Los salvajes nuestro hermanos. Parte III

Diferencia y repetición

Si practicamos por un rato un juego de semejanzas y diferencias, es interesante verificar que, a pesar de que la sociedad moderna occidental tiene una estructura económica que se aleja en mucho –y no precisamente para mejor- de la “primitiva”, en ciertos aspectos mantiene, sin embargo, rasgos asombrosamente similares. Por más “desarrollada” que esté una sociedad, no desaparece el temor de que su identidad se disuelva al contacto con los otros. En ese sentido, Oriente y Occidente pelean por lo mismo: el predominio de su respectivo paradigma, de su modo de vida, de sus valores que –se llamen así o no- consideran sagrados.
Es en este punto donde podemos retomar la consideración de la terminología que nos convoca: choque de culturas, pero atendiendo ahora a la otra acepción posible, la que habla de “choque” en términos médicos, shock. Impacto, físico o emocional; trauma, golpe que marca de modo indeleble el desarrollo posterior de la vida. Una cultura resulta chocada, en efecto, cuando se confronta con la alteridad que la conmueve, que le hace saber que no es única, que comparte la tierra con otras miradas, otras voces, otras lenguas. Ante ello, se ponen en acción varios recursos que van desde ignorar al otro, profesar una indiferencia rayana en la negación –se sabe: no hay peor ciego que el que no quiere ver-, es decir anularlo simbólicamente hasta anularlo, aniquilarlo, física y tácticamente; hacerlo desaparecer ya que, con él, desaparecerá aquello que me cuestiona o conmueve mi propia identidad. Entre ambos extremos, claro, un amplio abanico. Sin embargo la historia dice que es en los extremos donde por lo general se ubica la cuestión. ¿Es posible pensar, entonces, que a más modernidad más salvajismo?
Para decirlo de otro modo: los tiempos postmodernos hablan una y otra vez del fin de los grandes relatos, el fin de la historia, la muerte del sujeto, la disolución de las identidades, la liquidación –en el sentido de lo que se vuelve líquido- de todo lo que hasta ayer era sólido, compacto, consistente. Daría la impresión, pues, de que a mayor inconsistencia mayor desesperación, más urgencia de recuperar un gramo de dureza y solidez, un punto firme sobre el que pararse en el tembladeral de los tiempos. Como diría Hamlet, the time is out of joint, pero en un sentido fuerte: los tiempos que corren -¡y cómo corren!- están desquiciados porque ya nada es lo que era, los nombres y las cosas no se corresponden, todo parece haberse convertido en fantasma, sombra o reflejo en el agua. ¡Ah, la vieja solidez de los mandatos, el añejo durar de los valores! Hay, junto a los gritos alborozados que celebran el derrumbe de todos los muros y todos los sistemas, un nostalgioso canto que duela y añora lo perdido.
El sol ya no sale como antes

