Los salvajes, nuestros hermanos. Parte I.

ALGUNAS CONSIDERACIONES ACERCA DEL CHOQUE DE CULTURAS

Si bien es una terminología puesta de moda en los últimos años, a partir del libro de Huntington , la realidad es que la historia sabe, largamente, de eso que ahora se denomina “choque de culturas”.
¿Es legítimo aplicar este nombre a la actual confrontación entre –como dice ese autor- Oriente y Occidente, el mundo islámico y el así llamado judeo-cristiano? ¿Es legítimo, además, denominar así a las fuerzas en conflicto? La cuestión requiere de un análisis más detallado del que se pueda realizar en estas breves páginas, pero vale al menos esbozar algunas reflexiones para no someter tan grave problemática al lugar común, el slogan fácil o el discurso acrítico que rápidamente se impone y obtura el pensamiento.
Para empezar: ¿en qué se diferencia este choque de los demás choques, de las múltiples ocasiones históricas en que dos pueblos, dos grupos humanos, dos naciones o etnias se han encontrado de modo conflictivo? La primera y más esencial diferencia es –como señala Hannah Arendt - el increíble poder de destrucción de las armas actuales, destrucción que puede ser total. Y este “total” no alude solo al grupo opuesto, sino al mundo en que ambos grupos –junto a tantos otros- habitan.
Tal vez “choque de culturas” no sea –al menos en una de sus acepciones- sino un eufemismo para denominar algo que siempre hubo en la historia de la humanidad: la guerra. Nada nuevo, pues: desde los albores de los tiempos hubo grupos de dominadores y grupos de dominados, poderosos y débiles, perseguidores y perseguidos. Antagonismos y visiones desencontradas que, las más de las veces, dieron origen a enfrentamientos y combates armados o de otro orden. Sin embargo, se abre aquí un abanico de múltiples colores, desde el más siniestro negro hasta los tonos matizados del debate y la pluralidad. El color de la muerte reina en la guerra de destrucción total: aquélla que -dice la pensadora en el citado ensayo - amenaza no solo al enemigo sino al propio ejecutor del ataque. El Apocalipsis es esto: desatar fuerzas destructivas de tal magnitud que ya no obedecen a su amo, sino que se vuelven incluso contra él.
Pero la amenaza contra el agente destructor no consiste solo en el poder incontrolable de las armas modernas sino en otra razón, más antigua y más esencial al esquema mismo de la guerra de destrucción total: “Si es aniquilado un pueblo o un estado o incluso un determinado grupo de gente que –por el hecho de ocupar una posición cualquiera en el mundo que nadie puede duplicar sin más- presentan una visión del mismo que sólo ellos pueden hacer realidad, no muere únicamente un pueblo o un estado o mucha gente, sino una parte del mundo – un aspecto de él que habiéndose mostrado antes, ahora no podrá mostrarse de nuevo. Por eso, la aniquilación no lo es solamente del mundo sino que afecta también al aniquilador”. (Arendt, p 117)  pues “… lo aniquilado en una guerra de ese tipo es mucho más que el mundo del rival vencido: es sobre todo el espacio entre los combatientes y entre los pueblos, espacio que en su totalidad forma el mundo sobre la Tierra” (Arendt, pag 129)
El empobrecimiento del mundo que significa la desaparición de un pueblo afecta entonces no solo a ese pueblo, sino al resto de la especie humana. Lo humano como tal resulta tragado por ese agujero negro que ocupa ahora el lugar del entre, distancia imprescindible para la diferencia, el lenguaje y la política. La guerra de aniquilación aniquila también, precisamente, eso: la política, la posibilidad misma de relación, el terreno de la palabra y el disenso. Aniquilar proviene del latín  nihil, nada. Literalmente, significa convertir en nada, anonadar. Enmudecer.
Bendita maldición

