo suplemento de la Mishná, describe a Ismael, el hijo desterrado y desheredado, como un idólatra, adúltero y asesino. Y aún en el útero, explica el Midrash Génesis Rabá, Esaú practicaba la idolatría mientras que Jacob suspiraba por el estudio de la Torá. Esaú como adulto es descrito en la Talmud como un adúltero, asesino y hereje. A pesar que estas caracterizaciones no se encuentran en ninguna parte de la narración bíblica, dramatizan la idea, insinuada por las narraciones de la elección de Isaac y Jacob, que el origen étnico solo no es suficiente. En efecto, el paradigma para la política de admisión basada en la piedad se encuentra en Abraham mismo. La elección de Abraham está supeditada a su gran fe. “Vete de tu tierra y de tu patria” y (si lo haces) “haré de ti una nación grande.” Durante toda su vida, Abraham fue sometido a una batería de pruebas de lealtad para justificar su estatus. Sólo después que pasa la prueba final de la Akedá, la Ligadura de Isaac, dice Dios: “Por cuanto has hecho esto y no me has negado a tu hijo favorito” (Génesis 22:13). Por un tiempo parece que el factor del comportamiento desaparece. Todos los hijos varones de Jacob, sin excepción, son clasificados como miembros de la familia elegida. Pero después del Éxodo de Egipto, un código legal es entretejido en la narración bíblica. Ser el pueblo de Dios no es simplemente una herencia adquirida al nacer y garantizada para toda la vida, sino una identidad dinámica compuesta por requerimientos y expectativas. Para continuar siendo el pueblo santo de Dios, Israel debe “obedecerme fielmente y guardar Mi pacto.” Israel no hereda simplemente una promesa, hereda un propósito. La fidelidad pactual está ahora definida como la meta primordial de la elección en sí misma. Y si Israel rompe este propósito, el pacto es roto con consecuencias atemorizantes. “Y quedaréis pocos hombres…por cuanto tú no obedeciste la voz del Señor, tu Dios. Y será que así como se regocijaba el Señor en vosotros para haceros bien y para multiplicaros, así se regocijará el Señor en vosotros en haceros pereces y para destruiros.” (Deuteronomio 28:62-63). Sólo después que se arrepientan – lo que inevitablemente harán, antes o después – reactivará Dios su Pacto con Israel. Entre las más duras expresiones de lo condicional de esta pertenencia se encuentran los escritos de Maimónides, que toma la posición que el origen étnico no sólo es insuficiente, sino apenas si es relevante. La condición central para la pertenencia a la fe, tal como es articulada por Maimónides en su introducción a Perek Helek, el último capítulo del Tratado de Sanedrín. Cuando todos estos [trece] fundamentos [de la fe] hayan sido perfectamente comprendidos y aceptados como credo por una persona, [entonces] entra a la comunidad de Israel y uno está obligado a amarlo y sentir lástima por él y actuar hacia él en todas las formas que el Creador nos ha ordenado actuar hacia su hermano, con amor y fraternidad. ..Pero si el hombre duda de cualquiera de estos fundamentos, deja la comunidad [de Israel], niega lo fundamental, y es llamado un sectario, apikorus, y uno que corta entre los retoños de plantas. Se requiere que lo odiemos y lo destruyamos. Según Maimónides, un judío que rechaza ciertos principios claves de la fe es expulsado del espacio cultural compartido de Israel, sin que importe su origen étnico. El nacimiento no es suficiente. Matrimonio mixto: Ruth la moabita Antes que el matrimonio mixto fuera declarado ilegal por Ezra, los miembros de Bnei Israel incluían a las mujeres no-israelitas que entraban a la comunidad por medio del casamiento. La primera evidencia de este proceso aparece en Génesis, cuando las matriarcas y las subsiguientes esposas de los hijos de Jacob son integradas como miembros, a pesar sus ancestros no-abrahamicos. En cambio, Dina, la hija de Jacob, al no tener ningún israelita con quién casarse (fuera de sus hermanos) finalmente desaparece de la historia y sus posibles descendientes no son mencionados entre los israelitas que descendieron a Egipto. En resumen, las mujeres pueden adquirir el origen étnico, pero no pueden transmitirlo. Sin embargo, el