La vergüenza por los encuentros de parejas: La obsesión ortodoxa por las apariencias ha alcanzado proporciones epidémicas.
Como mujer casada, en estos tiempos que corren tengo la oportunidad de ver el otro lado del mostrador de los encuentros de parejas – el de la ‘casamentera’, y me pregunto cuál es el mensaje que se le está dando a mi generación de mujeres inteligentes y apasionadamente religiosas.
“Por lo general no tomamos un automóvil”, dice riendo el muchacho de la ieshivá, vestido con un elegante sombrero de paja, al conductor, un hombre irlandés algo mayor. “Pero la señora no estaba vestida apropiadamente (le hace una guiñada a su pareja), por sus tacos, quiero decir, así que tuvimos que…” La pareja del muchacho de la ieshivá lo interrumpe y se inclina hacia el conductor, decidida a convertir sus frustraciones en una broma: “Señor, en realidad no le importan en absoluto mis tacos. Lo que encuentra inapropiado es el atuendo que elegí para vestirme. Mi falda es demasiado corta y lo pone nervioso, y ni siquiera me llama por mi nombre, ya sabe cómo son estos chicos religiosos...”
El conductor da un giro en la esquina. “Ese es el problema con la religión, es sexista”, dice, mirándola por el espejo. “Lo sé porque mis padres eran católicos observantes. Es todo un montón de basura sexista”.
El muchacho y la chica se ríen nerviosamente por la blasfemia, y la chica dice lentamente: “Bueno, no creo que la religión en sí misma sea sexista, es sólo que todavía existen los chovinistas...” Y mira al chico.
El chico se vuelve hacia el conductor: “Pero señor, ¿usted no está de acuerdo conmigo en que si uno tiene el diamante más preciado del mundo, lo debe conservar oculto? ¡No es algo que se saque a la calle para mostrárselo a todo el mundo!”
A la chica le falta el aliento: se siente retrocediendo en el tiempo, volviendo a la apologética enseñada en séptimo grado, una y otra vez: bat mélej, kol kvodá pnimá, el honor de una es princesa algo completamente interno, una joya divina que debe permanecer oculta...
Pero antes de que pueda responder, el conductor pisa el freno. Se da la vuelta y mirando al muchacho de la ieshivá, dice lentamente, con su voz temblando de rabia: “Escúchame, muchacho. No estás hablando de una cosa. Se trata de un ser humano vivo, que respira”.
***
Han pasado varios años desde entonces: toda una época de encuentros de shiduj (arreglados) intercambio de currículums, llamadas telefónicas, verificación de referencias.
El matrimonio de hecho me ha traído esa calma prometida: un permanente suspiro de alivio que no sabía que fuera posible, un sentido de protección de tipo mafioso. Ya no soy el blanco de las mujeres mayores. Finalmente crucé la línea de seguridad. Y sólo el otro día me di cuenta de lo mucho que mi vida ha cambiado, mientras bailaba en una boda.
Las trompetas resonaban, las paredes del salón vibraban, y lo vi en los ojos de las chicas solteras que estaban bailando. Me estaban observando cuidadosamente, de la forma que una estudiante observa a la directora de la escuela con la esperanza de que no advierta su infracción al código de vestimenta.
En un abrir y cerrar de hojas me había convertida en esa ‘joven casada’, esa mujer que aleja el flequillo de su peluca de sus ojos. Es para ser como ella que las chicas arman todo el alboroto de prepararse para una boda: cirugía plástica, pelo con brushing, manicura, vestidos caros, tacones altos (dentro de los límites de la modestia, sin duda alguna). Y no lo hacen tanto por los hombres; no, los jóvenes solteros apenas vislumbrarán a las jóvenes solteras en estas bodas con asientos separados para hombres y mujeres. No, todo este ritual es para las mujeres casadas, con la simple esperanza de que una señora con peluca la vea, quizá en la estación de sushi, se le acerque y con un chasquido de su varita mágica le diga: “Dios mío, eres hermosa, conozco a alguien perfecto para ti. Y además es de una familia de buen pasar”.
De repente se me está pidiendo que haga de casamentera, aunque siento que apenas hace unos momentos era yo la chica que estaba siendo exhibida y asistiendo a bodas como si fueran algún concurso de belleza. Y me he acostumbrado a ello: los solteros codiciados, las bulliciosas casamenteras, los padres desesperados. Se muestran fotos por teléfono, se reenvían por correo electrónico y WhatsApp.