“Y era toda la tierra de una sola lengua y de iguales palabras”, dice el texto bíblico al comienzo del relato de Babel. Devarim ajadim, palabras unas, es decir no solo iguales, sino pocas: insuficientes, escasas, pobres. Incapaces, tal vez, de decir la riqueza del mundo, de expresar la infinita multiplicidad de sentimientos y pensamientos, de manifestar la diversidad  y el cambio. Palabras como ladrillos, duras y cuadradas; pegadas entre sí con argamasa, rígidas, carentes de toda flexibilidad. Ajadim, que también se puede leer ajudim: cerradas. Apenas nueve versículos para contar uno de los dramas primeros y más agudos de la humanidad. Drama y maravilla: la destrucción de la torre, lejos de significar un mal, conllevó el nacimiento de las lenguas y con ello, tal vez, el origen del diálogo, de la política, de la traducción, de la literatura, del pensamiento, de la cultura. O mejor aún: de las culturas. Porque, si el mundo es plural, se debe a que existen múltiples ojos que lo miran desde sus peculiares perspectivas y muchas palabras para decir aquello que se ve y se experimenta, palabras que se ponen a circular en un espacio común en el que es posible el entendimiento pero, también y por eso mismo, el malentendido o la incomprensión. Si el lenguaje es aquello que sirve para mentir, es gracias a esto que sirve para decir la verdad. En otros términos: si puede haber diálogo y comprensión es porque el lenguaje es por definición fallido, no lo dice todo, no puede abarcarlo todo. Su potencia de comunicar radica precisamente en su impotencia. La equivocidad del lenguaje es su misma condición de posibilidad. De ahí que la caída de Babel sea el verdadero acontecimiento que da principio al mundo, entendido éste como el espacio en que los hombres comparten incluso sus diferencias. Allí fue destruida por decreto divino la ambición autoritaria de un grupo de dominar a los hombres a través del lenguaje, algo que la historia real tanto como la literatura de ciencia ficción atestiguan largamente: el primer acto de todo gobierno totalitario es arrasar con la equivocidad y la pluralidad. Por eso, las quemas de libros y las numerosas prohibiciones de palabras, obras y expresiones que no sean las autorizadas por el poder. En el nazismo, ejemplarmente, se verifica el gesto: el achatamiento de la lengua (fenómeno que analizan en forma brillante Perla Sneh y Juan Carlos Cosaka en su libro sobre la Shoah ), es requisito indispensable del ejercicio del poder vertical y aniquilador. En vez de múltiples versiones, la imposición de un uni-verso. El mundo, así, reducido a su mínima, más pobre y unilateral expresión. Des-mundado. In-mundo. Enmudecido. Entre mundo y mudo, una letra que es un abismo.
Si en Babel nace lo plural de la cultura y, por ende, las culturas, nace también con ellas la posibilidad de encuentro y, por ende, de desencuentro. De coincidencia y de disidencia. En suma, de diálogo y de choque. Pero choque no quiere decir, necesariamente, aniquilación. En primer lugar es preciso meditar acerca del término mismo, tal como propuse al comienzo. El término “choque” dice, por lo general, de dos objetos con superficies sólidas que se encuentran violentamente y que se destruyen en parte o se producen daños o marcas de diversa magnitud. Decir que las culturas chocan es suponerles a éstas una consistencia y una solidez que no va de suyo. Más bien, tiendo a pensar que cada grupo humano –eso que aquí, por economía expresiva-, denominamos cultura- está a su vez compuesto por múltiples voces, expresiones divergentes, perspectivas disonantes y diferencias varias. Son precisamente esos factores los que la convierten en lo que es, una cultura. De modo que el encuentro violento entre dos grupos puede conllevar otras formas de intercambio que incluyan, por ejemplo, adquisiciones lingüísticas y religiosas, contaminaciones artísticas, préstamos de diversa índole. La guerra, en su sentido más propio y originario, tiene reglas cuyo objetivo es sostener, precisamente, ese espacio entre que permite el encuentro aun si violento, preservando al otro como otro. La mayoría de las conquistas y colonizaciones que se registran en la historia han producido sincretismos y mixturas en el corpus cultural no solo del pueblo conquistado, sino también del conquistador. Algunas evidencias que nos permiten descompletar los términos en juego y verlos en su complejidad: primero, no toda adquisición cultural es producto del diálogo y el intercambio pacíficos, ni toda guerra implica la aniquilación del enemigo. Segundo, todo encuentro entre grupos –aun los más civilizados- tiene algún índice de violencia, ya que la incorporación de formas culturales otras significa alguna suerte de invasión. Es que la alteridad –Levinas nos enseña al respecto- es inevitablemente una imposición, un enfrentamiento con el límite y con el hecho incontrastable de que no puedo impunemente ocupar el lugar del otro.
De ahí que el tan meneado slogan de “diálogo entre culturas” o “diálogo interreligioso” sea un eufemismo o, en el mejor de los casos, una bienintencionada expresión de deseos: el de eliminar la violencia constitutiva de toda relación. Diálogo, en todo caso, no es lo opuesto a guerra, como tampoco ésta es -según algunos creen- “la continuación de la política por otros medios”. Entre diálogo y guerra y entre guerra y política se tejen relaciones mucho más complejas que una simple y lineal oposición. La política incluye la guerra, y ésta es –salvo excepciones- un hecho político; la excepción consiste, precisamente, en lo que hemos mencionado como guerra de aniquilación que es, se dijo ya, la aniquilación del espacio político sin más. De modo que diálogo y guerra son, también, formas variablemente violentas de lo humano, es decir, de la existencia de las culturas y sus relaciones.
Pero la violencia, al ser nodal e ineliminable, reconoce múltiples maneras de ser tramitada.


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