(Mucho) después de Auschwitz

I

Una de las noches, avanzada la madrugada, descarrilado en un sillón del hotel, siento la voz de una de mis alumnas que me susurra, "estoy mal, todo el mundo llora, pero yo siento que a mi no me pasa nada". Ese día habíamos visitado la cámara de gas del campo de exterminio de Majdanek.

II

Recorrer Varsovia es un acto de imaginación. El gueto solo puede corporizarse a través de la impostación imaginativa de sus límites. ¿Pero cuáles son los límites del gueto de Varsovia? Los mapas indican adecuadamente los contornos y sin embargo uno camina por la Varsovia moderna sabiendo que la misma acera, la misma curva, la misma esquina... Casi en un acto extático, debe uno encontrar en sus adentros las murallas del gueto para proyectarlas al exterior; pero las murallas no vienen solas. Vienen acompañadas por una multitud de olores, angustias de otros, sollozos de niños, mareos de hambrunas, miedos, putrefacciones. Caminar por Varsovia es imaginarse en el gueto que ya no existe; es sacar de adentro de uno todo el decorado que una vez objetivado, sirve de puente abierto a una transportación numínica indescriptible. Es la única forma de visitar el gueto de Varsovia. Ese día, en pleno cementerio judío del gueto, mientras casi me desvanecía por el olor a podrido de una cloaca, yo vi a un chico asomar la cabeza por allí para escapar, y morir en el intento.  

III

¿Puede una experiencia estética resultar para otro, una desapercibida vista de colores y formas? ¿Puede un barrio de Varsovia constituirse en una experiencia real de sensaciones situadas en un día frío de 1941? ¿La diferencia siempre es metafísica? Y si así lo fuera, ¿vale? ¿Pero estamos hablando de lo mismo, cuando nos referimos a un museo de arte moderno, que cuando nos referimos a un museo testimonial? ¿Y si el museo testimonial coincide con el territorio? ¿Y si toda Polonia es un gran museo? ¿Y si los testimonios necesarios no emergen en la palabra? ¿Y si alguien no conecta? 
IV

Pero mi alumna no me habló de Varsovia. Me habló de Majdanek. Allí, el campo de exterminio permanece idéntico a la época en que funcionaba como campo de la muerte. El museo coincide con lo representado; o en todo caso, carece de representación. El itinerario del museo no es más que la recorrida por sus mismas alambradas y sus mismos senderos internos. El edificio de la cámara de gas es demasiado pequeño, sus pasillos demasiados angostos, la misma cámara es una habitación que no refleja lo magnánimo del exterminio. Éramos cuarenta personas apretujadas, observando el techo bajo teñido de manchas azules, junto a los agujeros por donde se arrojaba el Zyklon B. Este gas es azul y el azul permanece. Hay mucha humedad y silencio. La gente se mira contenida. Alguien prende su Ipod con parlantes externos y la música fluye. El llanto sobreviene. Muchos escapan del recinto y a otros hay que echarlos después de un tiempo. La muerte expulsa pero también seduce. ¿Era necesaria la música? Los escapantes y los echados finalmente nos encontramos afuera, entre el pasto junto a la alambrada. Escuchamos voces. Son niños polacos jugando al fútbol. En ese instante percibimos que detrás de la alambrada se encuentra Lublin. Majdanek se erige solo a dos kilómetros de Lublin. Desde el campo se observa la ciudad, y por ello, desde la ciudad se observa el campo. Lublin fue espectadora privilegiada del exterminio.

V

El campo de exterminio de Majdanek es un museo, Varsovia no. ¿O es todo el viaje por Polonia una recorrida por un museo? Pero esos niños jugando al fútbol, ¿corren por las calles de su barrio o estropean las huellas de un lugar histórico? Si para Baudrillard, un museo es una maquinaria de simulación más que no se distingue de otros medios de masas en un mundo posmoderno, ¿qué sucede cuando el que simula es aquel que va “museizando” con su imaginación emotiva un cuadrado de pasto en Majdanek? Si para Lübbe, por el contrario, el museo conserva y compensa estabilidad y tradición, en un mundo moderno que se estructura sobre la destrucción del pasado, ¿qué sucede cuando el que conserva es aquel que imprime su narrativa sobre las calles de Oswiecim? Andreas Huyssen considera que un museo de la Shoá debe recuperar el sentido con el que Kafka caracterizaba la labor de la literatura: “el libro tiene que ser el hacha para el lago congelado que llevamos dentro de nosotros”. Al arte lo precede la ética.

