La atadura imposible

Hay quien sostiene que la filosofía tiene como propósito el hallazgo de las verdades últimas que explican la estructura fundamental de lo real. Pero hay quien sostiene que esas verdades no existen y que por ello la filosofía es la búsqueda de lo imposible. Una búsqueda que prioriza la incomodidad de la pregunta a la seguridad de la respuesta, la apertura al dogma, lo creativo a lo cerrado. La filosofía es un ejercicio para la muerte, decía Platón: no explica qué hay más allá de esta vida, pero nos prepara para llegar al final con el hábito de saber que, en términos absolutos, no sabemos nada. La palabra filosofía, en griego significa “amor al saber”, y amar, dice Platón, es la búsqueda de un faltante, de una carencia. Los filósofos buscamos lo que nos falta, y por eso no somos sabios, solo tendemos a la sabiduría. Buscamos aquello que sabemos que no vamos a alcanzar.

Perseguimos lo imposible. Convertimos a la filosofía en un arte, en una creación de perspectivas, en un impulso interpretativo. Lo imposible nos hace posible interpretar. Si lo real mismo carece de certeza última, todo es midrash. Todo. No solo los textos, sino toda la realidad misma. O dicho de otro modo, lo real se presenta a nosotros como un texto a interpretar, y cuantas más perspectivas abramos, más lo enriquecemos. Leer un texto desde el literalismo, esto es suponiendo que posee una única interpretación, no es alcanzar su verdad oculta: solo es imponer una de sus lecturas posibles como si fuese la genuina. Cuando Abraham, según cuenta la tradición, rompe los ídolos de piedra que se adoraban en su lugar natal, denuncia en ese acto todo intento de idolatría. El Dios que lo convoca lo inspira a la búsqueda y lo compele a abandonar lo seguro, a resignar la certeza. El Dios que lo convoca, por el contrario, es invisible y es pura voz, es una invitación a la interpretación. Nuestro pueblo nace de ese gesto: ¡vete! ¡lej, lejá!, como quien se embarca a un peregrinaje sin fin, como quien se entrega a la errancia de la duda, como quien abandona la certeza por descubrirla cómoda.