matrimonio mixto estaba sancionado como un proceso para adquirir la membresía sólo si la esposa no judía aceptaba las obligaciones religiosas y nacionales de su esposo. De otro modo, dado el peligro que los israelitas pudieran integrarse al medio de la idólatra, el matrimonio mixto era prohibido. Por lo tanto el otorgamiento de membresía bíblico por medio del matrimonio, fue en efecto, un precursor conceptual de los criterios rabínicos posteriores para la conversión. En la Biblia, sin embargo, esta conversión de identidad se lograba sin un procedimiento formal, como en el clásico caso de Ruth la moabita. Claro está que a menudo nos referimos a Ruth como la primera conversa al judaísmo, pero equivocadamente. Se casa con uno los hijos de Elimelej y Naomi mientras estos israelitas están viviendo una temporada en Moab. El matrimonio mixto es citado con toda naturalidad en el texto bíblico, sin ninguna censura explícita o implícita. La naturaleza de la relación de Ruth con la religión del Pueblo de Israel mientras está en Moab no es mencionada. Cuando Naomi decide regresar a Israel después de la muerte de su marido y sus hijos insta a cada una de sus nueras a regresar a la casa de su madre. Naomi describe a Orpa, la hija moabita que decide regresar, como alguien que “retorna a su pueblo y a sus dioses” (Ruth 1:15), dando a entender que su casamiento con el hijo de Naomi había conllevado su conexión con un pueblo nuevo y un dios diferente. Ruth, por otro lado, tozudamente profesa su lealtad a Naomi. Pero Ruth respondió: “No te empeñes en que yo te deje, ni que me vuelva de en pos de ti: porque adonde quiera que tú fueres iré yo; y donde tú morares, moraré yo: tu pueblo es mi pueblo y tu Dios mi Dios.” (Ruth 1:16) Aunque las fuentes rabínicas interpretaron esta afirmación como un momento de conversión, Ruth no se convierte en ningún sentido formal. Nunca pasa por un proceso formal de cambio de su identidad religiosa o nacional (a menos claro está que identifiquemos a su suegra Naomi como la primera rabina mujer). Más bien, se une a la comunidad y a su religión por medio de su matrimonio, y permanece en ella a pesar de la muerte de su marido. Como tal, es en las palabras del Libro de Ruth, como “Raquel y Lea que juntas construyeron la Casa de Israel.” En el Libro de Ezra, y más adelante en las fuentes rabínicas, el matrimonio como un camino para la conversión es rigurosamente excluido. Uno de los aspectos más revolucionarios de la vida judía contemporánea es el retorno del matrimonio mixto como una opción viable para los judíos. Lo que más llama la atención acerca de este fenómeno de los matrimonios mixtos, que está yendo en aumento, es cuantas parejas están adoptando la identidad judía para sus familias. En el pasado, el matrimonio mixto a menudo implicaba el rechazo de su identidad por el judío/a. En la Edad Media, por ejemplo, o en la época de Hitler, un deseo de convertirse al judaísmo podía haber hecho dudar seriamente de la cordura y estabilidad psicológica de la persona en cuestión. Con la disminución del antisemitismo, y con la integración del Pueblo Judío a la cultura occidental, especialmente en Norte América, eso ya no es así. No sólo preserva el judío su judaísmo, sino que el esposo/a no-judío elige afiliarse también. Por primera vez desde el período bíblico, estamos siendo testigos de la resurrección del modelo de matrimonio mixto como forma de adquirir la pertenencia de los no-judíos, con in número cada vez mayores de no-judíos, y los hijos de matrimonios mixtos que nunca pasaron por una ceremonia de conversión formal, tomando parte activa en la religión y la vida colectiva del Pueblo Judío. En este contexto, la política de reconocer la descendencia tanto por la línea paterna como la materna – con la estipulación crítica que los hijos deben ser educados como judíos – puede ser considerada como otra expresión de esta opción de pertenencia. Cuando un matrimonio crea una unidad familiar judía que confiere identidad y obligaciones judías, argumentan los que proponen este enfoque, entonces los hijos nacidos en esta familia son judíos, sin importar cual de los dos padres es étnicamente