100 años de presencia institucional judía en Uruguay III

Artículo cedido por el Departamento de Estudios Judaicos de Universidad ORT.

La integración social.


Vista en perspectiva histórica, no cabe duda que la inmigración judía en el Uruguay tuvo una integración exitosa, no obstante su persistente preocupación por mantener sus características étnicas particulares.

La primer mitad del siglo XX ofreció a los habitantes de este suelo, oportunidades de crecimiento material y humano que los judíos, en líneas generales, aprovecharon en buena forma, amparados también en una solidaridad comunitaria muy bien desarrollada, en el marco de una sociedad uruguaya abierta, liberal e integradora.

La colectividad judía comenzó a llegar a nuestro país con los primeros años del siglo XX (sobre 1904 habría llegado el primer judío), en una mezcla de aquellos que, ya llegados al continente, cruzaban la frontera desde Brasil o Argentina en busca de un lugar de asentamiento definitivo, y los que venían directamente de sus países de origen, sean estos de Europa Central, Oriental, el norte Africano o el Oriente Medio.

Asentándose primero por conjuntos caracterizados por esos orígenes – acusando el mismo comportamiento que el resto de la inmigración del momento – en zonas como Ciudad Vieja o Villa Muñoz al principio, Barrio Sur, Centro, Parque Rodó y Pocitos en años posteriores, mientras vivía al mismo tiempo su proceso de consolidación y auto-reconocimiento interno y de integración a la sociedad receptora que, sobre la última década del siglo y, más aún con el comienzo del siglo XXI, los encontrará asentados a lo largo y ancho de la ciudad.

El trabajo fue sin duda el primer y más importante elemento de integración. Lo que más suelen recordar las  memorias de la época, es al judío cuentapropista – el cuentenik – que usualmente vendía mercadería puerta por puerta. Ofrecía el pago en plazos, y su mercadería era sumamente diversa.
Un poco menos se recuerda a los que se emplearon como obreros en frigoríficos – la industria uruguaya por excelencia del momento y de las más importantes en el día de hoy – y es probable que nadie recuerde ya, a los diez judíos rusos que se emplearon como policías, según consta en un informe que, en 1910, el Rabino Samuel Halphon elevó a la Dirección Central de la Jewish Colonization Association, desde Buenos Aires, informando sobre el estado de la naciente colectividad judía en Uruguay.

En medio de todo esto, nos encontramos con sastres, carpinteros, cocineros y comerciantes establecidos. Artistas, intelectuales, y ya en la década de 1930, tendremos  los primeros profesionales universitarios. El Uruguay les ofrecía todo lo que Europa les negaba, y “m’ hijo el doctor”, se hacía realidad.

La inmensa mayoría de estos inmigrantes llegaban apenas con lo puesto, pero cargados de un espíritu emprendedor inmenso, que rápidamente les permitía superarse.

José Jerozolimski, en sus “Apuntes sobre la vida de los judíos en Uruguay” (1967), recordaba cómo fueron  progresando algunos miembros de la colectividad judía en el área comercial: “Poco a poco, con tesón, el pequeño taller de carpintería transformóse en fábrica de muebles y la costura manual en una sastrería o taller de confecciones, ramos éstos en los que los judíos desplegaron un gran espíritu de iniciativa lo mismo que en la industria textil”

“El ‘hacélo todo’ fue una  característica de estos inmigrantes, principalmente en trabajos duros o de transacciones comerciales. El caso de Moisés Melleras nos muestra un ejemplo. Este hombre vino desde Pañeyis, Lituania, ¡a la Isla de Flores!. Aquí trabajó pocos meses, luego puso una “tiendita”, fue portero del Cine Rex, hasta que consiguió dar un salto en su almacén de San José.
‘Me fue bastante bien en San José. En casi dos años no hice nada, y en pocos meses tuve la suerte de hacer plata. Porque [hubo] un tiempo que faltaba alpiste, sabe, yo me entero y compró todo lo que podía, toda la plata y entonces [pude] vender el alpiste al precio que quería. Hice plata, me fue bien. Hice varios miles de pesos que en aquel tiempo era plata. Porque un señor me dijo ‘¿tiene alpiste?’, dije ‘no’ y dijo que ‘vaya a buscar a casa lo que quiera’. Tenía un galpón lleno de alpiste, alquilé un camión y lo llené […] Allá mismo lo vendí y cobraba para hacer plata porque no había nadie’.” (Idem)

