He aquí la prueba de que el sionismo puede lograr sus objetivos dentro de la Línea Verde
Pero, ¿puede Israel liberarse de las presión de la religión y de la historia, reinventarse y poner fin a su conflicto con los palestinos?
Cuando nos acercamos al Canal de Suez hacia el final de la campaña del Sinaí, en junio de 1967, le pregunté a un oficial de alto rango de las unidades de reserva de las Fuerzas de Defensa de Israel – quien más tarde se convertiría en uno de los líderes de la izquierda sionista radical – qué es lo que estaba pasando en Cisjordania. “Estamos terminando la Guerra de la Independencia”, respondió. Ése era el enfoque dominante en Israel en esa época, y hasta la fecha sigue siendo la base de la legitimidad de la ocupación y del proyecto de los asentamientos.
Por definición, el objetivo del sionismo era la conquista y colonización de Palestina. Esa era la necesidad en aquella época. El sionismo era una necesidad, un resultado inevitable de la crisis del liberalismo y del auge del nacionalismo radical en Europa. La última década del siglo XIX estuvo marcada por la culminación de un extenso proceso de ataque a la herencia de la Ilustración, a la definición política y legal de lo que constituye una nación, y al estatus autónomo y los derechos humanos del individuo. El caso Dreyfus fue sólo la segunda etapa de la campaña contra la democracia liberal lanzada a finales de la década de 1880 por los seguidores del general Ernest Boulanger. La campaña boulangista marcó el comienzo del antisemitismo político en Francia.
Como el destino de los judíos desde la Revolución Francesa se había articulado sobre el sino de los valores liberales, los líderes sionistas comprendieron que si una crisis que ponía en cuestión la democracia y los derechos humanos había podido desarrollarse en la sociedad liberal más avanzada del continente, el futuro no auguraba nada bueno para los judíos de Europa oriental u occidental.
Desde mediados del siglo 18 habían surgido dos conceptos de nación. Uno, la visión de la Ilustración, tal como se establece en la “Enciclopedia” francesa, definía la nación como un agregado de individuos sujetos a un gobierno y viviendo dentro de las fronteras de un mismo país. El segundo enfoque consideraba a la nación como un cuerpo orgánico, un producto de la historia, cuya relación con las personas como individuos era como la relación entre un árbol y sus ramas y hojas: la hoja existe gracias al árbol, por lo que el árbol tiene prioridad sobre la hoja.
Desde la Revolución Francesa, la primera concepción de la nación, liberal, había sido un elemento liberador que desprendió al individuo de las garras de la historia, la cultura y los marcos étnicos. El destino de los judíos era una función de la sostenibilidad de este enfoque en el mundo occidental, y, a pesar de los ataques contra él, de su capacidad de penetrar en Europa Central y del Este y de inculcar normas occidentales en esas regiones.
Durante el siglo XIX, sin embargo, el concepto de nación como la totalidad de los ciudadanos se fue erosionando gradualmente. En los últimos años de ese siglo, el affaire Dreyfus proporcionó a los sionistas la prueba de lo profundo de la crisis y de la necesidad de sacar conclusiones prácticas inmediatas. Al mismo tiempo, la idea de la nación como un organismo vivo, con rasgos e identidad distintivos – étnicos, históricos, religiosos y en última instancia, también raciales – echó raíces en Europa Central y del Este. Aquí, la nacionalidad fue un intento de forzar la liberación del pueblo de los gobernantes extranjeros, pero no tenía como objetivo garantizar la autonomía del individuo y su preeminencia moral sobre la comunidad.
En última instancia, este enfoque que obligaba a cada generación a defender sin temores su patrimonio cultural distintivo, rodearlo con altos muros y evitar que se contaminara con elementos de cualquier otra cultura, también se extendió a occidente. En poco tiempo, se supo que la democratización de la vida política, el dramático crecimiento en la educación de multitudes de personas cuyos padres habían sido analfabetos y la mejora en las condiciones de vida, no estaban sirviendo ni al liberalismo ni al socialismo sino al nacionalismo radical. La educación obligatoria en las escuelas primarias y los periódicos de circulación masiva promovieron la insularidad cultural y no los valores humanistas.