judío. Judíos por elección: La política de Hillel el Mayor La conversión como una forma de lograr la pertenencia judía fue establecida legalmente durante el período del Segundo Templo, confirmando la idea que la identidad judía trascendía al origen étnico. Por cerca de dos milenios, hasta el Siglo XIX, los árbitros rabínicos de la halajá consideraban en primer lugar a la conversión como una decisión individual de convertirse en miembro del Pueblo Judío y su religión, dándole poca consideración a la futura fidelidad del individuo a la ley judía. Al igual que un judío por nacimiento puede elegir libremente desviarse y pecar, así también puede hacerlo un converso/a, con las mismas consecuencias de marginalización, exclusión, y, presumiblemente, castigo divino. Un excelente ejemplo de esta posición puede ser encontrado en el llamativamente inclusivo enfoque de la conversión de Hillel el Mayor. En el Talmud Babilónico, Tratado Shabat, Rabi Hillel convierte a tres individuos cuyo compromiso con la observancia de la ley judía (y ni que hablar de su motivación para convertirse) es muy sospechoso. En el primer caso, Hillel está dispuesto a convertir a un individuo que rechaza a la Torá Oral en su totalidad. En el segundo, el individuo está dispuesto a convertirse siempre y cuando el proceso no tome más de unos pocos minutos, convirtiendo al proceso en una burla. (Quizás se está convirtiendo como un favor a su esposa o a la familia de la misma). En el último caso, el individuo quiere convertirse simplemente porque cree que podrá obtener un beneficio financiero; ni la ley ni la fe del judaísmo es de consecuencia alguna para él. En ninguno de estos casos, nos dice el Talmud hace objeción alguna, ni pone precondición alguna Hillel antes de asentir al pedido. Para Hillel, el mero deseo de convertirse es suficiente. Sólo después que la conversión está completa comienza el proceso educativo – que Hillel personalmente inicia inmediatamente con cada nuevo judío. La fuente legal central que define el proceso de conversión en el Talmud, en el Tratado de Ievamot, igualmente no pone a la fe o a la práctica como precondiciones para convertirse en judío, pero si estipula que el converso debe saber en que se está metiendo, política, religiosa y legalmente. En forma similar, las tres codificaciones medievales más importantes de la Ley Judía sostienen que la condición primordial para la aceptación del converso es que debe estar enterado del hecho que la conversión al judaísmo lo une no solamente al Dios de Israel, sino a una comunidad histórica en particular, cuyos miembros han sufrido a menudo por su afiliación. Si el converso está dispuesto, “es aceptado inmediatamente” como judío. Sólo cuando se llega a este punto se le explican formalmente otros factores que podrían hacerle revertir su decisión. Esta explicación incluye un somero recorrido de la Ley Judía y las consecuencias de las trasgresiones. Antes de la conversión la persona podía comer lo que él o ella quería, ignorar el Shabat, y hasta ignorar a los a los pobres y los hambrientos. Una vez que es judío/judía, el converso será responsable como cualquier otro judío, si se desvía del sistema legal. En contraposición a este enfoque minimalista de la conversión, una opinión minoritaria de larga data en la Ley Judía rabínica y en la del Medioevo requería del potencial converso un compromiso previo con toda o gran parte de la Ley Judía. Según este punto de vista la conversión solamente debía ser otorgada a aquéllos que aspiraban a convertirse en ciudadanos ideales. Como se afirma con bastante crudeza en la Sifra, un antiguo Midrash halájico sobre el Libro de Levítico: Un converso que acepta como vinculantes todas las palabras de la Torá con la excepción de una, no es aceptado. Rabi Iosi hijo de Rabi Iehuda dijo. Aún si [la excepción] es una cuestión menor o una minucia Rabínica. Este Midrash presenta un modelo de conversión que está condicionada por la total aceptación de toda la Ley Judía. Mientras que un judío étnico puede rechazar la ley y seguir siendo judío gracias a su origen étnico, un converso sólo puede ser miembro del pueblo judío si personifica