Autoridades nacionales, Sra. Embajadora del Estado de Israel, autoridades de la Organización Sionista del Uruguay, presidente del Comité Central Israelita, queridas amigas, queridos amigos: permítanme que me ahorre el protocolo y les agradezca ya mismo este reconocimiento.
He repasado la lista de los premios anteriores y me encontré con destacadísimas personalidades uruguayas, de modo que siento, como decía el querido Julio César Castro, Juceca, que estoy viajando de colado en la bañadera de los campeones.
Los premios dicen más de quien los da que de quien los recibe. Más aún: quien recibe un premio, sobre todo uno de esta naturaleza, tiene que seguir siendo merecedor en el futuro, si es que lo era antes. Como no puedo hacerme cargo de los méritos que ustedes dicen ver en mí, déjenme esbozar una hipótesis sobre la verdadera razón por la cual estoy aquí. Yo creo que recibo este premio porque somos buenos amigos. Lo recibo entonces como testimonio de nuestra amistad y sabiendo lo que significa este premio.
Me resisto a aceptar que cumplir con los deberes del periodismo sea motivo suficiente como para recibir un reconocimiento especial. No lo es. No lo debería ser.
Trabajar en la reconstrucción de acontecimientos relevantes y compartir con el público los trozos de verdad que podamos lealmente recolectar, es apenas la esencia del periodismo. A eso me dedico desde hace más de treinta años junto a decenas de colegas.
Muchas veces me entrevistan jóvenes estudiantes de periodismo y me preguntan con harta frecuencia si existen presiones sobre los periodistas y los medios de comunicación. Mi respuesta es inequívoca. Claro que las hay. Las hubo y las habrá. En este asunto no podemos ser ingenuos: hacer periodismo consiste en revelar hechos y datos que quizás alguien no quiera que se conozcan. Ese derrotero profesional nos pone una y otra vez en la mira del poder, de todas las formas del poder, y no debería asombrarnos que los poderosos utilicen su arsenal de contactos y su fluido intercambio de favores para intentar silenciarnos.
Ante esta realidad, los periodistas no tenemos muchas armas con las que defendernos, más allá de que un sistema legal que garantiza la libre circulación de ideas e información, y una conciencia republicana que cada vez tolera menos esta forma de censura.
Nada de esto sirve si no se interpone nuestra propia determinación por revelar la verdad, por hacerle frente a la ignorancia, la mentira, la frivolidad, la ambición y el cinismo, verdaderos enemigos del periodismo y de la humanidad. Sin esta determinación, aún la profesión más noble del mundo puede terminar por convertirse en una usina de incomprensión, propaganda y odio.
La mayor y la más legítima presión que debe sentir un periodista es la de averiguar y contar la verdad siempre. Esto es tanto una actitud profesional cuanto existencial. Peter S. Prichard, ex director del diario USA Today, decía que si "si el público comprende que el auténtico periodismo es el primer borrador de la Historia y que por ello es imperfecto, será más comprensivo con los periodistas". La idea de que el periodismo es el "primer borrador de la historia" fue acuñada por Philip Graham, ex editor del Washington Post, y es de una implicancia inquietante.
Probablemente nuestra amistad se cimentó con mis artículos y comentarios realizados como periodista sobre asuntos que involucran a los judíos uruguayos y al pueblo judío en general, desde una perspectiva que les resulta reconfortante. Déjenme decirle al respecto dos cosas.
La primera es que, si yo entendiera que los hechos transcurrían de una manera contraria a sus puntos de vista, así lo diría. Es mi deber, es mi vocación, y no se ha encontrado fuerza humana o sobrenatural que convenza a un taurino de hacer lo que no quiere hacer. Aun así, los sentiría mis amigos.
La segunda es que averiguar la verdad sobre las cosas que ocurren en Medio Oriente no es una tarea sencilla ni existe estímulo alguno en las redacciones y los medios en general, como para emprender semejante tarea. En términos generales, no existen estímulos para averiguar en profundidad ningún tema internacional, pero un conflicto que ocurre a tan lejos y que involucra tantas aristas controversiales, suele ser cubierto sólo cuando escala hasta la guerra desatada.