El mundo se dividía, tradicionalmente, en dos lados, según la salida y la puesta del sol. Pero el recorrido del astro marcaba, también, los dos extremos en los que se partían las visiones de ese mundo que, aunque compartido, relucía diferente según se lo mirara desde uno u otro. La luz, en efecto, era otra, iluminaba con matices casi intraducibles los mismos paisajes.
La historia de Oriente ha marcado hitos diversos de la de Occidente: es en este lado de la tierra donde surgió, como señalé, una cultura de peculiares características, cultura autocuestionadora que hizo de la reflexión y el análisis sus más poderosos pivotes.  Oriente, por su parte, valorizó en grado sumo la tradición, y aun las nuevas corrientes de modernidad tuvieron que acomodarse, en gran medida, al paradigma que esa tradición preservaba. Desde ese punto de vista, podría decirse que la sociedad oriental está más cerca de las culturas frías. Ahora bien: si el tan mentado choque de culturas significa el enfrentamiento entre Oriente y Occidente, se trataría del choque entre dos entidades con muy poco de común entre ellas y, por lo tanto, habría que revisar si ello es posible, es decir, si se trata realmente de tal choque.
Si como hemos visto el modo de hacer y entender la guerra de las sociedades primitivas o frías es radicalmente diferente de la manera occidental de afrontar y concebir la lucha,  ya no se trataría de un enfrentamiento simétrico. Si para la sociedad primitiva se trataba de una guerra defensiva, de mantenimiento de la distancia, las culturas modernas más frecuentemente encaran la guerra de aniquilación. El problema es cuando surge la sincronía, es decir, la coexistencia en el tiempo de ambos paradigmas, que son lógicamente incompatibles.
Pero el tiempo y la historia, por otra parte, hacen lo suyo, impurificando lo que antes era –o parecía- claro, mezclando lo que se veía como puro. La relación entre Oriente y Occidente no es la de dos totalidades cerradas sobre sí, dos unidades autoconsistentes con sus horizontes bien definidos que los separan y los diferencian. Se sigue hablando por comodidad en esos términos, se les pone mayúscula incluso, pero tal nomenclatura está lejos de dar cuenta de cómo son las cosas. Es obvio que no se trata –ya no, y tal vez nunca se trató- de áreas geográficas, sino de configuraciones histórico-culturales de características peculiares. Pero es obvio también que, si en alguna época esas configuraciones coincidían parcialmente con una distinción espacial que le daba a cada uno de los términos cierta definición –digamos, cierta “identidad”-, la fluidez de los tiempos tecnológicos ha borroneado tal definición. El tiempo ya no viene como antes, pero el espacio tampoco…
De modo que, si nunca fue posible hablar, en rigor, de culturas “puras” –ya que todas reconocen en su génesis orígenes mixtos, adquisiciones varias y préstamos múltiples- mucho menos lo es en la actualidad. No hay islas, el mundo es una coctelera, todo se mezcla con todo. Las culturas frías se han entibiado, las calientes hierven, lo sólido se licua y lo líquido se evapora… pero a la vez busca y genera corpúsculos duros en su interior. Pero, ¿es legítimo hablar aún de interior, como si fuera claro qué es el adentro y qué el afuera?
Volvamos al shock: los famosos ritos de pasaje están destinados a amortiguar el tremendo impacto que significa, para un niño, verse de golpe convertido en adulto; para un soltero, en casado, potencial padre, responsable por una familia; para los vivos, la desaparición de uno de los suyos. Pasaje que requiere del ritual ya que éste implica maneras de traducir e introducir lo traumático en el orden simbólico y poder, entonces, tramitarlo, incorporarlo sin ser arrasado por el golpe de lo diferente e inesperado. Lo otro, literalmente, incluso –o sobre todo- lo otro en uno mismo.
Si la “impureza” de las culturas es un hecho, ello no obvia su carácter traumático. Lo que nos distingue de las primitivas es que en éstas los grupos no se veían a sí mismos habitados por la diferencia y, por lo tanto, bastaba con tener al otro, portador de ella, a buena distancia para asegurar la propia cohesión. Esta posibilidad de distancia y separación ha desaparecido en el mundo actual: el otro, ahora, es doblemente peligroso porque actualiza la diferencia que percibo en mi interior, pone ante mis ojos mi propia inconsistencia, me muestra las grietas que recorren mi suelo. El otro no me es rigurosamente externo y, por tanto, no es tan claramente otro. El choque no es entonces el encontronazo entre dos cuerpos duros y recíprocamente exteriores cuyas superficies se ven afectadas, sino el impacto del otro que me desestructura y me disgrega hacia dentro de mi pretendida –y perdida- unidad.
En este contexto, ¿será la guerra, como “choque de culturas”, un siniestro ritual que le permita a un pueblo digerir la diferencia, asumir la propia inconsistencia y hacer el duelo por su identidad? Y una pregunta más grave aún: la guerra, ¿resulta estructural solo en las sociedades primitivas? ¿O qué de ella, aun si disfrazada de diversas formas, es inherente al hecho mismo de lo social? Y si esto es una comprobación fáctica –y por tanto elimina las posibilidades de un juicio de valor tanto como de un pacifismo ingenuo- ¿serán posibles otras modalidades del encuentro que no caigan ni en el deseo de aniquilar al otro ni en la banal ilusión de un diálogo tan bienintencionado como ineficaz? ¿Habrá alternativas que no funcionen según la lógica sacrificial, donde debe correr sangre para eliminar la impureza, ni según un voluntarismo bienpensante?
Desde las remotas sociedades primitivas hasta nuestras salvajes actuales -pasando por hitos varios que incluyen, por ejemplo Atenas y Jerusalén y tantos otros enfrentamientos, armados o culturales, que la historia nos revela-, a los humanos no nos resulta sencillo compartir el mundo; o, mejor dicho, en los términos de Arendt, preservar el mundo, si por éste entendemos ese espacio del entre, allí donde el poder de creación con-otros supera al poder de destrucción del y hacia el otro y donde la política, como arte de la acción y la convivencia, tenga aún algún sentido.

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