la concepción ideal de los valores compartidos por la comunidad judía. Este último enfoque de la conversión, aunque todavía está siendo debatido, se está convirtiendo cada vez más en el dominante en el judaísmo ortodoxo desde la mitad del Siglo XIX, cuando el secularismo y el Judaísmo Reformista empezaron a presentar alternativas viables para de vivir una vida judía. En el Siglo XX, el Rabino Moshé Feinstein, una destacada autoridad halájica, dictaminó rotundamente que “un converso que no acepta cumplir con las mitzvot…no es un converso en absoluto.” Recomponiendo la trama de la red de seguridad ¿Adónde llegamos con todo esto? Estamos confundidos y divididos, sin ningún acuerdo acerca ninguno de los caminos para adquirir la pertenencia utilizados por los judíos en distintos períodos de la historia judía. El Movimiento Reformitas norteamericano, al adoptar la descendencia por línea paterna como un ticket de admisión al judaísmo, crea un debate, por primera vez en nuestra historia acerca de exactamente quién es un judío por nacimiento. Oficialmente todas las corrientes judías rechazan el matrimonio mixto como un medio para adquirir la pertenencia, pero hay una enorme proporción de judíos fuera de Israel que están actuando en forma distinta, a medida que los matrimonios mixtos entran a la forma de vida judía dominante y esposos gentiles a menudo se afilian con el judaísmo y el Pueblo Judío. En cuanto a la conversión formal, no hay un amplio consenso, especialmente en vista de la adopción de la política más dura por la ortodoxia que fija a la fe y la observancia ortodoxas como precondiciones. Si un individuo puede llegar a ser un miembro solamente si personifica totalmente los ideales, valores y prácticas del judaísmo ortodoxo, entonces por definición, las conversiones masortí/conservadoras, reformistas y reconstruccionistas no tienen sentido ni significado ninguno según los ortodoxos. Aunque el desacuerdo respecto a la conversión podría parecer menos importante, dado el número relativamente chico de conversos globalmente hablando, se ha convertido en fuente de algunos de los debates más rencorosos entre las distintas corrientes. Una política que legitima solamente a aquellos conversos que están dispuestos a ser ortodoxos no afecta solamente a los conversos, sino a todos los judíos que no son ortodoxos. Debido a esta política los judíos no-ortodoxos sienten que están siendo desheredados y que se les falta el respeto. Cuando esta política es respaldada por el Estado de Israel, entonces los judíos no-ortodoxos sienten que Israel, uno de los centros más importantes de la moderna identidad y memoria judía colectiva, les está siendo quitado. La proliferación de estos sentimientos genera un fuerte empuje a la bifurcación que amenaza a la unidad colectiva judía. Los desacuerdos acerca de nacimientos y matrimonios mixtos representan un peligro aún más grande Aún si algunos no consideraban al nacimiento como suficiente para expresar la identidad judía colectiva, a través del tiempo ha proporcionado una forma de red de seguridad para la comunidad. Aún si estábamos en desacuerdo respecto a cuestiones de fe y de ley, estos desacuerdos muy pocas veces resultaban en excomunicación o apostasía. Un/a israelita aún si habían pecado, seguía siendo considerado israelita. Pero al debatir quien es un judío por nacimiento, cuando en el caso de aproximadamente la mitad de los niños que nacen hoy en día en los Estados Unidos sólo uno de sus padres es judío, la comunidad judía contemporánea ha perdido su red de seguridad. Las comunidades reales muy pocas veces se definen por los que sus diversos miembros tienen en común, y en el mejor de los casos pueden aspirar a estar unidos por una búsqueda de una elusiva identidad colectiva. Esta búsqueda, sin embargo, presupone un acuerdo en cuanto al carácter de los individuos que están construyendo esta vida en común. Pero cuando los judíos no están de acuerdo en quien es un judío, cuando una parte estigmatiza a la otra calificándola de extraños cuyas opiniones no tienen que ser tenidas en cuenta, la búsqueda de una identidad judía colectiva que tienda un puente entre