En esta aparente normalidad, los moscovitas se preguntan cuánto tiempo les queda hasta que su país cambie completamente.
MOSCÚ – Rusia es a veces irritantemente placentera. Como cuando uno llega a Moscú en primavera con sus cielos azules y florecientes bulevares, y le da la bienvenida un exterior brillante, una metrópolis que adora el lujo y tararea en distintas lenguas.
Lo que uno dice no es lo que es, me dicen muchos moscovitas en sus oficinas, cafés y bares. Mientras Ucrania se desarma, el Kremlin presiona con su nacionalismo y las elecciones ucranianas del 25 de mayo se acercan, recuerdo constantemente – "los estadounidenses no entendemos nada".
El truco para adaptarse acá es no analizar lo absurdo. Uno aprende a leer entre líneas, asentir sin cuestionar, y luego encogerse de hombros y reírse: No, no hay nada que podamos hacer al respecto.
Uno se da cuenta rápidamente de lo poderosa que es la prensa para crear percepciones, y lo diferente que es la Rusia que muestran en los medios con la Rusia con la que uno se encuentra acá. Sin lugar a dudas, hay cierta fealdad que existe: corrupción, régimen político, xenofobia, impulsos imperialistas, homofobia, lo que sea. Lo que resulta impactante es la banalidad: la facilidad con la que aceptamos lo absurdo y observamos con pasividad la injusticia, preferiblemente con un sentido del humor irónico, como en 1970, y un trago de vodka.
Una semana en Moscú es suficiente para sacar la noción de los estadounidenses de "saberlo todo" y especialmente la noción de la hija de emigrantes soviéticos. Acá, nuestras nociones de democracia resultan irrelevantes; no hay razón para enojarnos por eso tampoco, porque las autoridades son sorprendentemente sutiles, y cualquier tipo de furor es como mucho gracioso.
La sutileza es una característica de la cultura rusa, pero es aquí que se encuentra la brillantez de Putin, en un control que casi no se nota en la capital. No hay sonrisas a lo Gran Hermano en grandes carteles en la calle, ni slogans políticos, y las decoraciones del Día de la Victoria decoran las calles. Los locales rara vez hacen referencia al jefe de estado que amenaza en la prensa occidental, y cuando es mencionado, es una especie de Quien-No-Debe-Ser-Nombrado, un "él" sin nombre, y directamente, Vladimir Vladimirovich.
Acá uno encuentra personas muy entrenadas, que saben cuando callar y son cuidadosas. Los moscovitas son conocidos por la poca modulación al hablar ruso rápidamente, y puede que haya una buena razón para esto, cierta condición que ya es subconsciente a esta altura. Si uno le pregunta a los locales sus opiniones políticas, comparten – "es el siglo XXI, bazhe moi (Mi Dios)"- después de algunas pausas incómodas.
El poder de la paranoia
Lo brillante es que el miedo puede ser en parte imaginario, impuesto por ellos mismos casi – o eso me recuerdan los rusos, en estas conversaciones esquizofrénicas en las que ellos mismos dudan que es lo que pueden y lo que no pueden decir, lo que pueden publicar en sus perfiles de VKontakte y lo que reservan para conversaciones en la cocina. En un país donde la mentalidad está impuesta muy profundamente, la transición a la observación cautelosa es conveniente, incluso natural. Es esta la base del poder: el silencio, la preocupación y la paranoia con fuentes dudosas.
En un fin de semana en las afueras de Moscú, en una conferencia de Limmud FSU donde se juntaron más de mil judíos, el silencio es idílico.
Abedules, pequeños yates flotando en el río con fiestas que duran hasta tarde. El dueño del resort, el Departamento de Asuntos Presidenciales de la Federación Rusa, es apenas avisado. (Sin embargo, al bajar del avión uno imagina que será invadido por la cara y la voz de Putin. ¿Fue la prensa estadounidense la que creó este mito?)
Las tensiones políticas se destacan en todos los diarios del exterior, pero acá, en las afueras de la capital e incluso en su centro, está calmo. En el evento judío más grande del año de Moscú, los intelectuales locales se juntas – mayormente jóvenes, muchos seculares y modernos, otros profesionales mayores, familias jóvenes, bien vestidas. En esta ciudad, ser judío es ser exitoso, y por lo tanto, ser cosmopolita.
Los participantes van a seminaries que llevan títulos neutrales ("Somos una organización apolítica," insisten los organizadores), pero en cada charla, cada conversación va al mismo tema. No son tanto Crimea o Ucrania lo que preocupa a los moscovitas, y no es una cuestión específicamente judía tampoco (¿Pensabas que había anti-semitismo? ¿Acá? ¿En Moscú?" Los judíos rusos niegan con la cabeza y se ríen ante la ingenuidad estadounidense. "Por otro lado, Moscú no refleja Rusia, eso es cierto.")
