Seis pasajes sobre aparatos y artefactos melancólicos

libreriaokI.
Un amigo librero me dijo: "las librerías son lugares donde aparatos y artefactos melancólicos vagabundean".

 Esos aparatos o artefactos somos nosotros, esos robots melancólicos que buscan escapar de la realidad de la ciudad entre caminatas por las librerías en donde sentirnos libres. Cuál es el rol del flâneur de nuestros días, más allá de los diagnósticos que se han extendido desde Baudelaire hasta Benjamin; dónde habitan los paseantes de este siglo, mediados por la compra de libros online y la bajada de textos en pdf. Por eso mismo las palabras de este librero –que también supo navegar por las diferentes librerías de la ciudad– no dejan de machacarme la cabeza. Hay una especie que deambula entre librerías. Más allá de la ciudad y sus calles, o sus límites, hay una especie a la que pertenecemos que transita por coordenadas preestablecidas, como aparatos prefabricados y melancólicos, buscando ese libro que lo salve de este mundo tan mundano.
El problema no es ser robot, o aparato, o artefacto: el problema es no tener un motor que te guíe, o no encontrar el libro.


II.
Las librerías son islas. No son islas de civilización o de barbarie, son islas como refugios. Allí pasamos horas entre libreros y libros; dialogando con otros buscadores (o buceadores) de mundos. Porque uno siempre quiere decir algo al otro que está buscando algo. Porque nunca es suficiente.
Las librerías y las bibliotecas son infinitas, y perduran más que los hombres, más que las instituciones, más que los Estados. Sólo el hombre tienen la capacidad de crear y destruir bibliotecas. Por eso somos el animal más civilizado y el más bárbaro. Porque destruimos con la misma facilidad que construimos tradiciones, culturas, y universos literarios.


Frente al hombre que está extraviado, que vagabundea entre los sinfines del espíritu de nuestro tiempo, siempre hay una habitación cálida junto a un anaquel; por lo menos para pasar las horas, hasta que se acabe el día.

III.

Leer es perder el tiempo, extraviarlo. Y porque leer es perder el tiempo hay que leer, porque es tal vez el último gesto revolucionario que nos queda en este mundo hipermoderno. Leer es rebelarse contra la mercantilización de la vida como también lo es la siesta. Leer y dormir la siesta cada día, en nuestro tiempo, son actos o reliquias anárquicas.


Leer, entonces, es una pérdida de tiempo, pero no sólo como extravío de ese tiempo, sino como ruptura. Leer es quebrar el tiempo: una grieta en la exigencia del tiempo del mercado. Leer es un ejercicio de profanación del alma. En el mundo moderno o en la Antigüedad (del tiempo de los libros), la exposición del alma a la lectura siempre fue un acto de profanación: leer arranca el alma del ensimismamiento del Yo. Porque madurar es quebrarse. Crecer es descubrir que el uno mismo es el paso más fácil, es el calor del fuego de la chimenea en el invierno de la casa paterna. Pero ese fuego debe apagarse para que no nos arrase. Hay que salirse de la comodidad de la casa, hay que buscar en el libro el mundo, hay que construir y destruir el mundo.


Ningún alma nace adulta, y ningún alma muere sin ser profanada. Tal vez la tarea del hombre es hacer del alma un mundo habitable.


IV.
Escribir, lo que sea, es el intento de develar, ocultar o comprender aquello inexplicable que se nos presenta por el sólo hecho de existir. Escribir lo sacado de contexto; aquello que sobra, los cabos sueltos.


Escribir es un para-el-mundo imposible. Una donación, un paso en falso. Escribir es diseccionar el mundo y al hombre. Pero el mundo queda... siempre queda. Y el hombre nunca queda igual: escribir es dar el ego en sacrificio.


Escribir es dejar que los monstruos nos habiten sin arrancarnos la cabeza; escribir es dejarse poseer por las miserias, e intentar sobrevivir. Sobrevivir aunque a veces ganen los monstruos.


Habitar la palabra es desprenderse de uno mismo.


V.


Nos hemos inventado mil veces, como historias, poemas, cuentos. Escribir no estaba en los planes del mundo y por ello podríamos decir que, en el fondo, es un gesto completamente anti-natural. Tan anti-natural como intentar traducir la belleza: el mundo estaba y estará, el hombre no; los libros tal vez.


En todos los tiempos, desde la existencia del libro, hubieron hombres que eligieron hundirse en el océano de los libros, en la tarea imposible e infinita de traducir y ordenar ese océano. Pero siempre será un océano. Allí hay un sentido que nos constituye de creadores, de ordenadores, un intento de imitar a Dios: ordenar una biblioteca, ordenar el universo, también es la tarea melancólica –imposible e infinita– de aparatos y artefactos deambulantes.


Debemos elegir el mundo, el libro con el intentamos construirlo, para volver a destruirlo y empezar otra vez. La tarea infinita de quien lee, de quien escribe, de quien se pierde. Porque la libertad quizá sea eso: un libro favorito en donde elegimos perdernos.


VI.


Lo bello es inaprensible y por eso el lenguaje humano es su propio límite. La belleza del mundo está más allá de las posibilidades de nuestro lenguaje. Entonces ante el mundo, nos volvemos aparatos y artefactos melancólicos que recorren los vértices en busca de un lenguaje que pueda estar más allá del como sí... el lenguaje es lo más humano del hombre, su límite y su abismo. Las ruinas somos nosotros, porque el mundo siempre está ahí. Porque hay lenguajes más allá del hombre y del mundo. Aprehenderlos en este intento siempre fallido es nuestra tarea.


El secreto de lo bello es su silencio, su inhumanidad. Allí su misterio más preciado, y su posibilidad de subsistencia.



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