“Necesito una chica espectacular”, me dice por teléfono un hombre de negocios algo mayor, sus entonaciones salidas directamente de la ieshivá ultra-ortodoxa. Le contesto que podría tener una joven para él, y que podría valer la pena tener un encuentro con ella. Y entonces lo pienso otra vez y le digo que lo lamento mucho, que acabo de darme cuenta de que no es para él, lo lamento, de verdad, pero pensaré en alguien más.
Se siente ofendido. Ya ha visto su foto y está deslumbrado por su belleza: “Pero, ¿por qué? ¿Por qué no es para mí?”
Suspiro y finalmente admito: “Ella está buscando un erudito, un chico de Harvard, alguien realmente intelectual, mundano...”
“Eso no es justo”, objeta. No se me permite juzgar, dice.
“Entonces, veamos si entiendo”, le contesto. “Debo cumplir con su pedido de una chica espectacular, pero el pedido de ella, de que le consiga un intelectual, ¿no significa nada? ¿Por qué piensa que está más fuera de lugar?”
Ahora también paso a escuchar el otro lado del mostrador del mundo ortodoxo de los encuentros de parejas, el de la ‘casamentera’: “En realidad, ella no es tan espectacular. Le vendrían bien algunos arreglos. Y realmente quiero decir arreglos. Su pelo es demasiado rizado. Sus dientes están un poco torcidos. Nunca usa tacos. Debería vestirse un poco más caro, no puede permitirse el no hacerlo. No es tan delgada, un talle seis, para decir la verdad, más bien gordita”.
Escucho y asiento, con la mente dándome vueltas con mis propios recuerdos. La presión sobre estas jóvenes es insoportable, miro sus rostros sonrientes, las fotos tomadas en las bodas de sus primos y en campamentos de verano abrazando a niños con necesidades especiales, y me pregunto cómo debe haber-sido para ellas no tener que preocuparse por su propia no pertenencia hasta que volvieron del seminario y se convirtieron en debutantes de shiduj. O incluso antes: me dicen que aquí no es raro que un joven se niegue a salir con una chica porque escuchó que alguna vez en la secundaria estuvo excedida de peso.
Mi mente vuelve a los años de pasar hambre, las interminables sesiones en la peluquería, sin atreverme a salir sin estar completamente maquillada, la forma en que mis salidas de compras se hicieron cada vez más exorbitantes a medida que las aventuras de los encuentros siguieron adelante. Todavía no puedo creer que me casé sin tener que pasar por un bisturí, sin llegar a la dote, un apartamento en Jerusalem o un fideicomiso; el artículo de la revista TIME de poco tiempo atrás no exageraba. (Estamos en el 2015, y los hombres todavía felicitan a mi marido por casarse por amor.) Pero, ¿es que lamento esos años invertidos en tener una buena presencia? No, el poder de sentirme joven y posiblemente hermosa era demasiado divertido. Tal vez fue mi sangre rusa la que me permitió disfrutarlo: “Esta noche soy Natasha Rostova”, solía rezar a medias invocando a la heroína de Tolstoi antes de salir para encontrarme con un chico.
Pero ésta es la realidad de la ‘élite’ del mundo religioso. Y no es necesario que yo escriba esto. Siéntese simplemente en una tienda de pelucas y escuche a las mujeres que están a su lado esperando a que se termine de peinar sus pelucas, o lea las columnas de consejos de la prensa haredí, lea las cartas de los padres que están fuera de sí preocupados por sus hijas solteras, por cómo poder pagar los programas de Pésaj de lujo para que sus hijas sean vistas en el comedor por las familias adecuadas (nota: cuantos más hogares de ancianos sean propiedad de la familia, mejor es), y luego, cuando la redención finalmente llega, cómo hacer para solventar esa lujosa boda.
Así que cuando me dicen constantemente que el mundo religioso protege a las mujeres de ser cosificadas al omitir sus imágenes, y que esto refleja algún ‘valor comunitario esencial’ al apreciar la belleza interior de las mujeres por encima de lo externo, no puedo sino reírme por lo alejado que esto está de la realidad. Es un chiste. Basta con mirar nuestras estadísticas de trastornos alimentarios. O pregúntele a cualquier mujer ortodoxa joven que haya pasado o que todavía continúe dentro del sistema de shidujim, esa maquinaria todopoderosa que garantiza la obediencia comunitaria – aquí, donde se le prometió que se la protegería de los males de los encuentros de parejas seculares, en los cuales las mujeres son cosificadas tan claramente: chicas, mírenlo, lo repugnante que es, gente sin moral alguna – y ella le contará acerca de la nobleza de la espiritualidad de su experiencia comunitaria.