De repente, un día cualquiera, los medios reparan en que Israel bombardea Gaza con un resultado desolador, fruto de la enorme diferencia en armamento y organización, que suele dejar, en las primeras horas, varios cientos de víctimas. El público reacciona ante la muerte de palestinos, la mayoría de ellos aparentemente no combatientes, con el dolor y la indignación de todo aquel que observa una batalla desigual.
En las últimas dos guerras entre Israel y Hamás me cupo el dudoso honor de advertir sobre lo que se venía. La primera porque había estado en la frontera y en las ciudades y kibutzim y había sido testigo de los bombardeos cotidianos desde Gaza. La segunda porque sigo el conflicto de manera casi cotidiana y me parecía inminente una reacción israelí. En ambos casos las cadenas de televisión indujeron al público a pensar que la guerra había comenzado cuando el primer F-16 de la Fuerza Aérea Israelí dejó caer sus bombas sobre Gaza. Recién entonces comienza la carrera por informar y la cuenta macabra.
Durante estos conflictos formulé una y otra vez la misma pregunta a colegas, amigos y contactos en las redes sociales: "si tú fueras el Primer Ministro israelí, contaras con una abrumadora superioridad militar y tu enemigo bombardeara la población fronteriza cada día durante meses y años, ¿qué harías? ¿Cuánto aguantarías sin reaccionar? ¿Qué no harías para terminar con esa situación? Y si fueras un gobernante uruguayo y te dijera que hay unos veinte mil uruguayos bajo fuego?"
Este razonamiento se nubla cuando la respuesta deriva hacia las razones complejas y controversiales del conflicto entre judíos y palestinos, pero la respuesta surge de la lógica y el sentido común.
Permítanme que me detenga un instante sobre este último punto, el de los uruguayos residentes en Israel. Pensemos cómo reaccionamos cuando hay un terremoto en Chile o en Italia, incluso en Nepal. Recordemos cuál era nuestra principal preocupación cuando los atentados terroristas en Nueva York o en Madrid. ¿Habrá uruguayos afectados por estas catástrofes? ¿Quiénes y cuántos son? ¿Cómo se llaman?
Nada de eso ocurre con los cerca de veinte mil uruguayos residentes en Israel, expuestos como el resto de la población (lo que incluye por cierto a la población árabe israelí) al fuego criminal e indiscriminado de Hamás. Si no fuera porque algunos miles decidieron movilizarse en Tel Aviv, el público uruguayo jamás se habría enterado de sus riesgos ni de su existencia. Daría la impresión de que para muchos de nosotros sigue vivo el prejuicio de que un judío nacido en Uruguay y radicado en Israel deja de ser uruguayo, que es una variante del mito antisemita del judío errante y apátrida, del cual Sergio Gorzy sería apenas una excepción que confirma la regla.
Como sabemos, no se puede entender los hechos de hoy si no se conoce y se entiende los de ayer. Informar desde una perspectiva debidamente contextualizada, que permita entender al menos quiénes son los que están peleando y cómo llegaron a ese punto, suele ser objeto de reproches de parcialidad, pero sólo cuando tal abordaje beneficia a Israel.
Recortar la realidad y mostrar únicamente lo que los terroristas que gobiernan Gaza quieren que se muestre (lo que incluye atraer sobre su población las bombas enemigas, exponer a sus hijos a los bombardeos, exhibir impúdicamente sus cadáveres y conducir a los periodistas a los escombros) es interpretado por buena parte de la opinión pública nacional y occidental como un gesto de compromiso con la verdad y los sentimientos humanitarios.
El hecho es aún más grave porque se oculta al público que los periodistas que trabajan en lugares como Gaza y bajo tiranías bárbaras como la de Hamás (casi siempre arriesgando su propia vida) carecen de cualquier posibilidad de informar de manera ecuánime y balanceada, y se limitan a registrar lo que les permiten registrar. De este modo, la verdad, esa siempre esquiva y a ocasiones inasequible dama, se convierte en una perversa mentira, aún en manos de quienes tienen la profesión y la vocación de informar con neutralidad.
La primera misión del periodista es derrotar la ignorancia (empezando por la propia) investigando y relevando datos fidedignos, difundiéndolos de manera balanceada y contextualizada, de modo de hacerlos comprensibles. Si hace bien su trabajo, habrá derrotado a la censura y la presión social, a la frivolidad que convierte la cobertura de un conflicto en una contabilidad macabra, al cinismo de terminar sintiendo que todo da lo mismo porque no son nuestros hijos los que están bajo fuego, y a la vanidad de creer que nuestro trabajo va a torcer a la opinión pública a favor de nuestra propia percepción de los hechos.
