En el filo de la navaja

grancabaretokLa última novela del escritor David Grossman, Gran Cabaret, es un experimento narrativo insólito que en un escenario teatral ficticio conjuga el horror y la ternura.

Dentro del mundo del arte los escritores son seres excepcionales, que además gozan de un montón de privilegios. Sucede que la literatura, a diferencia de otras disciplinas, no sabe de límites. Un libro puede tener cien páginas o mil, presentar un personaje o muchos, hablar del pasado, el presente o el futuro, y puede ser verídico o una gran mentira de principio a fin.

Siempre fue así, pero si algo caracteriza a los siglos XX y XXI, a la modernidad y a la posmodernidad, es la cruza de géneros, la búsqueda de nuevos caminos narrativos, la ruptura definitiva con los preceptos formales que estableció cada corriente literaria.

Hoy la prosa puede ser poesía o la poesía prosa y nadie se escandaliza si un autor escribe párrafos kilométricos, si juega con la puntuación o si altera todas las reglas de la sintaxis. Lo que importa es lo que se dice y no cómo se dice.

El escritor israelí David Grossman parece tener este aspecto muy claro porque Gran Cabaret es un ejemplo en cuanto a cruce de géneros, tiempos narrativos que se yuxtaponen y libertad de expresión llevada al extremo. Todo esto transforma a la novela en un gran ejemplo del nuevo paradigma imperante.

A tres voces

Lo más novedoso de la obra está en el triángulo que se forma entre el actor Dóvaleh, que ofrece su espectáculo unipersonal en una ciudad cualquiera de Israel, un juez retirado que asiste a verlo y el público anónimo presente en el lugar.

Las tres voces se alternan a lo largo de todo el libro, donde se cuenta en primera persona la historia del veterano actor, que poco a poco se revela en escena como un desequilibrado, como un hombre vencido por las circunstancias que cerca del final del camino decide desnudar su alma ante un público que rápidamente se convierte en un personaje más, que aplaude a rabiar al artista ante una salida ocurrente pero que lo abuchea sin piedad cuando se siente herido en su sensibilidad.

Porque Dóvaleh es un provocador profesional capaz de hacer humor con las crueldades infames de Josef Mengele, el Holocausto o la política territorial de Israel, lo que hará que muchos de los presentes en la velada se vayan retirando de la sala ante la inesperada virulencia verbal del actor, o polemicen con él a los gritos.

En el otro extremo, hay pasajes donde Grossman, un humanista que perdió a un hijo en la guerra del Líbano y un reconocido activista por la paz entre judíos y palestinos, muestra una gran sensibilidad.

Un ejemplo es cuando describe a su madre, una mujer que sobrevivió al exterminio nazi, no así su familia. "Siempre iba con la cabeza gacha y el pañuelo de la cabeza cubriéndole la cara, no fuera a ser que alguien se la viera, y pegada a las vallas y a los muros, para que nadie fuera a contarle a Dios que seguía con vida", escribe.

A medida que la novela avanza, el monólogo se vuelve cada vez más personal y trágico, ya que Dóvaleh revela como era golpeado en el colegio por sus compañeros y azotado por su padre.

Más brutal se vuelve todavía el asunto cuando cuenta su estadía en un campamento militar para jóvenes, con una prosa implacable que no ahorra detalles a la hora de describir la crueldad e indiferencia de los mandos militares y de los monstruosos reclutas que lo rodean.

De la misma manera en que se alternan con habilidad en el relato la comedia y la tragedia, el chiste fácil y la reflexión profunda, el comentario histórico y la peripecia personal, la novela es por momentos buena y otras veces no tanto.

De todas maneras, la audacia estilística que despliega Grossman al transcribir en palabras un espectáculo escénico, sumado a un notable manejo de la prosa, hacen que el libro, en su conjunto, valga la pena.

Fuente: elobservador.com.uy

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