Los salvajes, nuestros hermanos. Parte II

Todo lo humano me es ajeno…

La guerra no es solo, como pensaba Levi Strauss, una consecuencia del fracaso del intercambio, que sería el modo originario de relación entre los hombres y los pueblos. Según Pierre Clastres , la guerra es tan originaria como el intercambio, y ambos se despliegan complementariamente. Al menos así aparece en las sociedades primitivas que este antropólogo estudia. Pero sería ingenuo suponer que nosotros nos hallamos en un estadio superior de evolución y que, gracias al progreso, el género humano ha dejado atrás esas conductas “salvajes”. Se sabe ya que el paradigma del progreso que la Ilustración puso en boga es una de las tantas ilusiones que el hombre gusta construirse con estatuto de verdad científica. (Paradigma que, por otra parte –y no es aquí el lugar para su desarrollo, sino simplemente para dejar anotado- ha causado numerosas guerras y crueles exterminios.)
Así como el texto bíblico o la tragedia clásica nos anotician acerca de la condición humana más allá de las diferencias epocales o espaciales, si de algo nos sirve la mirada antropológica no es para enorgullecernos de nuestra modernidad civilizada sino para advertir, en esos grupos tan lejanos en tiempo o lugar, las semejanzas estructurales que a ellos nos unen. Los viajeros y etnógrafos han mostrado siempre su extrañeza al encontrarse con ellos: “El ser de la sociedad primitiva siempre fue percibido como lugar de la diferencia absoluta, comparado con el ser de la sociedad occidental; como espacio extraño e impensable de la ausencia. Ausencia de todo lo que constituye el universo sociocultural de los observadores: mundo sin jerarquía, personas que no obedecen a nadie, sociedad indiferente a la posesión de riquezas, jefes que no ejercen el mando, culturas sin moral puesto que ignoran el pecado, sociedad sin clases, sociedad sin Estado, etc.” (Clastres, pag 46) En la sociedad primitiva, muestra el autor, cada grupo se visualiza a sí mismo como una totalidad-unidad: un Nosotros autónomo. Esto es así porque hacia fuera no requiere nada de los vecinos: el grupo produce todo lo necesario para su vida. Hacia adentro, por su lado, debido a su peculiar estructura económica, no existe división del trabajo, acumulación de riqueza ni estratificación del poder. El carácter indiviso del grupo es esencial para comprender la relación que entabla con los otros: si cada grupo es una unidad completa y cerrada, su identidad dependerá de no abrirse ni mezclarse. En este contexto, “la existencia del Otro se plantea, para empezar, en el acto que lo excluye” (pag. 44). Es decir, el Nosotros se mantiene y se refuerza en su distancia de los Otros.

Ahora bien: si cada grupo es autosuficiente y si no existe siquiera la noción de ganancia o riqueza acumulada, ¿cuál sería la razón de un enfrentamiento violento? “Violación de territorio, supuesta agresión del chamán de sus vecinos: no hace falta más para que estalle la guerra” (pag 52). La relación entre los grupos es un “equilibrio frágil”, ya que –aunque los enfrentamientos no se produzcan de hecho durante largos períodos- viven en un estado de guerra (potencial) permanente. La “posesión” que se defiende en tal guerra no es el oro ni el petróleo, sino algo mucho más nuclear: “la sociedad rechaza por sobre todas las cosas…identificarse con los otros, perder aquello que la constituye como tal, su propio ser y su diferencia, la capacidad de pensarse como un Nosotros autónomo” (pag 54). Y sigue: “Inmanente a la sociedad primitiva, hay una lógica centrífuga de resquebrajamiento, dispersión, escisión tal que cada comunidad necesita, para pensarse en ese carácter –como totalidad-una-, de la figura opuesta del extranjero o del enemigo, tal que la posibilidad de la violencia se inscribe por anticipado en el ser social primitivo: la guerra es una estructura de la sociedad primitiva, no el fracaso accidental de un intercambio malogrado” (pag 55).
Tomemos aliento; la lectura de estas líneas no puede sino provocarnos un raro sabor, una sensación de déjà vu. Si bien muchos de los rasgos descritos por Clastres son, como él dice, inevitablemente extraños a nuestro mundo occidental (post)moderno, lo que él define como su estatuto estructural resulta, por el contrario, familiar hasta lo siniestro. A partir del marxismo nos hemos acostumbrado a pensar lo económico como causa omnipresente de los fenómenos sociales y políticos, pero tal vez se ha extremado este factor hasta resultar en un reduccionismo que empobrece el análisis y la comprensión de la realidad. El mundo es, en efecto, mucho más arduo y multifacético: las relaciones humanas incluyen factores extraordinariamente complejos entre los que, sin duda, la economía juega un rol destacado, pero combinándose y entrecruzándose con otros factores de diversos órdenes. Si la estructura económica de la sociedad primitiva juega, en efecto, un papel decisivo en la configuración de su identidad –esa capacidad de autoabastecerse sin división de trabajo ni acumulación de riquezas que le permite al grupo cerrarse sobre sí- por el mismo motivo es ineficaz para explicar la guerra que subyace o que se desencadena entre los grupos. Como hemos visto, la guerra no es una lucha de adquisición o conquista de lo que posee el otro, ni de dominación de sus bienes. Es, en todo caso, una guerra defensiva, en el sentido de que se trata de evitar toda mezcla o socavamiento de la propia identidad, todo descompletamiento de lo que se experimenta como una unidad monolítica y consistente, toda inclusión en una unidad más amplia y abarcadora de la cual el grupo sería solo una parte, compartiendo un abanico de “identidades diferentes”, un mundo de pares, una diversidad articulada. Ocurre que en ese contexto, cada grupo no se vive a sí mismo como “una cultura”, es decir, una entre otras: como bien nos recuerda Leo Strauss, el concepto de “culturas” es una creación moderna, ajena por completo al pensamiento antiguo. De ahí que por ejemplo para los griegos los otros fueran, simplemente, bárbaros –de barbaroi, “balbuceantes”- es decir, los que no hablan “la” lengua, el griego, y por tanto no poseen casi estatuto humano. La noción de género humano o humanidad, como un conjunto de pueblos, culturas o etnias singulares y diversas, es impensable en el horizonte de esa época: cada grupo se ve a sí mismo como único. (De hecho, la noción de “universal” surge en los tiempos clásicos tardíos, digamos los últimos diálogos platónicos, donde comienza a hablarse de kath-olou, “para todos”, de donde deriva, obvio, católico).

