Soy un adicto a la paz. No existe iniciativa de paz que yo no haya respaldado o proyecto de tratado que yo no haya apoyado. Cuando la paz no es parte de nuestro discurso político, o no está en nuestro horizonte político, tengo una profunda sensación de vacío.
Aunque sé que se supone que debo asumir la responsabilidad por quien he llegado a ser, en este caso no estoy en falta. Siempre me sentí motivado por mi tradición de "buscar la paz y dedicarme a ella".
A diferencia de otros mandamientos que uno sólo está obligado a cumplir cuando es posible hacerlo, en el caso de la paz tenemos el mandato de dedicarnos a ella, de trabajar para darle forma a la realidad, de modo que tengamos la oportunidad de cumplir con él.
Como adicto a la paz, la paz no es sólo un valor sino una necesidad; una necesidad que no sólo estoy obligado a apoyar sino cuya ausencia debo lamentar, cuya implementación debo anhelar y por la cual debo trabajar; un valor que exige que re-priorice mis acciones y compromisos. Más significativamente, implica una creencia de que somos absolutamente fieles a lo que somos cuando, como pueblo, el discurso de la paz y la dedicación a la paz impregnan nuestra comunidad y nuestra nación.
Como adicto a la paz, desgraciadamente me estoy encontrando a mí mismo cada vez más solo. Todo el mundo quiere la paz, pero cada vez menos gente se dedica a ella. Me crié en un Israel cuya cultura estaba basada en esta aspiración. En mi época de adolescente solíamos cantar sobre la paz, sobre el final de la guerra, y de cómo "el año que viene" finalmente sería dramáticamente diferente. Hemos dejado de cantar estas canciones. Y no estamos escribiendo canciones nuevas.
Para algunos, la paz es una adicción de la que debemos liberarnos, una obsesión que distorsiona nuestro sentido de la realidad y la capacidad de funcionar como una nación sana. Como adicto a la paz, obviamente no estoy de acuerdo. Yo no quiero un Israel que haya perdido la capacidad de cantar sobre la paz. Siempre he creído que la búsqueda de la paz no es una dependencia que refleja nuestra debilidad, sino un signo de fuerza, una determinación para dar forma a la realidad para que podamos vivir de acuerdo con nuestros propios valores.
Un Israel que ha dejado de creer en la paz se debilita a sí mismo y a sus relaciones con nuestra gente y nuestros amigos en todo el mundo. El problema no es la reciente guerra en Gaza. Si y cuando Israel tiene que responder a actos claros de terror y agresión asesina, los israelíes y nuestros amigos en general lo comprenderán. Es cuando Israel es percibido como un país que ya no aspira a la paz y a la reconciliación, que visualiza la guerra meramente como otro medio político, que cuida de sí mismo hasta el punto en que ya no se preocupa por la injusticia que comete con los demás, es entonces que Israel pierde un aspecto básico de sus valores e identidad y se aliena cada vez más de sus amigos y de la próxima generación de judíos alrededor del mundo.
A medida que la intensidad emocional de la guerra va disminuyendo y que el Año Nuevo se acerca con su llamado a la auto-reflexión y a la auto-evaluación, llega el momento para mantener una conversación importante y sincera. El problema no es la guerra en Gaza, y por lo tanto ningún análisis fáctico de las acciones del ejército durante la guerra lo resolverá. El desafío no es cómo Israel libró la guerra y ni siquiera su legitimidad, sino el hecho de que la guerra, cuando se vincula con el proceso de paz fallido, crea una percepción general de que Israel ha cambiado.
Al comenzar el Año Nuevo, con su llamado a realizar una sincera auto-evaluación, es hora de reconocer que no sólo tenemos un problema de relaciones públicas o de imagen, sino un reto sustantivo, tanto dentro de Israel como en la relación con nuestros amigos. Para ellos, reunirse y apoyar al frágil estado judío ya no es relevante. El éxito y la fuerza de Israel han hecho que sea menos imperioso. Para ellos, la supervivencia de Israel es un hecho. La pregunta es si deben o pueden identificarse con Israel, y la identificación requiere un sistema de valores compartidos y de aspiraciones compartidas.
Yo solía ser parte de la mayoría. Pero entonces se produjo la Segunda Intifada. Muchos creen que los israelíes se liberaron de su adicción a la paz porque llegaron a creer que los palestinos no están interesados en ella. Fue durante la reciente guerra en Gaza, con los misiles y los túneles de Hamás teniendo como objetivo a los civiles israelíes – algo no demasiado diferente de la campaña de terror de la Segunda Intifada –que comencé a comprender las cosas de manera diferente.
La experiencia de guiar a rabinos y educadores de América del Norte al refugio antiaéreo de nuestro campus durante este verano hizo que me comprendiera a mí mismo. La conmoción y el trauma tan evidentes en sus ojos no era el resultado del mero temor al peligro al que estaban expuestos. La Cúpula de Hierro se hizo cargo de la mayor parte del miedo. Era el sentimiento y la conciencia de sentir por primera vez que alguien quería matarlos.
Fue precisamente por esto que los israelíes estábamos tan tranquilos. Vivimos todos los días con la conciencia de que alguien quiere matarnos y lo damos por sentado. La Segunda Intifada y el uso de Gaza como una plataforma para el terror por parte de Hamás hacen de esta toma de conciencia algo personal y una realidad existencial, a diferencia de un simple postulado teórico.
Es muy difícil ser un adicto a la paz cuando se vive todos los días con la sensación de que alguien te está apuntando a ti y a tus hijos como objetivo. Esta sensación no ha doblegado a los israelíes, pero ha afectado seriamente los cimientos de la búsqueda de la paz.
