El cine uruguayo contemporánero, desde "El lugar del humo" hasta "Whisky" : crónica de un nacimiento anunciado

El cine uruguayo  ha tenido a lo largo del siglo XX muchos nacimientos y demasiadas  muertes prematuras.

    Puede afirmarse que hasta la década de los ’90, esto es, unos quince años después del retorno a la democracia luego de trece años de dictadura, no empieza la verdadera historia del cine profesional uruguayo de ficción.

Antes de los noventa se trata de prehistoria y prehistoria aciaga, con algunos, muy escasos, productos felices pero que bordeaban la concepción “amateur”, aislados, y otros de concepción auspiciosa pero factura infeliz como el film que se estrenó durante la dictadura titulado “El lugar del humo” (directora Eva Landeck, 1979). Su guión se armó como una mezcla de crónica ciudadana de Montevideo con elementos de la clásica intriga policial pero planteando vueltas de tuerca forzadas, inverosímiles, que redundaron en una ficción llena de promesas y renombrados actores pero que en los hechos fracasó y abortó la posibilidad de  desarrollo sostenido de un arte y una industria incipientes en el país.

    A diferencia de lo que sucedió, al menos en ciertos períodos, en los países limítrofes como Brasil y Argentina, países de enorme extensión territorial y gran número de habitantes en comparación con Uruguay, el cine uruguayo jamás contó hasta fines del siglo XX con ningún tipo de apoyo o incentivo de origen estatal. Las producciones siempre dependieron de las iniciativas privadas y estuvieron sujetas a un voluntarismo que no benefició el desarrollo de un arte que, por su dependencia tecnológica y el requerimiento de considerables inversiones, está íntimamente ligado a la forma de una peculiar industria.

    Puede afirmarse que sólo  a partir de la década de los ’90 del siglo pasado el cine uruguayo entra en la adolescencia en términos de arte audiovisual.
    A partir de la última década del siglo XX las nuevas tecnologías permiten el desarrollo incipiente de una producción cada vez más decidida, firme en sus objetivos y en busca de un vector identitario que curiosamente, en sus mayores logros ficcionales, se enlaza con parte de la mejor tradición literaria rioplatense.

    Estos tardíos comienzos de los ’90 son tributarios de la importante herencia cultural literaria, al punto que en ocasiones pagaron un excesivo tributo a su “imaginario”.

Un ejemplo claro lo constituye el muy ambicioso “El dirigible” (dirección y guión de Pablo Dotta, 1994) donde la figura del narrador uruguayo Juan Carlos Onetti tenía el peso de un símbolo densísimo y a la vez se constituía en una pretensión alegórica que desdibujó la posible coherencia narrativa de un film de excelencias en casi todos los demás rubros, en particular en lo actoral y en la fotografía. La figura del legendario escritor uruguayo en su cama de Madrid, empuñando una pistola de juguete, el perfil silueteado de la mole del tradicional edificio del centro de Montevideo, el Palacio Salvo, testigo de las glorias de un pasado arcádico, anterior a la crisis de los ’60 y al advenimiento de la guerrilla urbana y luego del gobierno militar, impusieron en la obra el imperio de una icónica que no alcanzó a resolverse  con equilibrio: mucha “postal” pero fallido funcionamiento narrativo.
El cine uruguayo  ha tenido a lo largo del siglo XX muchos nacimientos y demasiadas  muertes prematuras.

    Puede afirmarse que hasta la década de los ’90, esto es, unos quince años después del retorno a la democracia luego de trece años de dictadura, no empieza la verdadera historia del cine profesional uruguayo de ficción.
Antes de los noventa se trata de prehistoria y prehistoria aciaga, con algunos, muy escasos, productos felices pero que bordeaban la concepción “amateur”, aislados, y otros de concepción auspiciosa pero factura infeliz como el film que se estrenó durante la dictadura titulado “El lugar del humo” (directora Eva Landeck, 1979). Su guión se armó como una mezcla de crónica ciudadana de Montevideo con elementos de la clásica intriga policial pero planteando vueltas de tuerca forzadas, inverosímiles, que redundaron en una ficción llena de promesas y renombrados actores pero que en los hechos fracasó y abortó la posibilidad de  desarrollo sostenido de un arte y una industria incipientes en el país.

    A diferencia de lo que sucedió, al menos en ciertos períodos, en los países limítrofes como Brasil y Argentina, países de enorme extensión territorial y gran número de habitantes en comparación con Uruguay, el cine uruguayo jamás contó hasta fines del siglo XX con ningún tipo de apoyo o incentivo de origen estatal. Las producciones siempre dependieron de las iniciativas privadas y estuvieron sujetas a un voluntarismo que no benefició el desarrollo de un arte que, por su dependencia tecnológica y el requerimiento de considerables inversiones, está íntimamente ligado a la forma de una peculiar industria.

    Puede afirmarse que sólo  a partir de la década de los ’90 del siglo pasado el cine uruguayo entra en la adolescencia en términos de arte audiovisual.

    A partir de la última década del siglo XX las nuevas tecnologías permiten el desarrollo incipiente de una producción cada vez más decidida, firme en sus objetivos y en busca de un vector identitario que curiosamente, en sus mayores logros ficcionales, se enlaza con parte de la mejor tradición literaria rioplatense.

    Estos tardíos comienzos de los ’90 son tributarios de la importante herencia cultural literaria, al punto que en ocasiones pagaron un excesivo tributo a su “imaginario”.

Un ejemplo claro lo constituye el muy ambicioso “El dirigible” (dirección y guión de Pablo Dotta, 1994) donde la figura del narrador uruguayo Juan Carlos Onetti tenía el peso de un símbolo densísimo y a la vez se constituía en una pretensión alegórica que desdibujó la posible coherencia narrativa de un film de excelencias en casi todos los demás rubros, en particular en lo actoral y en la fotografía. La figura del legendario escritor uruguayo en su cama de Madrid, empuñando una pistola de juguete, el perfil silueteado de la mole del tradicional edificio del centro de Montevideo, el Palacio Salvo, testigo de las glorias de un pasado arcádico, anterior a la crisis de los ’60 y al advenimiento de la guerrilla urbana y luego del gobierno militar, impusieron en la obra el imperio de una icónica que no alcanzó a resolverse  con equilibrio: mucha “postal” pero fallido funcionamiento narrativo.

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