Theodor Herzl percibió estos procesos como un fenómeno global y, por lo tanto, se volcó hacia el sionismo. La emigración a gran escala de la Europa del Este –las tierras de los pogromos – a través del océano hacia el Nuevo Mundo, sólo podía ofrecer una solución temporal, parcial: la verdadera solución radicaba en que los judíos se organizaran a sí mismo como un estado-nación, del tipo al que aspiraban todos los pueblos de Europa Central y del Este que todavía estaban bajo el dominio de los imperios multinacionales. Mirando a su alrededor, los líderes sionistas vieron que sólo un estado-nación podría asegurar la supervivencia y la seguridad de los judíos.
Mito vs. razón
Desde sus inicios, el movimiento nacional judío presentó los rasgos básicos de sus tierras de origen en Europa Central y del Este: una identidad nacional tribal, conformada por la historia, la cultura, la religión y el lenguaje; una identidad según la cual el individuo no se define a sí mismo sino que es definido por la historia. La noción de “ciudadanía”, a la cual se aferró la nacionalidad en el mundo occidental, no tenía ningún sentido en Galicia, Ucrania o Bielorrusia. Lo mismo ocurría en relación a los judíos: los sionistas podían dejar de observar los preceptos religiosos y aislarse de la religión como fe metafísica, pero no podían romper sus lazos con la conexión histórica y la identidad histórica que se basaban en la religión.
Los sionistas podían violar todos los imperativos religiosos en su vida privada, pero no en la vida pública: la naciente Tel Aviv era una ciudad judía, cerrada los sábados, y los restaurantes de los trabajadores organizados bajo el paraguas de la federación del trabajo Histadrut eran estrictamente kasher, aunque la inmensa mayoría de sus clientes eran completamente seculares. Berl Katznelson, un intelectual de primera línea y editor del diario Davar de la Histadrut, acometió a los jefes del movimiento juvenil Hanoar Ha’oved por atreverse a inaugurar su campamento de verano en un ayuno del Nueve de Av.
A pesar de que todo el mundo sabía por experiencia personal que el motivo de la conquista y colonización de Palestina era la catastrófica situación que comenzó a desarrollarse en Europa del Este a partir de finales del siglo XIX, la necesidad existencial exigía una “cobertura” ideológica y por lo tanto, la conquista de la tierra fue investida de una legitimidad histórica. La ideología de un retorno a la “tierra de los ancestros” no fue desarrollada por personas religiosamente observantes sino por nacionalistas seculares, para quienes – como ocurrió en todos los movimientos nacionales radicales – la religión, sin su contenido metafísico, fue lo que proporcionó la cohesión social y no fue más que un medio esencial para lograr la coalescencia de la nación. La historia precedió una decisión racional, y fue la historia la que dio forma a la identidad colectiva.
En términos de aferrarse a una identidad judía, no hubo diferencias entre el movimiento laborista, con todas sus ramificaciones y variedades, y el núcleo petit-bourgeois de los sionistas generales o la derecha revisionista. La Tierra de Israel no estaba más santificada en la milicia clandestina pre-estatal Irgún que en las filas de élite de la fuerza Palmaj de la organización de defensa Haganá. Los realistas obstinados como David Ben-Gurion y el líder revisionista Ze’ev Jabotinsky eran muy conscientes de que estaban cultivando un mito de posesión histórica y continuidad histórica consagrado en la Biblia. Es mucho más eficaz persuadir a la gente mediante el poder de un mito que mediante el poder de la razón.
El mito del derecho histórico a la propiedad – para el ideólogo sionista laborista A.D. Gordon la Biblia era el título de propiedad de esta tierra – era esencial para la creación de la fuerza pionera sionista. El establecimiento de un kibutz – ese maravilloso invento admirado en todo el mundo – junto a la fuente de Harod fue, necesariamente, una continuación directa de Gedeón y sus guerreros.