En esa tarea estamos empeñados los periodistas desde siempre. Intentarlo cada día con éxito diverso, no es motivo suficiente como para recibir un premio porque si informamos adecuadamente, como nos enseñaba Tomás Linn, apenas habremos cumplido con nuestro deber.
El gran poeta mexicano Octavio Paz escribió en su poema "Razones para morir" unos versos adecuados para hablar de la ciudad que da nombre a este premio: "Unos me hablaban de la patria/ Mas yo pensaba en una tierra pobre,/ pueblo de polvo y luz,/ y una calle y un muro/ y un hombre silencioso junto al muro".
Creo también, y fundamentalmente, que somos amigos porque veneramos a Jerusalén como nuestra patria. La venero yo, que la visité muchas veces durante el mes que pasé en Israel durante 2008 (y donde pronto habrá un de árboles con mi nombre, que algunos de ustedes me regalaron), la veneran los árabes musulmanes y toda la cristiandad, pero fundamentalmente, la venera el pueblo judío.
Cualquier comunidad étnica, religiosa o filosófica de Occidente o Medio Oriente puede encontrar, con un poco de curiosidad y sensibilidad históricas, que tienen con Jerusalén alguna forma de pertenencia, una unión de fe o simplemente una rémora cultural y civilizatoria. Sin embargo, para nadie representa tanto como para el pueblo judío.
Hay razones políticas que impiden que Jerusalén sea reconocida por la comunidad de naciones como la capital del Estado de Israel, pero nada hará olvidar a los judíos las palabras del patriarca Abraham: Jerusalén es la ciudad desde donde puede verse a Dios.
No se trata de un tema de religión ni de fe. Jerusalén y su templo, del que el Muro de las Lamentaciones es un recuerdo perenne, son también metáfora sobre sobre lo que somos, lo que buscamos y dónde debemos buscarlo: un mundo que alcanza la plenitud desde el centro mismo de la Tierra, desde nuestro propio interior, para trascender la banalidad de las pasiones mundanas y erigirse, como anuncia el Nuevo Testamento cristiano, en "la morada de Dios con los hombres".
Recorrí sus calles, sus barrios, sus colinas y sus templos, pero nada me impresionó tanto como su ambiente de agresiva espiritualidad, sus mercados abarrotados de gente y especias, que invitan a soñar con un gran banquete del que todos formen parte, ya no una última cena sino un almuerzo inaugural de un tiempo de paz, armonía y prosperidad compartidas.
¿Cómo vamos alentar tales sueños si ni siquiera los credos cristianos son capaces de compartir en paz la iglesia del Santo Sepulcro, si los propios judíos apenas pueden delimitar el imperio de la ley divina y el de la sociedad civil, si los musulmanes utilizan la mezquita de Al Aqsa como una excusa para la agitación y el odio? ¿Desde dónde es que se puede ver a Dios?
Aldous Huxley, decía que cada persona tiene su propia Jerusalén. El escritor británico rescataba el sentido simbólico de la ciudad santa, aunque sus habitantes parecen empeñados en aplicarla en su sentido literal. La Jerusalén real, la de piedra y huesos, parece convertida en un botín que se disputan los particulares, grupos más o menos hegemónicos, donde las palabras Dios y Paz, se asemejan más a una cruel ironía que a la visión idílica de los profetas y de los antepasados.
Cada uno de nosotros tiene su propia Jerusalén. Todos tenemos una razón por la cual llorar y añorar, y ojalá, también tengamos un lugar hacia dónde ir, un futuro que construir junto a nuestra gente. Todos tenemos nuestra propia Jerusalén, y el pueblo judío tiene además en la Jerusalén de piedra a su ciudad santa, su capital eterna.
A propósito de nuestra amistad, creo que si somos amigos es también porque nos criamos juntos, aunque no mezclados. Tuve la fortuna de criarme en un barrio multiétnico y multiclasista, donde cada quién vivía según sus propias creencias y costumbres, aunque no nos sintiéramos iguales. La idea de que hubo una época ideal de tolerancia y amor al diferente es falsa.