Nuestro Dios, nuestro Libro, nuestro pueblo también pueden transformarse en ídolos de piedra, en la medida en que renunciemos a su carácter interpretativo. Así opera todo literalismo cuando endurece las lecturas privándolas de diversidad. Pero Abraham fue hebreo, decidió cruzar y emprender una búsqueda solo motivado por una voz. Y una voz es un texto al que hay que interpretar. Y de la palabra voz en latín (vox, vocis), viene vocación, y también convocar, y también provocar. Así provocó Dios de nuevo a Abraham con otro ¡lej, lejá! en Bereshit 22, 2 diciéndole: “Toma ahora a tu hijo, tu único, a quien amas, a Itzjak y vete (lej, lejá) a la tierra de Moriáh y ofrécelo allí como holocausto sobre uno de los montes que Yo habré de indicarte”. Otra vez salir del lugar seguro y emprender un camino, otra vez la opción de quedarse a resguardo. Pero Abraham eligió otra vez, fue hebreo, cruzó de nuevo. Bereshit 22 comienza anticipando lo más importante del relato: “Dios sometió a prueba a Abraham”. Todos nosotros sabemos desde el inicio que el sacrificio pedido no es real, que es una prueba; todos, menos Abraham.
 El debe interpretar esa voz que escucha y que exige lo imposible. Abraham viene interpretando y ejecutando, pero esta vez la prueba es decisiva; es el contacto con lo imposible: no se mata a un hijo. Dice Jacques Derridá que la verdadera prueba que tuvo que superar Abraham fue haberse mantenido en silencio, porque no hubiera habido condescendencia humana de ningún tipo. Cualquiera le hubiera objetado la acción, incluso Sara le hubiera objetado ya la duda. La razón humana no entendería. No entiende. No entiendo. Es que no es una prueba para la razón, sino la puesta de su límite. Es como si alguien ahora atendiera su celular, nos mirara y luego de cortar, nos dijera: acabo de recibir un mandato de Dios, ya vengo, voy a matar a mi hijo. Lo detendríamos. Lo acusaríamos de demente, de asesino. No es una prueba hecha para ser comprendida, es una prueba que nos saca de la lógica y nos coloca en el plano de lo imposible. Por eso, la clave es el silencio, porque el habla es pensamiento compartido. De allí que Kierkegaard analizando el hecho en Temor y temblor sostiene el carácter solitario de la fe. La razón se manifiesta de modo comunitario, porque debo dar cuenta de mis actos ante los demás: los debo justificar, argumentar. En cambio la fe supone un aislamiento radical: nadie me entendería. Y está bien. Si me entendiesen sería un acto racional, pero este es un acto que trasciende el ámbito de la lógica: me encuentro yo solo, en una relación absoluta con lo absoluto; me encuentro teniendo que tomar una decisión; el hebreo que decide cruzar. No lo puedo hablar con nadie. Alguien o algo irrumpe en mí, un otro, lo imposible. Se presenta ante mí y me exige un sacrificio. Debo despojarme de mis ídolos de piedra, renunciar a mis certezas, abandonar mis propiedades, entregar lo propio. Alguien golpea la puerta de mi casa, alguien extraño, un extranjero. Me pide. Pero no lo puedo dejar entrar, le temo, me da rechazo. La razón legitima mis sensaciones, todos entienden mis miedos: no se le abre la puerta a cualquiera. ¿Pero quién es ese cualquiera? Cualquiera, como lo piensa Agamben en La comunidad que viene, cualquiera no es el que no vale, sino que es la expresión más acabada de la singularidad. Todos, o sea, cualquiera, o sea, cada uno de nosotros en su singularidad, cada persona, cada mundo. No se le abre la puerta a cualquiera es no abrírsela a ninguno, y es elegir al mismo tiempo permanecer encerrado. Pero Abraham salió. Y salió porque abrió la puerta. Y abrió la puerta porque vivía en tiendas. Y vivía en tiendas porque viajaba. Y era un viajero porque era un hebreo. Y era un hebreo porque seguía cruzando. Y seguía cruzando para seguir buscando. Y buscó durante tres días, y llegó al lugar, y “ligó a Itzjak, su hijo, y lo puso sobre el altar, encima de los leños”. No temamos, sabemos que es una prueba: “él proveerá”. Pero Abraham no lo sabía. Por eso, él abrió la puerta y tomó el cuchillo. ¿No lo sabía? Hay una lectura, sin embargo, de Bereshit 22, 5 que intenta sospechar de cierta intuición de Abraham, ya que dice: “Dijo Abraham a sus mozos, permaneced aquí con el asno, mientras yo y el niño iremos hasta allí, nos prosternaremos y volveremos a vosotros”. ¿¡Volveremos!? ¿En plural? ¿Volveremos con Itzjak? ¿Sabía Abraham que se trataba de una prueba? ¿Y si lo sabía, pierde valor el relato? ¿Y si fuese a la inversa? ¿Y si Abraham mataba a Itzjak, pierde valor la prueba? Si abro la puerta de mi casa y dejo entrar al que pide, esto es, a cualquiera, pero cualquiera resulta un invasor, ¿pierde valor la apertura? ¿Nunca más voy a volver a abrir la puerta entonces porque me robaron? No hacía mucho que Abraham había tenido que desprenderse de Ishmael con todo su dolor, y sin embargo insistió: otro hijo, otra entrega, pero no dejó de abrir la puerta. Abrir la puerta es una vocación, es una voz que convoca, es un otro que exige desde su sufrimiento, es lo diferente que muestra nuestra propia diferencia. Un sacrificio supone todavía una ligadura, la atadura a mi propio yo, a la lógica del intercambio racional. Todavía en un sacrificio, uno da a cambio de algo, mientras que el don o el dar más auténtico es el que se da sin dejar huella ni crear deuda. El don imposible, al decir de Derrida. Abraham, padre de lo imposible, dio todo de si frente a la presencia del otro. Me despojo, renuncio a lo propio. Dar es sacar completamente de uno -en silencio-, para transferir completamente a otro -que no sabe-. Si lo hago para que me lo reconozcan, no estoy dando, solo invirtiendo. Si el otro se siente endeudado, tampoco estoy dando, solo generando dependencia.

Tocan a la puerta. ¿Quién es ese otro al que dejaremos pasar? ¿Cómo podremos desatarnos de uno mismo para poder salir? ¿De qué manera renovamos en este nuevo año nuestro deber con lo imposible?


· Más leídos ·

Consola de depuración de Joomla!

Sesión

Información del perfil

Uso de la memoria

Consultas de la base de datos