En el mundo judío, quienes perpetuaban los mitos eran los jóvenes de los movimientos pioneros juveniles. Ellos fueron los únicos en los que Ben-Gurion se interesó cuando visitó Polonia en 1933 para la famosa campaña electoral previa al 18º Congreso Sionista, como consecuencia del cual Mapai, el Partido de los Trabajadores de la Tierra de Israel, dirigido por Ben- Gurion, se convirtió en la fuerza dominante de la Organización Sionista. Los millones de judíos que no eran candidatos a la inmigración a Palestina carecían de interés para él. El mismo patrón se repitió después del Holocausto: el líder del estado en ciernes sólo vio en los campos de refugiados a aquellos jóvenes que tenían el potencial de convertirse en pioneros colonizadores del territorio.
En busca de un estado
La sencilla verdad es que los judíos tuvieron más necesidad de un estado que cualquier otro pueblo durante el siglo XX. Incluso la filósofa política Hannah Arendt, quien después de su período sionista se distanció completamente de Israel, escribió que los derechos humanos que no se traducen en derechos nacionales y que no están protegidos por un estado no tienen ningún valor, como lo demuestra la existencia de Israel. De hecho, los derechos humanos, ese maravilloso invento abstracto de la Ilustración, tenían que tener un anclaje político.
En consecuencia, el sionismo fue una revolución política y cultural, pero no una revolución social. El movimiento laborista, incluyendo el semi-marxista movimiento juvenil Hashomer Hatzair, proporcionó el fundamento económico y militar para la guerra contra los árabes y la obtención de la independencia, pero fuera del kibutz no tuvo un mensaje convincente de cambio social para ofrecer. La dirección política del Ishuv (la comunidad judía antes de 1948 en Palestina) se centró en el objetivo supremo de convertir el estado judío en una realidad. Fue una empresa prodigiosa, exigiendo unidad de clase y división del trabajo entre los trabajadores y la clase media, junto con la aceptación de la necesidad de una economía capitalista. Por lo tanto, a pesar de todo lo que se habló del socialismo – que era otro mito movilizador – poco se hizo en la práctica para crear la igualdad en el Ishuv.
El movimiento kibutziano fue universalmente admirado, y hasta el final de la década de 1970, sus miembros enriquecieron la élite cultural, política y militar e hicieron una enorme contribución al Iishuv y al incipiente estado. Pero no sirvió como un verdadero modelo a imitar en la ciudad, sino más bien como una punta de lanza para el ejército de conquistadores del territorio.
El sionismo fue competente en la conquista del territorio y su colonización, y en explotar al máximo la debilidad de los árabes y la ineptitud de los palestinos para organizar una resistencia eficaz. El Holocausto transformó el empeño sionista en un proyecto a nivel mundial, una deuda con el pueblo judío. Este fue el contexto en el cual se libró la Guerra de la Independencia.
Al final de esa guerra, quedó claro cuánto el Ishuv terminó siendo un prisionero de su propio éxito: la conducta del estado de reciente creación fue una continuación directa del período anterior, no un punto de inflexión o el inicio de un nuevo período. Ésa fue la gran debilidad de Israel y sigue siendo una de las fuentes de nuestro malestar hasta hoy en día. Por lo tanto, la comunidad de todos los “ciudadanos”, que necesariamente incluía a los árabes que permanecieron en el país, fue percibida como absolutamente inferior a la comunidad nacional y religiosa de los judíos.
La Declaración de Independencia no estaba imbuida de poder legal o moral. Era un documento de relaciones públicas, dirigido a la opinión pública de los países que sólo unos meses antes habían votado en las Naciones Unidas para el establecimiento de dos estados en la Palestina del Mandato. El sistema democrático de Israel no impidió que los padres fundadores del estado colocaran a los árabes bajo un régimen militar y les privaran de sus derechos humanos hasta 1966. No había ninguna necesidad de seguridad para esto, sólo una sicológica: enseñar a los árabes quiénes eran los señores de la tierra y continuar manteniendo la situación de emergencia del período pre-estatal.
La mayoría de los israelíes no entendieron, y algunos no quisieron entender, que la situación provisional debía terminar, que lo que era correcto y justo antes de 1949, porque era necesario, había dejado de serlo después de la guerra.