las distintas corrientes no puede ni siquiera comenzar. La amenaza a nuestra vida colectiva es real y es nuestra responsabilidad religiosa responder. Debemos decidir si queremos ser parte de un pueblo, compartir y vivir juntos en la misma “casa,” o si queremos mudarnos y crear diferentes comunidades. Si queremos quedarnos, entonces se requerirá poner una gran atención y una voluntad común de actuar. Si fuera posible imaginarnos un compromiso que requeriría que todas las partes renunciaran a algo de la “verdad” de su movimiento por el bien del Pueblo Judío, entonces podríamos comenzar un proceso de construcción de una política de membresía. Desafortunadamente, es difícil visualizar como sería un compromiso de este tipo. El Judaísmo Reformista no está por revocar su decisión acerca de la descendencia por línea paterna; la ortodoxia no está por reconocer ni procedimientos de conversión ni cortes rabínicas no-ortodoxas; y el matrimonio mixto como una opción aceptable para muchos judíos está aquí para quedarse. Dadas estas circunstancias ¿cómo hemos de construir la necesaria red de seguridad, una red que pueda trascender las divisiones ideológicas y darnos la posibilidad de por lo menos reconocernos los unos a los otros como miembros del mismo pueblo? Aunque pueda parecer contrario a lo que intuitivamente esperaríamos e insostenible, creo que podemos resolver el problema si todos los judíos aceptamos como miembros a cualquiera que calificaría bajo cualquiera de las políticas tradicionales de membresía delineadas más arriba. Lo que está en juego no es si todos adoptamos la idea de la descendencia por parte de padre, o estamos de acuerdo con cualquiera de los procesos de conversión, sino que reconozcamos que no podemos determinar las políticas de membresía de todo el Pueblo Judío en base a nuestra propia ideología particular o la del movimiento al que estamos afiliados. El “espacio compartido” de una comunidad debe ser determinado por los miembros de toda la comunidad, aún si es una comunidad dividida. Hemos escuchado la narración de cómo los individuos se han unido a nuestro pueblo a lo largo de nuestra extensa historia y hemos arribado a diferentes conclusiones. Pero mientras una persona permanece dentro de los límites de esta amplia narración, pienso que es nuestro deber reconocer la legitimidad de su reclamo de pertenecer al Pueblo Judío. Al principio esta sugerencia seguramente será recibida con una amplia condena. Pero miremos las inevitables objeciones y veamos si no pueden ser superadas. Adoptar un punto de vista inclusivo que les otorgue la membresía a individuos cuyo estatus es disputado no necesariamente presenta un problema en la mayoría de las áreas de la vida judía colectiva. El Estado de Israel, como el hogar de una diversa población judía y un centro mundial de la vida judía debería ser el primero en aceptar esta política. La ciudadanía en el estado no es una categoría halájica como lo evidencian sus ciudadanos no judíos. La Ley de Retorno secular de Israel ya tiene una definición mucho más amplia de la membresía judía que la de la halajá. Lo que queda por hacer es asegurar el derecho de los movimientos no ortodoxos en Israel de conferir la pertenencia judía como una categoría civil. Para sin número de instituciones comunales alrededor del mundo – kehilot, federaciones judías, centros comunitarios judíos, escuelas judías – no debería haber ningún impedimento legal para una amplia definición de membresía. No hay ninguna razón halájica por la cual el niño/a descendiente por la línea paterna cuyos padres quieran mandarlo a una escuela judía le sea impedido la entrada ya en la puerta. Y si el derecho a una educación judía no tiene el por que de ser limitado a las definiciones de un movimiento, lo mismo, obviamente, se aplica para las posiciones de liderazgo dentro de las organizaciones judías. También podríamos preguntarnos si para que un judío/judía pueda ser elegido para roles tales como contar en un minián o recibir una aliá es necesario examinar sus credenciales de membresía, tomando en cuenta la vergüenza que esto produce y la lucha entre facciones que esto podría