Dejar caer el cerebro: Anilevich, a 67 años

La primera vez que experimenté algo parecido a la noción de gueto fue a los nueve años en la quinta que tenía el club CSIS creo que en Esteban Echeverría, cuando jugábamos algún torneo de fútbol y no se bien por qué uno de los equipos que participaba no era un club judío. Algún amigo vino corriendo y decía por lo bajo: “el de pelo largo tiene una cruz”. La imagen de ese pelilargo con la cruz en el cuello definió mi primera experiencia con la extrañeza. La cruz de Cristo, el pelo largo en 1977, demasiada alteridad para mi mente de shule de Villa Crespo y templo de Camargo, y para colmo otro amigo que también se me presenta corriendo, se me acercó y me susurró: “y el de allá a la derecha se llama Christian…”.  Recuerdo no haber entendido bien en aquel momento la asociación entre el nombre y la religión, aunque hoy treinta años después y ya se supone, un poco más maduro, sigo pensando que no puede haber alguien que se llame Jacobo o Rebeca y que no sean judíos.

Fue también en esos tiempos cuando resonó por vez primera en mi ser la figura del nazi, con un papá venido de Europa que en casa decía Itler sin “h” y un colegio donde se fustigaba a bajar la voz, a disolver las preguntas, a esconder la identidad, bajo la consigna siempre tácita y sin embargo presente de que la Shoá siempre puede volver para completarse. Yo soñaba mucho con los nazis persiguiéndome, así como soñaba con la suerte de haber nacido judío. No entendía por qué el mundo había permitido que se quisiera exterminar al pueblo elegido. Tiempo después fui comprendiendo la diferencia entre ser singulares y ser soberbios, así como me fui dando cuenta que la peor discriminación no es menoscabar a una minoría, sino exigirle un comportamiento ejemplar diferente a las miserias de cualquier ser humano; pero sobre todo fui entendiendo que un nazi no es un monstruo mitológico descerebrado y sediento de sangre, sino que la barbarie y la razón son dos manifestaciones de lo mismo. Y me sigue aterrando que, en lo que queda de Auschwitz-Birkenau, los tachos de basura en cada una de las esquinas del museo del campo de exterminio, estén geométricamente ubicados para el confort del turista con la misma lógica del eficientismo con que se planificaban los procesos de asesinatos masivos. Un día mi querido amigo Pablo Dreizik, como siempre me trajo luz cuando me explicó que para él la representación del mal le sienta mejor a Eichmann que a Hitler: “es que cualquiera de nosotros puede ser potencialmente Eichmann”.

Lo que no entendía en ese momento era cómo se conectaban todas estas sensaciones con un país en pleno estado de ultraje político, económico y ético. No era casual que el pelilargo me hiciera ruido, incluso cuando me relataban en el shule la historia de Sansón y olvidaban detenerse en la fuerza de su cabello largo. Hay una misma lógica que condena al que saca la cabeza cuando el destino parece trágico en la Argentina del 76 o en la Polonia de la Guerra: los judíos ya sabíamos de guetos. Por eso recuerdo muy bien la primera vez que alguien nos contó el relato de la revuelta de Anilevich y no pude no asociarla a alguna película de cowboys o a alguna saga de guerreros antiguos que leíamos entonces como Nippur de Lagash. Lo que seguro no parecían los rebeldes era: judíos. Los judíos no salen al combate de ese modo. Incluso la lectura oficial del joven Estado de Israel por esos años, era más afín a un hippismo flower power de inmigrantes labradores en kibutzim -donde por lo menos dejaban usar el pelo largo-, que a los combates con los árabes. Pero lo peor siempre era lo menos visible: había como una sensación de sacrificio improductivo en el relato del levantamiento, como si esta gesta juvenil –siempre juvenil como sinónimo de inmaduro- hubiera exacerbado el exterminio. 

No es un problema con la formas de resistencia, sino con la construcción de los relatos. Esa madre que aplacó el dolor de su hija mientras morían juntas en la cámara de gas de Majdanek también fue una resistente, como lo fue Anilevich, como lo fue el que ofició a escondidas un shabat, como lo fue el que dio su vida por otro. El relato mediático del héroe actual está hecho de la misma materia con que se construyeron los campos de exterminio: una racionalidad exitista y eficientista. No nos es fácil explicarles a nuestros chicos que luchar sabiendo que igual se va a morir, o dar batalla sabiendo que se va a perder tiene algún sentido, cuando en cualquier programa deportivo prima la frase “de los segundos nadie se acuerda” o en cualquier otro programa de entretenimientos se circunscribe el éxito personal a la riqueza material o a la posibilidad de consumo infinito. Se me repetía el mismo problema que con Moisés condenado a no poder ingresar en la Tierra Prometida junto a todos lo hebreos salidos de Egipto imposibilitados de llegar a su meta final: ¡para qué tanto éxodo si al final nadie llega! Por ese entonces no entendía el sentido de la errancia como búsqueda de identidad y la prioridad de la pregunta sobre cualquier dogma. Leemos y releemos una vez más el relato de la salida de Egipto y siempre termina igual: ¿no le hubiera convenido a Moisés seguir siendo egipcio? ¿No les hubiera convenido a los combatientes del gueto sobrevivir un poco más en vez de luchar? Tal vez si no hubiera habido levantamiento y especulando con los días que transcurrieron hasta que cayó la Varsovia nazi en manos de los rusos, muchos se hubieran salvado. ¿No es ésa la lógica del gueto? ¿Encerrarse detrás de los pilotes? ¿Inmunizarse de las posibles contaminaciones? ¿Asegurar la seguridad de lo que nos hace más propios?, ¿sostener nuestras propiedades?