La conquista del territorio fue necesaria. La concepción de que cuantos menos árabes hubiera en el estado judío tanto mejor, era comprensible en el contexto de la guerra por la supervivencia que se llevó a cabo en ese entonces. Después de la victoria y la apertura de las puertas a la inmigración masiva, sin embargo, un nuevo período debió haber comenzado. Su símbolo más saliente debería haber sido una constitución, como se había prometido en la Declaración de la Independencia, una constitución democrática, basada en los derechos humanos y colocando en su centro la vida política y social del conjunto de los ciudadanos, no de una comunidad étnica o religiosa en particular.
Una constitución así habría demostrado que, al convertirse los judíos en ciudadanos de su propio estado junto a los no-judíos, un nuevo capítulo en la historia judía había comenzado. Es evidente que una constitución habría anulado el Reglamento de Defensa (de emergencia, un vestigio de la época del mandato británico permitiendo el establecimiento de tribunales militares para juzgar a civiles sin apelación, razias e incautación de bienes, demolición de viviendas, etc.). Una constitución también habría delineado la separación de poderes y los medios para supervisar el poder ejecutivo, limitando su libertad de acción, nada de lo cual Ben Gurion habría aceptado.
Por encima de todo, sin embargo, una constitución habría demarcado las fronteras del país tal como estaban establecidas al final de la guerra.
Israel no tiene fronteras permanentes y no tiene constitución, porque ésa fue la voluntad de los fundadores: todas las opciones se mantuvieron abiertas, incluso los que se abrieron en junio de 1967.
Como fruta madura
Al igual que el Ishuv, el estado también fue competente en la conquista de territorios y su colonización, en crear una economía y facilitar su desarrollo, en establecer un ejército y en librar guerras. Durante la Guerra de los Seis Días de 1967, los territorios que no estaban a nuestro alcance menos de 20 años antes, cayeron en nuestras manos como fruta madura. Puesto que nada era definitivo, la élite dirigente del movimiento laborista no tenía ninguna razón para no seguir por el camino en el que había tenido tanto éxito hasta entonces. ¿Qué significado tenía la Línea Verde para que el liderazgo? No era sólo una fotografía casual de una situación que se había creado al final de las hostilidades en 1949?
Si tan sólo unos pocos miles de miembros de los movimientos juveniles pioneros hubieran logrado salir de Polonia antes de que estallara la guerra mundial, si tan sólo hubieran existido otras dos brigadas del Palmaj, el destino en 1948 de Hebrón y de Jenín, de Ramala y de Nablús, habría sido el mismo que el destino de Ramle y de Lod, de Jaffa y de Tiberíades.
¿Por qué la conquista y colonización de la Galilea fue legítima, pero la conquista de Cisjordania y su colonización no lo es? ¿Por qué la expulsión de los labriegos del valle de Jezreel, y el establecimiento del Kibbutz Merhavia y del Kibbutz Mizra sobre las tierras que cultivaban fue un acto digno, mientras que el Valle del Jordán y la región de las colinas de Hebrón tuvieron que ser dejados a los árabes?
En la década de 1980, escuché a Yaakov Hazan, el líder de Hashomer Hatzair en aquel momento, quejarse de que la gente estaba realizando descaradamente una comparación entre los derechos de un pueblo que había existido durante 30 años – los palestinos – y los derechos de un pueblo de 3.000 años de edad. El Movimiento Gran Israel fue dirigido por el activista sionista laborista Yitzhak Tabenkin, fundador de los asentamientos colectivos Kibbutz Hameuchad, junto con el poeta Natan Alterman y el escritor S.Y. Agnon. Escuché a Moshe Dayan declarar en una reunión de oficiales del cuerpo de tanques de las FDI que los tanques sobre el río Jordán se moverían sólo hacia adelante y jamás darían la vuelta.