engendrar. En todas las áreas recién mencionadas sugiero que se adopte como regla general que todas las instituciones judías, incluido el Estado de Israel, deberían estar dispuestas a adjudicar la membresía de acuerdo al mismo criterio inclusivo que ya están usando para otorgar honores a los donantes por contribuciones financieras. A los donantes de las organizaciones judías se los abraza rutinariamente como judíos sin importar su pedigrí religioso. En forma análoga los jóvenes hombres y mujeres que son lo bastante judíos como para servir en el ejército israelí deberían también ser contados como judíos para los propósitos de pertenencia. En realidad la única área en la que queda un problema aparentemente insuperable es el del matrimonio, donde las diferencias de opinión acerca de la membresía conducen a límites que muchos judíos creen que no pueden ser superados. Darle la bienvenida a un niño/a a la escuela de hebreo y tradición, estar en una junta con un judío por línea paterna, o decir “Amén” cuando un converso reformista es llamado a la Torá es una cosa, pero un casamiento es muy distinto. Las políticas divergentes respecto a la membresía invariablemente conducen a algunos judíos a no casarse con otros. Sin embargo este problema, aunque grave en teoría, en la práctica no requiere necesariamente una solución colectiva. La mayoría de los judíos hoy en día acatan las definiciones más amplias de pertenencia. Aquellos judíos que están dispuestos a casarse fuera de la fe, es obvio que probablemente acepten la descendencia por línea paterna, pero también lo aceptan muchos judíos que están opuestos al matrimonio mixto. Para la mayoría de los judíos, mientras un individuo se haya convertido, sin importar la forma que tuvo la conversión, él o ella es considerado judío con todas las de la ley y un potencial candidato matrimonial. El problema es realmente agudo en los círculos tradicionales en especial entre la judería ortodoxa. En este caso también, sin embargo, el problema en la mayoría de los casos tiene una solución funcional. El hijo/a de una conversa reformista, por ejemplo, tendrá que quiera casarse con un/a judío ortodoxo que acata la ideología ortodoxa simplemente tendrá que acatar las definiciones ortodoxas de pertenencia, y pasar por una nueva conversión formal. Y si la ortodoxia no quiere encontrarse con un grupo de personas cada vez menor para poder contraer matrimonio y cada vez más aislada del resto de la comunidad judía, utilizará o por lo menos algo aproximado al precedente dado por Hillel y adoptará procedimientos de conversión que son más acogedores y sensibles. En última instancia, la cuestión estriba en si estamos o no lo suficientemente comprometidos con el Pueblo Judío como para dejar de jugar a la política, anteponiendo las distintas corrientes a nuestro futuro. Aunque una política de pertenencia compartida y común es preferible, no es de ningún modo una necesidad. Todo lo que se necesita es reconocer que el judaísmo es una empresa colectiva más grande y más fuerte que cualquiera de nuestras corrientes. Aceptar ese hecho que salta a la vista no implica ninguna violación de ningún compromiso halájico o de afirmación de fe, ni requiere un consenso idílico. Somos un pueblo ideológicamente dividido y seguiremos siéndolo. Lo que necesitamos no es relajar nuestros principios, sino apartarnos de la politiquería, y resistir el impulso de quitarles la legitimidad a los demás. Una vez que hagamos esto, nos daremos cuenta que en la mayoría de las áreas – en realidad en las más importantes, podemos de hecho aceptarnos como judíos aunque podamos no estar de acuerdo con el judaísmo que el otro profesa. Las lealtades sectarias demasiado a menudo nos han convencido que el compromiso es imposible, sin embargo en la mayoría de los casos esto no es así. Y cuando el compromiso no puede ser alcanzado, hay soluciones ad hoc fácilmente disponibles. Todo lo que se necesita es un saludable deseo de supervivencia, no como individuos, sino como un pueblo, un solo pueblo. Fuente: Shalom Hartman Insitote “Javruta” – un periódico de conversación judía – Vol 1/ primavera 2008 Traducido por Ría Okret |