El eje Chávez-Ajmadineyad: más semejanzas que diferencias

Una vez cada tantos meses, somos testigos de los escarceos amorosos, los besuqueos y arrumacos entre Hugo Chávez y Majmud Ajmadineyad, una vez en Caracas y la siguiente en Teherán. "Ajmadineyad seguramente adora el Trópico", escribió irónicamente el Miami Herald. Los elogios exuberantes y melosos, la firma compulsiva de decenas de tratados multimillonarios, y ese romance exagerado y antinatural entre la "república islámica" y la "república bolivariana", hacen imperioso cuestionar qué intereses unen a dos personajes tan disímiles –un comunista y un fascista; el uno anticlerical hasta el tuétano, el otro fanático ultrarreligioso arropado por clérigos recalcitrantes– y que representan a dos países tan distantes como diametralmente distintos.
Una observación detallada sugiere que a pesar de las gruesas y profundas diferencias entre el país caribeño y la nación persa, por las que sus relaciones fueron meramente formales hasta el advenimiento de Ahmadineyad en 2005, es cada vez más lo que une a sus actuales dirigencias. Mucho más que el sol del Caribe.

La similitud Chávez-Ajmadineyad se pone inmediatamente de manifiesto en vista de las tácticas comunes adoptadas por uno y otro. Para ambos, el sufragio popular no ha sido más que un instrumento necesario para hacerse con el poder, luego de lo cual “los que votan se botan” cual trasto viejo. Si acaso sendos presidentes gozaron en un principio de "legitimidad de origen", ambos acabaron perdiendo por completo todo esbozo de "legitimidad de ejercicio" en vista de los variopintos métodos ejercidos para aferrarse del poder a toda costa y a cualquier costo: conculcación de libertades elementales y derechos básicos, adulteración de resultados electorales, avasallamiento de toda oposición, represión despiadada de manifestaciones disidentes, creación de milicias populares que actúan desembozadamente por encima de la ley y tanto más. “Amordazar a la prensa, llenar las prisiones y matar brutalmente a gente que pide pacíficamente el respeto de sus derechos”, escribió los otros días el opositor iraní Mir Hossein Musaví sobre las tácticas del régimen del que formó parte. La oposición venezolana no diría menos que eso.
Los parecidos saltan también a la vista cuando se analizan sus métodos en común. Populismo y demagogia al mejor estilo "pan y circo", que procura apoyos comprados mediante la dilapidación desenfrenada y la repartija caprichosa de fondos públicos a allegados y aliados, que acabaron arrastrando a ambos países a sendas crisis económicas de gravedad sin precedentes, inconcebibles en naciones que chapalean en oro negro.

El paralelismo se hace patente al escuchar sus interminables arengas y declaraciones que no dan tregua ni respiro (“¿Por qué no te callas?”). Afectados ambos líderes de una verborragia incontenible, su discurso destila odio y demonización, incluyendo como ingredientes indispensables el antiamericanismo obsesivo y machacón, un antisemitismo rabioso y descarado apenas camuflado de antisionismo, y descabelladas confabulaciones imaginarias cuyo fin es endilgar a medio mundo –excepto a sí mismos, claro– la culpa de todos los males. Su estilo pendenciero y desafiante busca la provocación y la confrontación permanentes, a fin de desviar la atención de sus propios yerros y problemas domésticos.

Pero no se trata de un mero paralelismo táctico o de estilo, similar al de otros tiranos y déspotas. La coincidencia más preocupante entre el sátrapa de Irán y el mandamás caribeño, radica en la estrecha afinidad en las estrategias y los objetivos en común de Irán y Venezuela bajo sus conducciones. El imperialismo prepotente, la permanente ingerencia en los asuntos internos de sus vecinos, la búsqueda obsesiva de influencia y hegemonía y la creación permanente de pactos, lealtades, enemistades y desavenencias en el mejor estilo “divide y reinarás”, es su marca registrada. Chávez y Ajmadineyad son alborotadores seriales de avisperos, especializados en crear y fomentar conflictos que les permitan exportar su “revolución”.
En tan sólo 5 años de relaciones carnales, los resultados de su estrecha cooperación no podrían ser menos preocupantes: vuelos directos Teherán-Damasco-Caracas, verdadero puente aéreo de personal y equipos, que operan desde instalaciones aisladas y secretas del aeropuerto de Caracas; inversiones fantasma de Irán en Venezuela –como la “empresa de tractores” Ven-Irán, “fábricas de cemento” o “instalaciones petroquímicas”– cuyos insumos  y costos no se condicen en absoluto con su actividad comercial declarada; establecimiento de una “fábrica de leche en polvo” en Venezuela, que encubre un laboratorio de procesamiento de estupefacientes; bancos binacionales “de fomento y desarrollo”, como el Banco Internacional de Desarrollo, que permiten burlar las sanciones impuestas a Irán por el Consejo de Seguridad de la ONU, y se dedican al lavado de dinero proveniente del narcotráfico destinado a financiar terroristas; planes conjuntos de exploración y explotación de uranio boliviano destinado al proyecto nuclear iraní; indoctrinación y conversión masiva al islam de la tribu Wayuu en la Guajira venezolana, y establecimiento de bases de entrenamiento de la guerrilla terrorista Hezbollá en territorio venezolano, entre otros muchos.

Irán ha encontrado en Chávez un socio cómodo e instrumental, que le sirve como cabeza de playa para afirmar sus largos tentáculos en Latinoamérica, y a quien ha sumado a su plan de desestabilización regional fomentando enconos y financiando el terrorismo. Irán ya ha dado de probar de su amarga cicuta al Cono Sur, cuando orquestó los dos cruentos atentados de Buenos Aires de 1992 y 1994, que dejaron un tendal de 114 inocentes asesinados y más de 550 heridos y lisiados. Los países y los pueblos de América Latina serán quienes decidan cuándo y cómo ponen punto final a esta peligrosa avanzada fundamentalista dentro de su propia casa.
 


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