Si bien esto es algo comprensible, en mi calidad de adicto a la paz no arrepentido me pregunto si es algo inevitable e irreversible. Vuelvo una y otra vez al mandamiento de mi tradición de "buscar la paz y dedicarme a ella". ¿Cómo puedo enseñar este mandamiento y traerlo de vuelta a la vida?
La adicción a la paz, si se me permite acuñar un término, requiere una ideología y un manifiesto con matices. Ser adicto a la paz no es por sobre todo una posición política o la herencia de un partido en particular, sino más bien una disposición y un sentido de identidad. No supone una propuesta específica en cuanto a las fronteras, una opinión con respecto a la voluntad de nuestros socios en las negociaciones para hacer la paz, ni una hoja de ruta preferida en cuanto a cómo proceder en nuestra compleja realidad. Simplemente implica el compromiso de nunca dejar de explorar la posibilidad de la paz y de evaluar constantemente todas nuestras acciones a la luz de ella: el hecho de perseguir una política en particular, ¿hace que la paz sea más probable o menos probable?
Como adicto a la paz, estoy obligado a dedicarme a la paz. Pero como mi colega Tal Becker me ha enseñado, no estoy obligado a hacer la paz, porque eso es algo que no está a mi alcance exclusivo. Para ser un adicto a la paz y abogar por ella, es esencial diferenciar el concepto de la paz de la aspiración de "paz ya". Como adicto a la paz, mi responsabilidad es trabajar para cambiar la realidad en la que me encuentro, no malinterpretar esta realidad o ser ingenuo acerca de ella.
Dentro del movimiento de adicción a la paz es fundamental que proporcionemos espacio para todos los que tenemos serias dudas sobre cómo combinar la paz con la seguridad. Para quienes se preocupan por quién realmente habla en nombre del pueblo palestino y lo que quiere. Para quienes no saben si la forma radical del Islam que se está difundiendo en nuestro vecindario puede ser contenida, o si alguna vez aceptarán la existencia de un estado judío, con independencia de sus políticas o fronteras.
Dentro del movimiento de adicción a la paz, es fundamental que generemos espacio para todos los que saben que a pesar de nuestro compromiso con la paz, hay un tiempo para la paz y un tiempo para la guerra. Que a veces, la guerra, con toda su destrucción, no es sólo un instrumento de supervivencia, sino también de la paz misma. Sólo un pueblo que valora su propia supervivencia es un pueblo que se toma en serio a sí mismo lo suficiente como para involucrarse en conversaciones de paz.
Como adicto a la paz, estoy obligado a no infantilizar a mi potencial socio para la paz y permitirle llevar a cabo un terrorismo "infantil". Hacerlo es reforzar la idea de que la paz es una preocupación únicamente mía, cuando de hecho sólo se convertirá en una realidad cuando ambos estemos comprometidos con su búsqueda.
La adicción a la paz, sin embargo, nos recuerda que estamos obligados a no ser presa de nuestra propia sensación de superioridad moral y de un juego de auto-exoneración perpetua de nuestra culpa que nos libera de responsabilidad porque "No es culpa nuestra", "Ellos empezaron", "No hay nada que podamos hacer". Como persona objeto de un mandamiento de buscar la paz y dedicarme a ella, se me prohíbe hacer algo que socave la posibilidad de su logro bajo la protección del argumento de que la paz nunca llegará, y que por lo tanto mis acciones son irrelevantes.
Todos sabemos que los asentamientos no son el principal obstáculo para la paz en el Medio Oriente. Si las cosas sólo fueran tan simples. Si sólo una decisión unilateral de Israel a retirarse a las fronteras de 1967 fuera el comienzo de una nueva era de paz y seguridad para palestinos e israelíes y facilitara una reconciliación entre el Islam radical y Occidente. Como adictos a la paz, estamos obligados a cambiar la realidad, no a ignorarla. Sin embargo, aunque los asentamientos no sean el obstáculo, no significa que su expansión sea útil y apropiada para un pueblo cuyas políticas deben basarse en la obligación de dedicarse a la paz. Como adictos a la paz, siempre debemos preguntarnos: "¿Quiénes somos? ¿En quiénes nos hemos convertido? ¿Estamos sucumbiendo a la realidad, o seguimos trabajando para darle forma?" Como judíos ingresando al Año Nuevo, se nos ordena que seamos honestos acerca de lo que somos, pero al mismo tiempo que tengamos esperanza en cuanto a lo que podemos llegar a ser. Vivimos en una realidad difícil, parte de ella creada por otros y parte de ella creada por nosotros mismos y nuestros errores. El espíritu del Año Nuevo enseña que aunque yo no pueda cambiar a los demás ni reescribir mi pasado, puedo escoger un futuro diferente, y por ende, soy considerado responsable por mis decisiones.
Soy un adicto a la paz, pero más importante aún, quiero ser parte de la mayoría en el próximo año. Quiero que el lenguaje de la búsqueda de la paz vuelva a nuestra imaginación, cultura y canciones. Quiero que emerja del polvo de nuestras oraciones, de la latencia de nuestros sueños mesiánicos, para formar parte del lenguaje y las políticas cotidianas de nuestro pueblo.
Amar a Israel es apoyarlo en las buenas y en las malas. Amar a Israel es preocuparse por su seguridad y trabajar para protegerla. Amar a Israel es creer en un mañana diferente y trabajar para lograrlo. Amar a Israel es comprometerse a ser un adicto a la paz.
Traductor: Daniel Rosenthal