¿Esto le choca? ¿Esto es a lo que hemos llegado? Cuando asentimos y aceptamos que las mujeres deberían estar ocultas, como ‘alhajas’, ¿es chocante que hayamos creado una generación de mujeres jóvenes obligadas a convertirse en muñecas? ¿Que en realidad sólo son más cosificadas y por ende, sexualizadas? Cuando sus modestas fotos son prohibidas, cuando en las revistas para mujeres religiosas sólo se retratan sillas de playa vacías y cocinas vacías en donde las mujeres son meros fantasmas, ¿cuál exactamente es el mensaje que se le está haciendo llegar a mi generación de mujeres inteligentes y apasionadamente religiosas que esconden, de todos modos, la edición de la revista Vogue de septiembre bajo sus camas? ¿Que son criaturas peligrosas? ¿Qué no hay un término medio? ¿Que se espera que estén escondidas pero exhibidas a la vez? La mujer religiosa de hoy está atrapada entre dos mundos extremos: un mundo religioso que sólo ofrece contradicciones, que nos dice que nuestra belleza es clave para la felicidad en la vida pero que también debemos ocultarnos para no llamar la atención, y un mundo secular que parece igualar la libertad con el exhibicionismo.
Como una persona religiosa, creo que el debate acerca de las imágenes de las mujeres en las publicaciones es en sí mismo vergonzoso. Sospecho que ha sumido a las mentes más bien límpidas de más de una mujer joven en una situación en la que imaginan al deseo sexual masculino como salvaje y atemorizante. Cuanto más pienso en este debate, más me cuesta caminar por Borough Park sin sentirme perturbada, sin que el deseo masculino religioso aparezca repentinamente, al acecho justo debajo de la superficie de cada calle, de cada esquina.
En un mundo donde los líderes respetados me dicen que las meras imágenes de mujeres modestas son ofensivas, que el hecho de que las mujeres estudien el Talmud lleva a la destrucción de la ortodoxia y que, con la voluntad de Dios el valor de mis futuras hijas radicará únicamente en su buena presencia, me pregunto cómo se espera que una pueda criar a sus hijas aquí de forma honesta. Y cómo, como esposa de un rabino, les digo a las mujeres de ojos brillantes que se me acercan con preguntas acerca de la religión, que la religión las incluye como mentes y no simplemente como tentaciones.
Al pensar en la próxima generación, recuerdo las inquietantes palabras de Daisy Buchanan acerca de su propia hija pequeña: “Espero que sea una tonta; eso es lo mejor que una chica puede ser en este mundo, una hermosa y pequeña tonta”.
He escrito sobre esto antes, y años después, luego de encuentros e historias y de un compromiso y posterior boda, tengo la sensación de que esto es una epidemia, esta obsesión ortodoxa con lo externo.
Por ahora cedo el lugar a las opiniones de los que defienden la sensibilidad de una comunidad, las fuerzas del mercado y demás, tal vez porque no tenga otra elección.
Pero las jóvenes mujeres ‘Haredi’ de hoy en día, con sus pelucas y calzas, que se balancean con el mismo fervor durante sus raciones, están empezando a preguntarse estas cosas en voz alta. Esto es evidente en Kikar Shabbat, la publicacion Haredi en línea israelí de mayor difusión, en la que aparecen fotos de mujeres que se visten con modestia. Fue evidente décadas atrás, cuando el Rebe de Lubavitch insistió en que los materiales educativos para los niños incluyeran fotos tanto de niñas como de varones en la portada (“¡Tiene que haber una niña!”, solía escribir en hebreo en cualquier revista que careciera de la foto de una niña). Y hoy en día es evidente en los medios sociales, en feeds de Instagram y en grupos privados de Facebook y WhatsApp, donde las mujeres religiosas están creando sus propios medios de comunicación alternativos, un lugar donde sus rostros puedan existir.
Recomiendo a los líderes que se adelanten a los hechos.
Pero hasta entonces, seguiremos siendo intimidadas una vez más por el Partido, por la “policía haram”, como una vez escuché decir a una joven musulmana. Los más santos y los más religiosos, cuyo rigor distorsiona nuestra ley religiosa. Porque tenemos miedo de hacer cambios. Y tampoco queremos ‘imponer’ nuestros puntos de vista liberales a nuestros santos hermanos.
Así que nos quedamos en silencio. Asentimos cuando se nos dice que estamos siendo protegidas de ser cosificadas. Sólo entornamos ligeramente nuestros ojos. Y luego nos tambaleamos sobre nuestros tacos hacia la próxima boda, para ver y ser vistas.
Por: Avital Chizhik-Goldschmidt
Traducción Daniel Rosenthal