La innovación fue también un elemento distintivo que permitió a muchos superarse:
“Naturalmente los primeros días son siempre difíciles ¿no?. Yo empecé actuar de ambulante como todos. ¡Todos los que vinieron acá, todos actuaban de ambulantes! [Yo] tenía una recomendación de un tío mío que era amigo de un señor Marcos Nahum que tenía comercio aquí en la calle Sarandi. Fui a verlo, y me explicó que aquí actúan todos de ambulantes al principio, y entonces conseguí esto: comprar una mercadería de ahí para salir a vender y salía, vendía y trabajaba. El trabajo era siempre por la mañana […] a raíz de estar con mi novia, los padres de mi novia tenían una tienda en la calle Colón, buscamos por ahí un salón en la calle Pérez Castellanos y Washington, en la esquina. Con un hermano de ella, éramos socios, que duró un año la sociedad. Después él se dedicó a vender otras cosas y se retiró, y quedé yo con el negocio. Le puse el letrero ‘de la tienda de los dos turquitos, todos salen con paquetito’.
Este era el título. ¿Por qué con paquetitos?, porque en aquel entonces se usaban mucho estos horquillitas invisibles que habían, paquetitos chiquititos. ¡Clienta que entraba yo le daba un paquetito!, y así cumplía con la palabra. Y ahí duró del año 34 que me instalé al 64 que la cerré, durante treinta años trabajé. A posteriormente, después de diez años más o menos, empezó a comenzar el negocio. ¿Por qué?, porque las chicas del ambiente enfrente, tenían que venir a consultarse todos los días, a la revisación, entonces empezaron a ser clientas de ahí. Querían vestidos. Yo sin saber (la necesidad obliga) cortaba polleras, cortaba vestidos, les cortaba todo, las vestía continuamente a todas. Y era durante veinticinco años con esas chicas estuve trabajando yo. [Eran] chicas del ambiente, chicas del ambiente, de de de… ¡qué son prostitutas!.
¡Frente justo de mi negocio estaba la revisación! Tenían que venir a revisarse, para tener la patente para poder trabajar. Chicas del quilombo, la palabra es esa. Ahí estaban todas trabajando, [en los] cafetines de ahí. Y venían a mi negocio, y yo les cortaba, quedaban contentísimas con el trabajo que les hacía.”  (Idem)

Desde sus primeras zonas de asentamiento, los judíos uruguayos rápidamente se expandían por toda la geografía montevideana.

En su “Crónica de Pocitos” (2003), Enrique Piñeyro no puede dejar de mencionar, entre los personajes que han quedado grabados en su memoria, al “vendedor a domicilio, el ruso Ruchansky”, que vendía de todo, y lo que no tenía en ese momento, se comprometía a conseguirlo. Fue un visitante tan frecuente de la casa de Guayaquí de la familia Piñeyro, que “Cuando sonaba el timbre y atendía uno de nosotros (los hijos), le decíamos a nuestra madre, “está el ruso”, y ella decía “Ah Ruchansky”. Dicho que se hizo famoso en mi casa”. O el polaco Huber, carpintero-tapicero, que “Vino una vez en un apuro, para arreglar una puerta que nosotros habíamos desvencijado y después resultó ser un ‘siete oficios’. Casi no tocaba timbre, venía, entraba, se dirigía a lo que tenía que hacer, terminaba y se retiraba.”

Por otra parte, el idioma fue sin duda el primer y mayor obstáculo a sortear para la mayoría de estos inmigrantes, en su camino de integración.

Los resultados son completamente disímiles, dependiendo principalmente de la edad con la que se llegaba – para los jóvenes todo se hacía más sencillo –, la formación cultural que se tuviera, la ayuda que se pudiera recibir, y obviamente que el carácter personal aportaba lo suyo.

“Samuel Apelblat nació en 1919 en Polonia, y llegó a Uruguay tras sus hermanos, en 1938. Con la tranquilidad de haber conseguido su objetivo, el entrevistado recuerda cariñosamente sus primeros días: ‘Caminaba por la calle y más de uno pensaba que era loco porque leía los letreros; practicaba con todo lo que veía.’ […]

Alfredo Grumbaum nació en 1925 en Alemania, (…). Llegó con su padre y al poco tiempo su madre y su hermano se les reunieron. Su caso nos da cuenta no solamente de la dificultad cultural de aprender formalmente un idioma distinto bajo la presión del trabajo diario, sino también la escasez de recursos pedagógicos para ayudarlos a lograrlo, pese a algunos buenos intentos individuales – mímica mediante.
‘[…] estuve en la escuela un mes, dos meses, pero no me sirvió para nada. ¡No entendía!. La gente muy bien, me acuerdo que había una profesora muy bien que en el recreo me ayudaba, me agarraba de la túnica y me decía: ‘túnica’; me tiraba de la moña y me decía: ‘moña’, ‘pelo’, ‘cara’.  [Se señala las partes mencionadas], la recuerdo siempre. Pero no tenía sentido’.” (Bouret, Martínez, Telias, 1997.)

Como vemos en los testimonios, y sin desconocer que hubo también quienes se opusieron a la integración de los judíos a la sociedad uruguaya, incluso expresándolo públicamente (a esto podremos referirnos en un próximo artículo), la sociedad uruguaya, que en aquellos primeros 30 años del siglo XX, apenas “completaba” – al decir del historiador Gerardo Caetano – su “primer modelo de identidad nacional”, recibió de buena forma, e incluso colaboró desde sus posibilidades, tanto individual como colectivamente, para que los recién llegados pasaran, rápidamente, a formar parte del ser nacional.

Y sin duda tuvieron un rol preponderante las instituciones de la comunidad, aún lejos de poder superar las diferencias internas, marcadas a partir del origen geográfico del judío que llegaba al Uruguay, y las “subculturas” que estas representaban – e intentaban reproducir – pero jóvenes y vigorosas, recibían a todos y cada uno de los judíos que iban arribando a las costas uruguayas, para orientarlo, cobijarlo y, principalmente, darle un marco de referencia a partir del cual proyectarse en esta nueva tierra.
 
Nota: Las opiniones vertidas son de responsabilidad exclusiva del autor.


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