Saied Kashua vuelve a su país, para sentarse junto a su padre en la habitación del hospital

kashuaokEn verdad a nadie le importa de dónde es el escritor, lo que quieren es contarles a las demás personas qué es lo que hacen de noche en el hospital.


El miércoles pasado, luego de recibir la llamada, decidí inmediatamente que volvíamos. Dejando todo. Parando el trabajo y la escuela, dejando todo atrás, haciendo las valijas para irnos.

Al final, embarqué el viernes solo y para la tarde del sábado ya había llegado. Esa noche miré un partido de fútbol de la Liga Española junto con mis padres y con mis hermanos. No dormí bien, debido al desajuste horario que tenía y por las sucesivas olas de gemidos de dolor que llegaban hasta mi vieja habitación.
A la mañana siguiente, me metí en una ambulancia por primera vez en mi vida, me puse derecho al lado del conductor y miré para atrás todo el tiempo.

"Imposible", decía el conductor, mientras batallaba con el embotellamiento de la mañana del domingo en la salida de Tirá, mi ciudad natal, camino a Kfar Sava. "No se mueven, los que conducen". Noté que la sirena sonaba mucho menos fuerte desde adentro de la ambulancia.

Médicos, enfermeras, instrumentos médicos, tubos y jeringas de todos los tamaños, preguntas sobre la medicación, sobre las alergias, sobre los papeles de internación y los papeles de alta médica. Corremos tras una camilla que va a toda velocidad por los largos pasillos y sube por los insulsos ascensores hasta que nos dirigimos al departamento correcto.

Yo mismo me encargo de las vigilias nocturnas. Le digo a mamá que es por el desajuste horario, y que de todos modos seguía con el horario de la zona del medio oeste de los Estados Unidos. Pero el verdadero motivo por el cual prefiero estar de noche es para poder estar solo, sin visitas y sin familiares que puedan llegar a distraerme. Quiero pensar en cosas malas, quiero tener nervios y miedos espantosos; quiero que me ataquen las hordas de los demonios nocturnos. Quiero atraerlos a todos y mantenerlos alejados de mi padre. Quiero estar solo en la habitación con él; a fin de cuentas, fue para eso que regresé.

A las 8 de la noche se cierra la puerta de la sala. A las 11, las enfermeras cambian de turno. A medianoche llamo a casa para hablar con mis hijos, que acaban de volver de la escuela. Cada media hora mi papá levanta una mano para pedir agua, a cada hora entra una enfermera a la habitación, y cada dos horas meto un delgado vaso de plástico transparente en otro igual en la kitchenette para hacer café negro. Con agua hirviendo el vaso solo se va a arrugar todo, si uso dos vasos, se van a arrugar un poco pero solucionarán el problema.

Cada cinco minutos me fijo en los números que aparecen en las pantallas y sigo los gráficos que se deslizan por los monitores que van titilando. Entremedio vigilo las luces rojas que van apareciendo de tanto en tanto y escucho los constantes pitidos. Como no entiendo nada de esto, prefiero enfocarme en el pecho de mi padre, viéndolo subir y bajar, subir y bajar...y bajar.

A veces escucho las conversaciones de las familias de los otros pacientes. Por algún motivo, al lado mío no paran de hablar. Los árabes no saben si entiendo su idioma ni tampoco lo saben los judíos.

A veces, durante la noche, la gente me pregunta de dónde soy. Me miran raro cuando me encojo de hombros y les digo que no sé. De la nada, a veces me preguntan por qué estoy aquí, de noche en el ascensor del hospital o cuando saco algo para comer de la máquina expendedora. En cada oportunidad les digo algo distinto, porque eso no es lo que quieren oír; lo que quieren hacer realmente es contarles a los demás qué es lo que hacen de noche en el hospital.

La esposa del tipo de Taivé vino solo para hacerse un control de rutina, porque tenía tos y creyeron que era neumonía. Tiene dos hijas y dos hijos; la mayor y la menor son niñas, de 15 y 2 años de edad. Iftá, que está en el área de fumadores, tiene un hermano internado, tiene algo raro, no hay muchos como su hermano en el mundo. Precisamente su hermano tiene un tubo en la garganta, ya alá, y recién ahora Iftá entiende lo enclenques que son los seres humanos, unas meras cifras.

Próximo a la 1 de la mañana, se limpian los ascensores. La puerta queda abierta con un balde y se lava el piso con un lampazo. Alrededor de las 3 de la mañana, es hora de limpiar el área de la entrada a la sala: se arroja agua al piso y luego por toda esa zona pasa por encima una máquina que se parece a un tractor. Todas las personas de limpieza que vi eran árabes, todos ellos empleados temporeros, todos ellos jóvenes. De vez en cuando ponen alguna canción de amor en el celular, y a veces se ríen bajito.

A las 4 de la mañana, llamo a casa para hablar con mis hijos, después de haberse bañado y antes de que se vayan a acostar. Luego hablo con mi esposa, quien me dice que no hay nada de lo cual preocuparse, que todo está bien y que todos me extrañan. No oía las noticias en absoluto, pero en este país siempre se está al aire, por lo que desde ese aire me entero de las elecciones, de los asesinatos, de la policía que mata a los árabes, de los árabes que apuñalan a los judíos, y no me interesa nada de eso, lo cual no es algo nuevo. Cuando mi esposa me pregunta por alguna novedad, le comento que hay un nuevo billete de 50 shekels, el cual es verde como el billete de 20 shekels. No sé si hay nuevos billetes de 20 shekels, no me he fijado. Pero aún ese no es motivo para criar hijos aquí.

Los médicos son diligentes, las enfermeras, increíbles. De alguna forma logran animar a mi padre, les sonríe cada tanto, tratar de hacer algún chiste con ellos pero aún es muy pronto, o muy tarde.

A las 5 de la mañana, los musulmanes rezan; a las 5.30, llega el camión del pan. A las 6, rezan los judíos. A las 7 llega mi madre para hacerme el relevo y las enfermeras cambian de turno. No hubo ningún problema, la noche fue tranquila; sí, bebió y sí, durmió muy bien.

A las 7.30 llego a la casa de mis padres, que está vacía. Agarro dos huevos de la heladera, caliento una cantidad bien pequeña de aceite de oliva en una vieja sartén, parto los huevos golpeándolos de lado y los pongo con una pizca de sal, nomás un poquito. Los dejo medio cocidos para que la yema quede líquida, y con una pequeña cuchara les paso el aceite de oliva hirviendo, nomás un poquitito, hasta que se forma una delgada piel. Así es como me enseñó mi papá.

Fuente: Haaretz.com


Traducción al español: Rodrigo Varscher

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