En ese horizonte primitivo, la guerra entre grupos no es total, ya que no persigue la aniquilación del otro sino, simplemente, preservar a toda costa la distancia con respecto al otro, evitar la contaminación o mezcla, impedir la juntura. Podríamos decir: mantener la diferencia absoluta del otro, pues es ella la que confiere la propia identidad. Es como si cada grupo dijera al resto: “no tenemos nada en común”. El intercambio, cuando se produce –y corre por otro carril que el de la guerra pero relacionado con ella- consiste en el establecimiento de alianzas para defenderse de algún enemigo ocasionalmente más poderoso. Regalos o invitaciones recíprocas, trueque de objetos o parientes son recursos para ganarse el favor del otro grupo o tribu en vistas a ser aliados en la guerra. No es, entonces, un intercambio de orden comercial sino político. Es en este paisaje donde se verifica la famosa frase de Schmitt , que define a la política como la distinción entre amigos y enemigos.
Reconsideremos ahora la cuestión de la guerra de aniquilación o guerra total, ésa que “no se contenta con la destrucción de unos cuantos puntos concretos militarmente importantes sino que persigue –y la técnica ahora ya le permite perseguirlo- aniquilar el mundo surgido entre los humanos” (Arendt, pag 107).

Se advierte en esta frase, a la luz de lo que hemos venido desarrollando, la diferencia entre la guerra “primitiva” y la moderna: para los antiguos, al no haber “humanos” en general, tal idea de guerra total era impensable. Ahorraré al lector –por obvias- las sugerencias de quién resulta ser más “salvaje” o “primitivo”: las tribus consideradas por la antropología o los civilizados estados modernos… Quiero concentrarme ahora en ese posible de la era actual y que no depende, a mi entender, solo de la factibilidad técnica, sino de otro factor que es lógicamente anterior y condición de posibilidad del mencionado. Factor, digamos, psicológico en tanto implica una cierta comprensión epocal del sujeto, la historia y los actos del hombre: parecería que, al surgir la noción de humanidad y universalidad, las relaciones se volvieron infinitamente más violentas. La ecuación resulta un quiasmo o una paradoja: cuanto más “humano”, menos humano. Cuanto más integrado en una totalidad múltiple, más cerrilmente discriminador, arrasador y excluyente. No por casualidad Arendt liga la definición de guerra total al totalitarismo, no solo por una cuestión terminológica sino por la absolutización que subyace a ambos. La guerra total realiza lo que se ha llamado “el secuestro de la política”, en tanto destituye e invalida cualquier posibilidad de pacto, tratado o acuerdo entre las partes.

Ampliando la paradoja, podríamos decir que mientras los hombres se ven a sí mismos como integrando una unidad que es, a la vez, una unicidad, y por lo tanto no reconociendo al otro más que como alguien a excluir, sin embargo mantiene con ese otro relaciones más respetuosas que cuando se autocomprende como un fragmento de una totalidad que lo incluye a él pero también a los otros con el mismo –supuesto- estatuto. Parecería que para el ser humano es más tolerable ser un todo que una parte, o que compartir el inmenso espectro de lo humano en general le produce, en muchos casos, un malestar que solo se puede resolver mediante la eliminación de sus congéneres. Las sociedades primitivas son lo que algunos antropólogos han denominado “culturas frías”, aquellas en las que no hay individuo separado o diferenciado del grupo. Culturas calientes, por el contrario, serían ésas en las que el individuo puede cuestionar el repertorio de valores que hereda y hacer elecciones particulares. Se dice que hay, de hecho, solo una cultura caliente: la occidental. Es en ésta donde surge propiamente lo que entendemos por sujeto, aquél que interpreta y decide ante la ley. Así, el advenimiento de la subjetividad moderna parecería conllevar, por un lado, un “progreso en la espiritualidad”, parafraseando a Freud, pero también –y como reverso de lo mismo- cierto retorno de la más dura (¿y reprimida?) violencia.


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