VI

Esa noche charlamos mucho con mi alumna, casi hasta el amanecer. Leímos a Primo Levi y nos conectamos con el “musulmán”. En los campos, además de los muertos y los sobrevivientes, habitaban los musulmanes. Así eran llamadas las personas que habían perdido la cordura y cuyo cuerpo se deshilachaba hasta convertirse en un fantasma. Vagaban sin voluntad y les pesaba su cabeza dado el estado de putrefacción y descomposición en el que se encontraban sus cuerpos. Habían pasado el límite. Los nazis los llamaban “musulmanes”, porque caminaban por el campo como turbas rezando, hombres más allá de la condición humana, figuras deshumanizadas. Sin racionalidad ni deseo, solo perseguían alguna cáscara de papa. No respondían a ningún estímulo humano. Dice Levi que habían perdido ese brillo interior de los ojos que posee toda persona viva, la “chispa divina”. Ni vivos ni muertos, “musulmanes”. Giorgio Agamben explica que ellos fueron los verdaderos testigos de la Shoá, ya que fueron ellos los que quedaron fuera de la ética, y por eso, fuera de la humanidad. Pero los musulmanes no pueden hablar, generándose así lo que Agamben llama la paradoja de Levi: solo puede dar testimonio el musulmán, pero el musulmán no habla.  

VII

Dentro de treinta años ya no habrá sobrevivientes, pero seguirá habiendo narrativas.  

VIII

Mi alumna finalmente se quebró. Fue en un claro de un bosque, entre árboles silenciosos y brisas frías, alrededor de una fosa común en la que fueron masacrados a punta de pistola ochocientos niños. En ese bosque, en las afueras de Tarnow, no hay nada. Solo un cerco de madera que marca el lugar de la fosa. Testimonia la naturaleza que en su legalidad, produjo más vegetación dada la fertilidad natural de esas tierras. ¿Cómo se puede asesinar a niños en una fosa común? ¿Cómo lograr que permanezcan estáticos para el disparo, si ellos juegan con las flores y corretean con los duendes? Cuanto más vacío es el espacio, más se presiente la deshumanización. Alguien también allí puso música, pero creo que nadie la escuchó. Estábamos oyendo todavía las risas de los niños entre los árboles.  

IX

Tradición proviene de transmisión, y en la época en la cual la modernidad se ha convertido en una tradición, los museos parecerían erigirse como memoria de lo que vale la pena recordar más allá del frenesí de los cambios. Sin embargo, esto supone la aceptación de cierta relación ingenua entre aquello que el museo nos muestra y una realidad histórica que necesita ser mostrada en su verdad. En la época del simulacro y de la estetización de la existencia, o bien se resiste a toda manipulación, o bien se supone una hermenéutica circular donde una axiología y una historia se van reelaborando mutuamente. Uno se relaciona con Polonia desde ciertos valores y hace hablar al territorio que se manifiesta como museo. Está bien y no está bien prender el ipod en la cámara de gas. Está bien y no está bien reconstruir a la manera de la época las paredes de los pabellones de Auschwitz. Está bien y no está bien que detrás de la alambrada del campo, los niños polacos jueguen al futbol. Sin embargo, si a la manera de Agamben, el testigo integral de la Shoá es el musulmán, y el musulmán no habla, nos topamos con otra paradoja: ¿cómo construir la narrativa de aquel que, más allá del límite de lo humano, no puede dar testimonio? La palabra del sobreviviente construye narrativa y las palabras de los muertos también. ¿Pero cómo hablan los fantasmas de la Shoá? ¿Cómo habla ese niño muerto en la cloaca del cementerio? ¿Cómo habla la angustia de aquellos que en Majdanek se sabían espectáculo de Lublin? ¿Cómo hablan las carcajadas inocentes de aquellos ochocientos cuerpitos segundos antes de su masacre? ¿Cómo habla el musulmán?

X

Hay un espacio previo, un dolor óseo, casi como un spleen que es tedio pero también verdad. Hay aureola, intimidad sin fabricación, in-conciencia. Hay una ética del otro que no puede no ver espectros. Hubo un momento, recorriendo el camino central de Auschwitz Birkenau, que entre el silencio de la tarde y ese mismo pasto, y esa misma alambrada, sentí la presencia de algo como un terror, algo más bien parecido al miedo extremo del débil frente al sometedor. Fueron dos segundos, solo eso, dos segundos que pudieron haber transcurrido sesenta y tantos años atrás. Ese campo se encuentra bien cuidado y ese pasto bien cortado, pero es Auschwitz, es el corredor central por el que caminaban los seleccionados desde la bajada del tren hacia los crematorios. Hay un espacio previo a la palabra y hay necesidad de transmisión. Hay transmisión de valores, hay política. Hay una experiencia que no se contrasta ni se explica, sino que se vive. Así nos hablan los que no hablan, se aparecen porque los dejamos aparecer. Así se recorre Polonia con la imaginación, así hablan los museos, así el arte se vuelve política.

XI

Mi alumna descongeló su lago frente a las fosas de Tarnow. El hacha hizo su trabajo, pero el calor le vino de adentro.

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