Sin embargo, el miedo acá es más básico, aquel de perder la normalidad.
Al hablar con los judíos jóvenes de Moscú, graduados de la universidad y profesionales, al tomar una caminata en Shabat por los abedules, al sentarse en un restaurante con ellos – uno ve que delicadamente expresan sus opiniones. Los financieros dan charlas sobre las inversiones en tiempos inseguros, la mesa de los programas para ir a Israel de MASA está llena de niños; nadie menciona a Donetsk, sino que mencionan problemas personales: proteger los bienes personales o negocios que están empezando, comparar las ventajas de la ciudadanía israelí con las de la obtención de un pasaporte italiano – todo mientras a unos kilómetros el parlamento ruso debate una ley que requiera que los ciudadanos reporten las dobles ciudadanías a las autoridades.
"Queremos vivir como personas normales," me dice una mujer joven. Ella y otros amigos dirigen una estación de radio popular que tiene una audiencia de jóvenes judíos de habla rusa, Radio-Yo, y me muestra la aplicación de la estación en su iPhone. "Hay mucha energía joven acá, muchas ideas para negocios e innovaciones...Empezamos negocios, viajamos, tenemos fiestas, queremos vivir lo más normal que podamos. Eso es, hasta que la Cortina de Hierro vuelva a bajar," dice sombríamente, y luego hace una guiñada. Sonrío y me preguntó si no heredé el sentido del humor soviético de mis padres después de todo.
"La gente se va a ir, las cosas están cambiando tan rápido," me dice un joven comerciante la tarde de Shabat. "No recuerdo a la Unión Soviética, pero mis padres sí, y dicen que esto les recuerda a esa época. Ahora todo está tranquilo y bien, " señala al río que fluye a nuestro lado. "Pero cuando Vladimir Vladimirovich anuncia que internet es una conspiración de la CIA, incluso nosotros nos empezamos a preocupar."
Acá, hay dos pilares de la libertad que los moscovitas constantemente citan – dos ultimátum que, si se cruzan, despiertan problemas.
El primero: la libertad en Internet. Los comentadores en sitios como DozhdTV, Lenta.ru y Snob.ru, ahora están amenazados, y los bloggers con más de 3000 lectores deben registrarse con Roskomnadzor, la agencia de supervisión de los medios del gobierno, los consumidores con críticas van a Twitter y dejaron de ver la televisión controlada por el estado.
El Segundo: los aeropuertos. Según los rumores (aunque quien sabe si esto es propaganda rusa o el sensacionalismo occidental, o una mezcla de ambos) la libertad en las fronteras también parece estar en cuestión. Muchos ya están comprando propiedades en el exterior, y uno se pregunta quien se quedará. Los chismes que se comentan en la mesa de la cena en Moscú (acompañado con vino importado y caviar) se centran en la vuelta de las visas para salir del país, la seguridad en las fronteras, los rumores del occidente – "zapad", aquel Nuevo Mundo que no es más desconocido, como lo era antes.
¿Cuánto tiempo nos queda?
En un salón de clase, uno de los comentadores políticos más destacados de Rusia, Anton Nossik, responde preguntas de la audiencia sobre las mejores prácticas de la emigración.
"Para aquellos que decidimos quedarnos acá, sea cual sea la razón," una mujer pregunta, "¿cuál es tu prognosis para los próximos diez años?"
"¡Diez años!"Nossik se ríe. "Este lugar no lleva diez años de la forma que lo conocemos ahora."
Varios judíos en el salón se paran para preguntar, uno después del otro, "¿Cuánto tiempo nos queda acá? ¿Cuántos años quedan para que este país se convierta en totalitario?"
"Tienen una semana," Nossik dice rápidamente, y la audiencia empieza a alterarse. "En otoño," continúa, su voz aumentando de volumen, éste va a ser un país diferente. Las fronteras se van a cerrar completamente. Les recomiendo que consideren sus opciones."
Mientras Nassik continua, destacando que Vladimir Vladimirovich admiraba a los fascistas alemanes como estrategitas, no es coincidencia que pidió que se ubique a la KGB en Alemania en los 90, que Crimea es una Sudetenland – la audiencia comienza a murmurar más alto.
"¡Esto es demasiado negative para el público!" una mujer exclama.
"No puede estar hablando en serio," un caballero mayor cerca de mí murmura. "Esto es demasiado..."
Unas horas después, le hacen las mismas preguntas a la economista y defensora de los derechos humanos, Irina Yasina. Yasina suspira tímidamente. "Generalmente soy optimista," dice. "A esta altura, no puedo ofrecer nada optimista...Vamos a tener nuestras respuestas rápidamente. No va a ser una agonía lenta para nosotros."
Fuente: Haaretz.com
Traductora: Mariel Benedykt