En el Palermo de los años sesenta no éramos todos iguales ni nos tratábamos como iguales. Siendo un niño escuché por primera vez la palabra "kibutz", aquellas comunidades igualitarias y abnegadas que hacían germinar el desierto con un fusil al hombro, sobre las que mi abuela me hablaba deslumbrada, según le refería, de ventana a ventana, una vecina judía. Nací y me crié en el seno de una familia de gallegos e italianos. Jamás les escuché una palabra de odio o desprecio hacia los negros o los judíos, gentes que se alternaban en el paisaje humano del barrio junto con los criollos y el resto de los inmigrantes europeos.
Sin bien los adultos no se integraban mayormente, existía una semilla de tolerancia, de respeto mutuo. Nuestros mayores, con sus prejuicios y sus valores a cuestas, permitieron que sus hijos se acercaran a los hijos de los otros. Así pudimos compartir juegos infantiles, largas jornadas de fútbol y charlas en la vereda, en un tiempo en que la calle era un escenario abierto, seguro y plural.
En la calle y en la escuela no había judíos. Estaban Sonsol y Richtenberg y Tugenman y Trilesinsky y tantos otros, pero ellos sólo eran niños con los que jugar. Los niños no nacen con prejuicios raciales o religiosos, no nacen con odio; a los niños hay que enseñarles a odiar y a nosotros no nos enseñaban a odiar.
Aún a riesgo de decir algo obvio, creo que somos amigos porque nos formamos con los mismos libros, porque tenemos unos valores comunes. Según Arturo Pérez Reverte, "lo que llamamos Europa, u Occidente (es) el imperio heredero de una civilización compleja, que hunde sus raíces en la Biblia y el Talmud y emparenta con el Corán."
Hoy se viven horas inciertas en buena parte de Occidente, principalmente en Europa, donde solíamos encontrar, superada la catástrofe de la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto, un faro de democracia, refugio e igualdad ante la ley. Oportuno es recordar las palabras del escritor Louis Fischer dirigidas a británicos y franceses, en defensa de la República Española; palabras que se convertirían en una siniestra profecía: "¡Qué lentas son estas democracias! ¡Qué difícil es forzarlas a ver los males que les aguardan! Si estos países no tienen sentido común... en el futuro se verán forzados a luchar con sus propias manos".
Sin embargo, debemos alentar la esperanza de ver una tierra nueva, especialmente allí donde la igualdad y la libertad comenzaron a iluminar el mundo. Quizás tenga razón el narrador bíblico cuando dijo que, sólo aquellos que vencieron el mal porque hablaron sin tener miedo a la muerte" verán la Nueva Jerusalén.
Somos hijos del libro de los libros, que en sus múltiples versiones e interpretaciones guarda el tesoro de la libertad, de la fraternidad entre las gentes, de la justicia y del sentido trascendente de la peripecia humana. Es en este rincón del mundo, sembrado durante milenios por el misticismo egipcio y persa, por la espiritualidad judeo-cristiana (con pinceladas de sabiduría oriental), la filosofía y la democracia griegas, el derecho romano, la religiosidad popular de la Edad Media y el espíritu científico, cultivado muchas veces a contracorriente, es en este caldero milenario digo, que se pudo construir una sociedad abierta a todas las religiones y credos.
Creemos en una sociedad en que las personas valgan lo mismo por el sólo hecho de haber nacido humanas, donde cada quien pueda elevar sus altares a los dioses más diversos o a ninguno, sin que nadie sea por ello perseguido. Es nuestra libertad para obrar bien o mal la que nos hace dignos de llamarnos buenos, cualquiera sea nuestra orientación espiritual o filosófica.
Pero por sobre todas las cosas, creemos en lo que creemos por la razón, la convicción o la fe; no por sumisión. Nuestra fe y nuestros principios no nos exigen ser sumisos sino que, por el contrario, se sustentan en nuestra capacidad de elegir en libertad. No encontramos justificación para guerrear en ninguna deidad o principio rector y sólo nos resignamos a utilizar la violencia, como último recurso para defender nuestras vidas y nuestra libertad.
Finalmente, permítanme recordar acaso el concepto más radical del mensaje de Jesús, el predicador del amor al prójimo: No hay amor más grande que dar la vida por los amigos. Por suerte, ustedes no me piden tanto.
Muchas gracias.