El imperativo de la razón
Casi 50 años han pasado desde entonces, y el movimiento nacional judío ha llegado a un callejón sin salida. Incluso ahora, la centro-izquierda, que heredó la desventura intelectual del Partido Laborista, es incapaz de proponer una alternativa ideológica al proyecto de los asentamientos. ¿Qué miembro de la Knesset de la Unión Sionista (sin considerar a Yesh Atid) estaría dispuesto a firmar una declaración en el sentido de que lo que era legítimo antes de la Guerra de la Independencia, porque era necesario, dejó de serlo después, y por lo tanto, los asentamientos no sólo son ilegales, sino que también son ilegítimos e inmorales, y no cumplen con ningún criterio de principios porque no hay necesidad de ellos y porque no hacen ninguna contribución al futuro del pueblo judío?
¿Y cuál de ellos estaría dispuesto a trabajar concretamente para desarmar esta bomba de tiempo letal? ¿Cuál de ellos adoptaría el enfoque liberal que sostiene que los derechos históricos del pueblo judío sobre la Tierra de Israel no tienen prioridad sobre los derechos humanos de los palestinos, y que por lo tanto el país debe ser dividido de manera justa? ¿Y quién va a asumir el decir que el estado judío no está anclado en la Biblia, sino también en el derecho natural de los seres humanos de ser dueños de sí mismos y que este derecho, por ser universal, se aplica igualmente a los palestinos?
Porque ha llegado el momento de reconocer que la clave del futuro no está en la historia y que la revelación en el Sinaí puede dictar normas de comportamiento a una tribu, pero no a una sociedad liberal y abierta que consagra los derechos humanos.
Sólo la razón puede marcar el camino. Y la razón nos ordena reconocer que la operación para conquistar el territorio terminó en 1949 y que la partición del país que se logró al final de la Guerra de la Independencia debe ser la separación final. Sólo sobre esa base podremos dar forma al futuro. Cualquier persona que no acepte que el sionismo fue una operación para liberar a un pueblo y no para liberar piedras sagradas, un acto político racional y no una erupción mesiánica, condenará a Israel a la degeneración, si no a la aniquilación en un estado bi-nacional, o, en otras palabras, a una guerra civil permanente. La Jerusalem de hoy es un buen ejemplo de lo que puede esperarse en el futuro.
Para que emerja un bloque de centro-izquierda que tenga la oportunidad de dirigir la sociedad, se deberá crear a sí mismo en torno a una decisión explícita: que Israel no tiene reivindicaciones territoriales más allá de la Línea Verde.
Este enfoque naturalmente requiere simetría y reciprocidad desde el lado palestino: la Línea Verde es la frontera final, por lo que no habrá ningún asentamiento judío en Cisjordania ni tampoco ningún retorno palestino hacia dentro de las fronteras del Estado de Israel. Se podrá considerar modificaciones de fronteras, ya que son parte de las negociaciones sobre la paz y sobre intercambios de tierras, pero no son el principio determinante.
La ocupación es un factor subyacente a la guerra con los palestinos, y mientras la sociedad judía no reconozca la igualdad de derechos de las otras personas que residen en esta tierra, se hundirá cada vez más en una realidad colonial y de apartheid, tal como la que ya existe en los territorios, y en ilusiones destructivas, como la de una “Jerusalem unificada”.
El sionismo clásico se fijó el objetivo de crear un hogar para el pueblo judío. El período comprendido entre la Guerra de la Independencia y la Guerra de los Seis Días mostró que todos los objetivos del sionismo podían cumplirse dentro de los límites de la Línea Verde. El Israel post-1967 se hundió en una ocupación porque fue incapaz de liberarse de la trampa del pasado: el retorno a la tierra bíblica de los reyes, los jueces y los profetas hizo que grandes segmentos de la sociedad israelí perdieran su contacto con la realidad. La codicia por la tierra en los Altos del Golán vició los movimientos colonizadores. El éxito se convirtió en una carga insoportable.
Por lo tanto, la única pregunta significativa de hoy en día es si la sociedad israelí todavía tiene la capacidad de reinventarse y poner fin a la guerra con los palestinos por sí misma.
Por: Zeev Sternhell
Traducción: Daniel Rosenthal