Los pilotes no dejan entrar a nadie porque no dejan al mismo tiempo que nadie salga. Pero peor que los bloques de hormigón son los pilotes en el alma. Y por eso, mientras veía de chiquito algún dibujo hecho a mano que figuraba un instante de lucha de la revuelta de Varsovia, iba dejando con la infancia toda esa superposición de imágenes afines: no hay que sacar la cabeza nunca en ningún lado porque el que se expone siempre es blanco fácil. Muchos años después recordé esta metáfora cuando en alguna discusión sobre la vida judía contemporánea, alguien me incriminó: “tenés la cabeza tan abierta que un día se te puede caer el cerebro”. La misma lógica del encierro está presente en todos lados, tanto en el que excomulga a su hijo por casarse con un no judío como en el que sostiene que todos los judíos somos avaros por naturaleza. La gesta de Anilevich pone en entredicho toda una manera de ejercicio de una vida moral: hay que volar todos los guetos, dejar caer el cerebro para ponerse el del otro, contaminarse con el extranjero, derribar las murallas.

Hoy los guetos se han consolidado en la estructura misma de un mundo compartimentado. La prioridad de lo idéntico a lo diferente ha dejado de lado la idea de que la identidad y la diferencia solo pueden entenderse juntas al mismo tiempo. Se sostiene cada vez más versiones reduccionistas de lo humano que homologan lo propio a la propiedad y construyen sentido a través de la pureza de los que están adentro y la deshumanización de lo que queda por fuera de los umbrales. El virus se ha vuelto el paradigma de la acción del enemigo: todo es virus, todo pretende contaminarnos, pero no se visibiliza que con cada vacuna uno se inocula la misma supuesta enfermedad que pretende combatir.

¿Cuáles son nuestros guetos hoy?

Hoy los judíos debemos resistir al gueto del judaísmo cerrado. No hay una definición única del judaísmo. No hay “un” judaísmo. Hay judíos que conectan con su identidad judía de formas muy diversas. Toda definición monopólica del sentido del judaísmo se devela una clara acción de poder y de administración biopolítica de la pertenencia. En nombre de la defensa de la continuidad de la esencia judía verdadera, se está jugando una clara apuesta político económica: los entierros, la comida pura, los carnets. La ley del vientre es una demostración del carácter autoritario de quienes descreen del poder y la dignidad de muchos valores judíos. Pensar la continuidad en términos biológicos destruye lo más rico del judaísmo, esto es, su ética, su utopía, su apuesta por lo humano. Los muros se erigen en nombre de cierta naturaleza auténtica de un judaísmo que delimita con sus normativas a los genuinos y a los bastardos. Pero es obvio que cuantos más bastardos quieran pertenecer, más difícil le resulta al poder institucional su propia reproducción. Los matrimonios mixtos desnudan hoy el carácter político de las ansiedades y obsesiones de los autoproclamados judíos verdaderos. Si judío es el que se siente judío, y ése fuese el criterio para una real democratización de nuestra comunidad, probablemente tendríamos otros dirigentes, otras instituciones y otra comunidad. 

Hoy los argentinos debemos resistir al gueto de la seguridad. La ciudadanía se ha ido convirtiendo en un concepto vacío, haciendo cada vez más del derecho una legalidad solo funcional a los que pertenecen. Hay una idea de Hanna Arendt que retoma Roberto Espósito según la cual, la defensa de los derechos humanos solo parece ser válida para todo aquel que pueda acreditar en el sistema legal algún tipo de personería. Pero el derecho del hombre tiene que ser derecho en tanto hombre y no en tanto número de documento o aportante impositivo. El delincuente es una categoría que se va estructurando a la par del límite que el sistema fija como aceptable: se sigue condenando en nuestro país al marginal por haber quedado afuera de un orden que necesita para tener coherencia, erigirse sobre el desorden. Un indocumentado, un inmigrante ilegal, incluso un mendigo o un cartonero, son visualizados como una escoria parásita que busca apropiarse de la riqueza de nuestras propiedades, que irrumpe en nuestra morada tranquila y toca la puerta y exige una reacción. No se puede ser libre en una comunidad que no es libre, pensaba Hegel. No se puede vivir cómodo si el que sufre necesita a cada instante golpear una puerta. No se puede vivir seguro en un país donde mucha gente no tiene asegurada la supervivencia.

Hoy como hombres debemos resistir al gueto de la mercantilización de lo humano, debemos romper el círculo que valora como bueno solo aquello que produce rédito, que entiende como válido solo aquello que es útil. Una vida mercantilizada cobra sentido en tanto transforma su tiempo en maximización de sus recursos. Hay todo un horizonte que se abre cuando decidimos desconectar los artefactos y conectar con lo humano. Un rostro que sufre puede ser un dato más de una estadística o la irrupción de una fuerza que comienza a resquebrajar el gueto: el gueto mental. Anilevich rompió la lógica del intercambio ya que su gesta no es juzgable en términos de productividad: no ganaron. Anilevich y los suyos decidieron dar, asumieron un don, un compromiso con una lucha, con el otro. Sus famosas palabras finales lo definen de ese modo: no se trata de un triunfo o de una derrota, se trata de mostrarle a los que vendrán que se puede resistir, que se puede romper el gueto. Se puede fundar una ética de lo imposible más allá de todo realismo pragmático y normativo, se puede apostar a lo humano más allá de cualquier definición del hombre, se puede abrir una puerta al que sufre aunque alguien igual me invada. La vida y la muerte son eventos que se nos imponen sin elección, pero lo que nunca nadie podrá imponernos, es a decidir el modo en que queremos que transcurran: uno siempre es quien elige como quiere vivir y uno siempre es quien elige como quiere morir.

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